CAPÍTULO XIX
EL GENIO DEL MAL
Reponiéndose de esta primera y abrumadora sorpresa, Mercy avanzó rápidamente, deseosa de expresarle sus primeras disculpas. Grace la detuvo con un gesto amenazante con la mano.
—No te acerques ni un paso más —dijo, con una mirada de autoridad y desdén—. ¡Quédate donde estás!
Mercy se detuvo. El recibimiento de Grace la dejó perpleja. Instintivamente, tomó la silla más cercana para apoyarse en ella. Grace levantó la mano por segunda vez y le espetó otra orden.
—Te prohíbo que te sientes en mi presencia. No tienes ningún derecho a estar en esta casa. Recuerda, si me haces el favor, quién eres y quién soy.
El tono en que había pronunciado estas palabras era en sí mismo un insulto. Mercy, de repente, levantó la cabeza; estaba a punto de escapársele una furiosa respuesta. La retuvo y se sumió en el silencio. «Seré digna de la confianza que Julian ha puesto en mí», pensó, paciente, al lado de la silla; «estoy dispuesta a soportar cualquier cosa de la mujer a quien tanto he perjudicado».
Las dos mujeres se contemplaron sin decir palabra: solas, por primera vez desde que se conocieron en la casa francesa. El contraste entre las dos resultaba curioso. Grace Roseberry, sentada en la silla, pequeña y flaca, de aspecto pálido y triste, con aquella cara desafiante, su figura encogida, vestida de negro con prendas sencillas y pobres, parecía una mujer de clase baja al lado de Mercy Merrick, erguida con su lujoso vestido de seda, con aquella figura alta y proporcionada que se elevaba por encima de la pequeña criatura que tenía delante de ella, su gallarda cabeza inclinada con gentil sumisión; delicada, paciente, hermosa; una mujer a quien era un privilegio observar y un honor admirar. Si a cualquier desconocido le hubieran dicho que aquellas dos mujeres habían representado una comedia de la vida real en la que una de ellas estaba vinculada por lazos de familia a Lady Janet Roy y que la otra había tenido la audaz osadía de suplantarla, si hubiera tenido que adivinar quién era quién, sin lugar a dudas habría señalado a Grace como la impostora y a Mercy como a la verdadera.
Grace rompió el silencio. No se decidió a hablar hasta que no hubo observado por completo a su víctima vencida, escudriñándola con desprecio de pies a cabeza.
—Quédate donde estás, quiero verte —dijo, deleitándose con rencor en sus crueles palabras—. Esta vez no te servirá de nada desmayarte. Lady Janet no está aquí para apoyarte. Tampoco hay ningún caballero que se apiade de ti y te recoja en sus brazos. Mercy Merrick: por fin eres mía. ¡Gracias a Dios, ha llegado mi turno! ¡No te escaparás!
La ausencia de corazón y la cortedad de miras de Grace, que ya se había manifestado en su primer encuentro, en la casa de la frontera, cuando Mercy le narró la triste historia de su vida, volvió a mostrarse de nuevo. La mujer que en aquella ocasión no había sentido el impulso de tomar la mano de la otra, que sufría y purgaba su penitencia, era la misma que ahora era incapaz de sentir compasión y no podía evitar la insolencia que provoca el triunfo. La dulce voz de Mercy le respondió paciente, en un tono apacible y suplicante.
—Yo no la he evitado —dijo—. Si hubiera sabido que estaba aquí yo misma me hubiera acercado a usted. Deseo de corazón confesar mi pecado contra usted y expiar mi culpa tanto como pueda. Tengo demasiado interés en merecer su perdón como para tener miedo de verla.
A pesar del carácter conciliador de la respuesta, Mercy la expresó con una sencilla y modesta dignidad que provocó un estallido de cólera en Grace Roseberry.
—¿Cómo te atreves a hablarme de igual a igual? —explotó—. Te comportas y me contestas como si tuvieras derecho a estar en esta casa. ¡Qué desvergonzada! ¡Yo sí tengo derecho! Y sin embargo, me veo obligada a vagar por los jardines, a evitar que me vean los sirvientes, a esconderme como un ladrón y esperar como un mendigo. ¿Y todo para qué? Para poder hablar contigo. ¡Sí! ¡Contigo, con una mujer que todavía huele al albergue y a la mugre de la calle!
