CAPÍTULO IV
LA TENTACIÓN
Lo primero que atrajo la atención de Mercy fueron unas cartas atadas con una cinta. Con el tiempo, la tinta de las direcciones se había decolorado. Las cartas, dirigidas alternativamente al Coronel Roseberry y a la Distinguida Mrs. Roseberry, constituían la correspondencia mantenida entre marido y esposa en la época en que las tareas militares del coronel le habían obligado a ausentarse del hogar. Mercy las guardó y siguió examinando los papeles que tenía entre sus manos.
Algunas hojas, prendidas con un alfiler, estaban encabezadas, en letra femenina, con el título: «Mi diario de Roma». Un breve examen indicaba que Miss Roseberry había escrito aquellas líneas, dedicadas en gran parte a describir los últimos días de la vida de su padre.
Después de guardar el diario y las cartas en la cartera, el único documento que quedaba sobre la mesa era otra carta. El sobre —abierto— llevaba la siguiente dirección: «Lady Janet Roy, Mablethorpe House, Kensington, Londres». Mercy extrajo el contenido del sobre. Lo primero que leyó le indicó que se trataba de la carta de recomendación del Coronel, en la que presentaba su hija a su protectora que la esperaba en Inglaterra.
Mercy siguió leyendo. Su autor la consideraba el último esfuerzo de un hombre moribundo. El coronel Roseberry hablaba con ternura de las cualidades de su hija, y lamentaba la negligencia con que había cuidado su educación, atribuyéndola a la pérdida de su fortuna, razón por la cual se vio obligado a emigrar a Canadá. Le seguían fervientes expresiones de gratitud dirigidas a Lady Janet. «Le debo a usted», terminaba la carta, «que pueda morir en paz, tranquilo por el futuro de mi querida niña. Le entrego a su generosa protección el único tesoro que dejo en la tierra. En el transcurso de su larga vida usted ha utilizado noblemente su alto rango y su gran fortuna para hacer el bien. Estoy convencido de que no podrá contarse entre las menores de sus virtudes que haya dado consuelo a las últimas horas de un soldado abriéndole su propio corazón y su hogar a su hija desamparada».
Así terminaba la carta. Mercy la apartó con el corazón afligido. ¡Qué oportunidad había perdido la pobre Grace! Le esperaba una dama de rango y fortuna —una mujer compasiva y generosa, capaz de aliviar la agonía del padre en su lecho de muerte— y la hija yacía ahí, ¡fuera del alcance de la bondad de Lady Janet, sin necesitar ya su ayuda!
El capitán francés había dejado todos los utensilios de escribir sobre la mesa. Mercy le dio la vuelta a la carta para redactar la trágica nueva de la muerte de Miss Roseberry al final de la página en blanco. Meditaba sobre cómo expresar sus sentimientos, cuando llegaron a sus oídos voces quejumbrosas desde la habitación contigua. Los heridos abandonados pedían ayuda; aquellos desamparados soldados estaban al final de sus fuerzas.
Entró en la cocina. Gritos de alegría le dieron la bienvenida; su simple presencia conmovió a los hombres. Recorrió los camastros, consolando a los heridos con palabras de esperanza, con manos hábiles y tiernas que suavizaban su dolor. Ellos le besaban la orilla del vestido negro y la llamaban ángel de la guarda al pasar entre ellos e inclinar sobre su dura almohada su gentil y compasivo rostro.
—Estaré con vosotros cuando llegue el enemigo —les dijo, antes de volver para escribir su carta—. Ánimo, mis pobres compañeros. Vuestra enfermera no os abandonará.
—¡Ánimo, señora! —contestaron los heridos—, ¡y que Dios la bendiga!
Si en ese momento hubiesen comenzado de nuevo los disparos, si una granada hubiera producido su muerte cuando estaba socorriendo a los afligidos, ¿qué alma cristiana habría dudado en declarar que esta mujer merecía un sitio en el cielo? Pero si la guerra acababa y ella quedaba con vida, ¿qué lugar tendría en el mundo? ¿Qué futuro le esperaría? ¿Dónde tendría su hogar?
Volvió a la carta. Sin embargo, en vez de sentarse a escribir, se quedó de pie junto a la mesa, mirando ausente el pedazo de papel.