Mercy bajó aún más la cabeza. Las manos, ocultas tras el respaldo de la silla, le temblaban.
Le costaba trabajo aguantar los reiterados insultos que recibía, pero todavía podía en ella el influjo de Julian. Contestó, conservando la paciencia:
—No tengo derecho a reprocharle sus palabras, aunque sean tan duras.
—¡Tú no tienes derecho a nada! —gritó Grace—. ¡Ni tienes derecho a ir así vestida! ¡Mírate a ti y mírame a mí! —sus ojos recorrían con una mirada rabiosa el vestido de seda de Mercy—. ¿Quién te ha dado ese vestido? ¿Quién te ha regalado esas joyas? ¡Lo sé! Lady Janet se las dio a Grace Roseberry. ¿Eres tú Grace Roseberry? Ese vestido es mío. Quítate las pulseras y el broche. Son míos.
—Pronto lo serán, Miss Roseberry. No seguirán en mi poder mucho más tiempo.
—¿A qué te refieres?
—Por mucho que ahora usted me ofenda, mi deber es reparar el daño que le he hecho. Estoy obligada a hacerle justicia. Estoy decidida a confesar la verdad.
Grace sonrió con desprecio.
—¿Confesar, tú? —dijo—. ¿Piensas que soy tan idiota como para creérmelo? Eres, de pies a cabeza, una desvergonzada, una incorregible mentirosa. ¿Vas a renunciar a tus vestidos de seda, a tus joyas y a tu posición en esta casa, y vas a volver voluntariamente al albergue? ¡No! ¡Tú no eres de esas!
Mercy empezó a sentir cómo el rubor aparecía lentamente en su rostro; pero a pesar de todo seguía manteniéndose firme en su propósito gracias al influjo de Julian. Todavía podía decirse a sí misma: «¡Todo menos desilusionar a Julian Gray!». Al amparo del valor que él le había inspirado se sometió a aquel martirio con toda su templanza. Sin embargo, se había producido un cambio inquietante en ella: era capaz de aceptar la situación, pero en silencio. Ya no podía responder de sus palabras.
La muda perseverancia que su rostro mostraba exasperaba aún más a Grace Roseberry.
—¡Tú qué vas a confesar! —continuó—. Has tenido una semana para ello y no lo has hecho. ¡No, qué va! Tú eres de las que mienten y engañan hasta el final. Me alegro; así tendré la satisfacción de desenmascararte yo misma delante de toda la casa. Haré una buena obra enviándote otra vez a la calle. ¡Oh! ¡Casi merece la pena todo lo que he tenido que pasar si al final veo cómo un policía se te lleva agarrada del brazo y la chusma te señala con el dedo y se mofa de ti mientras vas hacia la cárcel!
Esta vez el aguijón le llegó muy adentro; aquel ultraje era insoportable. Mercy le dio un primer aviso a aquella mujer que la había insultado deliberadamente una y otra vez.
—Miss Roseberry —dijo—, he aguantado sin rechistar las palabras más hirientes que me ha dirigido. No siga insultándome. Le aseguro que estoy deseando devolverle los derechos que le pertenecen. ¡Con la mano en el corazón le repito que estoy decidida a confesarlo todo!
Hablaba seriamente, le temblaba la voz. Grace la escuchaba con una sonrisa sardónica de incredulidad y una despiadada mirada de desprecio.
—No estás lejos de la campanilla —dijo—. Llama.
Mercy la miró con estupefacción.
—Eres el arrepentimiento en persona. Te mueres por confesar la verdad —insistió la otra con sarcasmo—. Confiésalo ante todo el mundo ahora mismo. Llama a Lady Janet, llama a Mr. Gray y Mr. Holmcroft, llama al servicio. Arrodíllate y declara delante de todos que eres una impostora. Entonces te creeré, pero no antes.
—¡No haga que me vuelva contra usted! —suplicó Mercy.
—¿Y qué me importa que estés o no contra mí?
—Por favor, se lo digo ¡por su bien, no me siga provocando!
—¿Por mi bien? ¡Insolente! ¿Me estás amenazando?
Hizo un último y desesperado esfuerzo; el corazón le latía cada vez más deprisa, y sus mejillas le ardían. Pero Mercy seguía manteniendo el control de sí misma.
—¡Tenga compasión de mí! —rogó—. Aunque me haya comportado mal, soy una mujer como usted. No puedo enfrentarme a la vergüenza de reconocer lo que he hecho ante toda la casa. Lady Janet me trata como a una hija; Mr. Holmcroft es mi prometido y pronto nos íbamos a casar. No puedo decirles a Lady Janet y a Mr. Holmcroft, frente a frente, que he abusado de su cariño. Pero se enterarán de todo. Tengo la oportunidad de explicarle toda la verdad a Mr. Julian Gray y voy a aprovecharla.
Grace empezó a reír a carcajadas.
—¡Ajá! —exclamó, con una cínica manifestación de regocijo—. ¡Por fin salió!
—¡Cuidado! —dijo Mercy—. ¡Cuidado!
—Con que Mr. Julian Gray… Yo estaba detrás de la puerta de la sala del billar. Vi como engatusabas a Mr. Julian Gray para que entrara. ¡Esa confesión deja de ser horrible y se convierte en lujuria si es con Mr. Julian Gray!
—¡Basta ya, Miss Roseberry! ¡Basta ya! ¡Por el amor de Dios, no me saque de mis casillas! Ya me ha torturado bastante.
—De algo te ha servido estar en la calle. Eres una mujer con recursos. Sabes guardarte un as en la manga. Si te falla Mr. Holmcroft, tienes a Mr. Julian Gray. ¡Bah! Me repugnas. Yo me encargaré de abrirle los ojos a Mr. Holmcroft; ya verá con qué mujer se habría casado de no ser por mí…
Grace calló; dejó suspendido en el aire el refinado insulto que iba a seguir.
La mujer a quien había ultrajado había avanzado hacia ella. Los ojos de Grace, que miraban desprevenidos hacia arriba, alcanzaron a vislumbrar el rostro de Mercy Merrick, blanco de ira, de esa ira terrible que enciende el corazón, inclinándose amenazadoramente sobre ella.
—¿Qué va a abrirle los ojos a Mr. Holmcroft? —repitió Mercy lentamente—. ¿Qué ya verá con qué mujer se habría casado de no ser por usted?
Hizo una pausa y prosiguió con una pregunta que hizo que Grace Roseberry se estremeciera de pies a cabeza.
—¿Y tú quién eres?
La cólera contenida en la mirada y en el tono con que formuló esta pregunta indicaba, como ningún acto violento hubiera sido capaz de manifestar con mayor claridad, que la paciencia de Mercy se había agotado. Ausente el ángel de la guarda, el genio del mal había hecho su trabajo. La bondad que Julian Gray había hecho emerger en ella se había vuelto a desmoronar, inyectada con el vil veneno de la lengua despiadada de Grace. Si Mercy quería, tenía a su alcance un medio fácil y terrible de vengarse de los ultrajes recibidos. Empujada por su indignación, no dudó ni un instante en aferrarse a él.
—¿Y tú quién eres? —preguntó por segunda vez.
Grace se levantó e intentó hablar. Mercy se lo impidió con un gesto despectivo con la mano.
—Creo recordar —continuó con la misma brutal ira contenida— que eres la loca del hospital alemán que estuvo aquí hace una semana. Esta vez no te tengo miedo. Siéntate y cálmate, Mercy Merrick.
Deliberadamente pronunció aquel nombre mirándola cara a cara. Mercy le dio la espalda y se sentó en la silla que Grace le había prohibido ocupar al principio de la conversación.
Grace se levantó de un salto.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Significa —contestó Mercy con desdén— que retiro todo lo que acababa de decir. Significa que he decidido mantener mi lugar en esta casa.
—¿Has perdido el juicio?
—Estás cerca de la campanilla. Llama. Haz lo que me ordenaste hacer. Reúne a toda la casa y pregunta quién de las dos está loca: ¿tú o yo?
—¡Mercy Merrick! ¡Te arrepentirás de esto durante todo lo que te queda de vida!
Mercy se puso de pie y fijó su mirada centelleante en la mujer que seguía desafiándola.
—Ya he tenido suficiente —dijo—. Sal de esta casa mientras puedas. Si te quedas, llamaré a Lady Janet Roy.
—¡No podrás llamarla! ¡No te atreverás a llamarla!
—Puedo y me atrevo. No tienes ni la más mínima prueba contra mí. Yo tengo los papeles; yo he tomado posesión de tu lugar; me he ganado la confianza de Lady Janet. Voy a hacerme acreedora a la opinión que tienes de mí. Me quedaré con mis vestidos y mis joyas, y con mi lugar en esta casa. No es cierto que yo haya obrado mal. Es la sociedad la que ha sido cruel conmigo; yo no le debo nada. Tengo derecho a aprovecharme si se me presenta la ocasión. No es cierto que te haya perjudicado. ¿Cómo podía saber que ibas a resucitar? ¿Acaso he mancillado tu nombre o tu persona? He honrado ambas cosas. Me he ganado el cariño y el respeto de todo el mundo. ¿Crees que Lady Janet te hubiera querido como me quiere a mí? ¡Seguro que no! Te lo digo a la cara. He ocupado tu lugar con falsedad, pero mejor que lo hubieras hecho tú, aun siendo la verdadera Grace Roseberry, y tengo la intención de mantenerlo. No renunciaré a tu nombre, ni te devolveré tu identidad. ¡Haz lo que quieras, te desafío!
Vertió aquel caudal de palabras insensatas sin dejar ocasión a que se la interrumpiera. Grace no pudo contestar hasta que Mercy se quedó sin aliento. Aprovechó entonces la oportunidad.
—¿Me desafías? —contestó con resolución—. Pues no será por mucho tiempo. He escrito a Canadá. Mis amigos responderán de mí.
—¿Y qué, si lo hacen? Tus amigos son extranjeros. Yo soy la hija adoptiva de Lady Janet. ¿Piensas que creerá a tus amigos? Es a mí a quien creerá. Si escriben, quemará sus cartas. Si vienen, les negará la entrada en esta casa. Dentro de una semana seré la esposa de Mr. Horace Holmcroft. ¿Quién me arrebatará mi lugar? ¿Quién podría perjudicarme?
—Espera un poco. Te olvidas de la directora del albergue.
—Encuéntrala, si puedes. No te di su nombre. Ni te conté dónde estaba.
—Pondré un anuncio con tu nombre y así la encontraré.
—Pon anuncios en todos los periódicos de Londres. ¿Crees que siendo tú una extraña te iba a dar el nombre que usaba en el albergue? El que te di es el que asumí cuando salí de Inglaterra. La directora no conoce a nadie que se llame Mercy Merrick. Ni tampoco Mr. Holmcroft. Me vio en la casa, en Francia, cuando tú ya estabas sobre la cama, sin sentido. Yo llevaba encima la capa gris; nadie me vio con el uniforme de enfermera. Se han hecho averiguaciones sobre mí en el Continente, pero he sabido por la persona que las llevó a cabo que no han dado resultado. Estoy segura en tu puesto; la gente me conoce por tu nombre. Yo soy Grace Roseberry, y tú eres Mercy Merrick. ¡Desmiéntelo, si puedes!
Resumiendo su invulnerabilidad con esas últimas palabras, Mercy señaló significativamente hacia la puerta del salón del billar.
—Has dicho que estabas ahí escondida —dijo—. Entonces, conocerás la salida. Sal de esta habitación.
—¡No retrocederé ni un paso!
Mercy se acercó a la mesita en que estaba la campanilla y llamó.
En ese mismo instante se abrió la puerta del salón del billar. Apareció Julian Gray, de vuelta de una búsqueda sin éxito por los jardines.
No había cruzado por completo el umbral de la puerta cuando se abrió la de la biblioteca y entró un criado. El sirviente se apartó respetuosamente y dejó pasar a Lady Janet Roy, seguida de Horace Holmcroft, quien llevaba el regalo de boda de su madre para Mercy en la mano.