Al entrar en la habitación se le había ocurrido un extraño pensamiento; incluso no pudo evitar una sonrisa a causa de lo que era un disparate. ¿Y si le preguntara a Lady Janet Roy si podía sustituir a Miss Roseberry? Había conocido a Grace Roseberry en circunstancias extremas, y había hecho por ella todo lo que una mujer podía hacer para ayudar a otra. Si Lady Janet no tenía otra lectora y dama de compañía en perspectiva, no habría nada que objetar. Supongamos que intentara presentarse para el puesto, ¿qué haría la noble y misericordiosa señora? Le contestaría diciéndole: «Mándeme recomendaciones que hablen de su carácter y veré lo que puedo hacer». ¡Carácter! ¡Recomendaciones! Mercy rio con amargura y se sentó a escribir el mínimo imprescindible: una clara exposición de los hechos.
¡Pero no! Le fue imposible escribir una sola línea. No podía quitarse aquella idea de la cabeza, aunque lo intentara. Su mente se había dado a la perversa ocupación de imaginar la belleza de Mablethorpe House; el bienestar y la elegancia de la vida que allí se llevaba. Pensó una vez más en la oportunidad que Miss Roseberry había perdido. ¡Pobre desdichada! El porvenir que hubiera tenido si la granada hubiese estallado frente a la ventana en lugar de hacerlo en la parte del patio.
Mercy apartó la carta y paseó con impaciencia arriba y abajo de la habitación. Era incapaz de ordenar sus pensamientos. Su mente había abandonado las reflexiones inútiles para ocuparse con otras distintas. Esta vez intentaba pensar cuál sería su propio futuro. ¿Cuáles eran sus perspectivas, si sobrevivía, al terminar la guerra? Las experiencias por las que había pasado iluminaron con despiadada fidelidad la triste imagen que la asaltaba. Fuese donde fuese, hiciese lo que hiciese, la historia siempre acabaría igual. Su belleza provocaba curiosidad y admiración; se hacían preguntas sobre ella, su historia pasada se descubría. La Sociedad la compadecía; la Sociedad la apoyaba con generosidad; y aun así, a pesar de los años, siempre la misma canción: la sombra de su antigua deshonra la envolvía como un hedor, aislándola entre otras mujeres; estigmatizándola, incluso después de haber ganado el perdón a los ojos de Dios, con la marca de una deshonra indeleble a los ojos de los hombres: ¡ese iba a ser su futuro! No había cumplido más que veinticinco años; estaba en la flor de su vida; en circunstancias normales, ¡todavía podía vivir otros cincuenta años!
Se detuvo junto a la cama y volvió a mirar el rostro del cadáver.
¿Por qué motivo la granada alcanzó a la mujer que tenía una esperanza y dejó ilesa a la que no tenía ninguna? Al pensar esto volvieron a su memoria las palabras que le había dicho a Grace Roseberry. «Si yo tuviera sus posibilidades. Si tuviera su reputación y sus perspectivas». ¡Y ahí había una ocasión perdida! ¡Ahí quedaban unas perspectivas envidiables desaprovechadas! Contemplar aquel resultado era para volverse loca, sintiendo su propia situación como ella la sentía. En un arrebato de sarcasmo desesperado, se inclinó sobre la figura sin vida y le habló como si esta pudiera escucharle.
—¡Ay! —dijo con anhelo—, si en este instante tú pudieras ser Mercy Merrick y yo Grace Roseberry…
Al instante, Mercy dio un respingo. Estaba erguida junto a la cama, su mirada rabiosa perdida en el vacío, la mente enardecida y el corazón latiéndole como si fuera a ahogarse. «Si en este instante tú pudieras ser Mercy Merrick y yo Grace Roseberry…». En un abrir y cerrar de ojos, este pensamiento cruzó de nuevo por su mente. En un abrir y cerrar de ojos, una convicción la paralizó como lo hubiera hecho una descarga eléctrica. ¡Ella podía ser Grace Roseberry si quería! ¡Nada le impedía presentarse ante Lady Janet Roy con el nombre de Grace, ocupando su lugar!
¿Qué riesgo había? ¿Dónde estaban los puntos flacos de semejante plan? Grace le había comentado varias veces que ella y Lady Janet no se conocían. Sus amistades estaban en Canadá; sus parientes ingleses habían fallecido. Mercy podía hablar del lugar en el que había vivido —Port Logan— porque había estado allí. Le bastaba con leer el diario manuscrito para poder responder cualquier pregunta relacionada con la visita a Roma y la muerte del coronel Roseberry. No tendría que representar a una mujer muy cultivada: la propia Grace le había hablado de su educación descuidada, y la carta de su padre también era bastante clara en este punto. Todo, literalmente todo, estaba a favor de ella, una mujer sin honor. La gente de la ambulancia que la conocía se había ido y no volvería nunca más. Miss Roseberry llevaba puesta la ropa de Mercy, con su nombre bordado. La vestimenta de Miss Roseberry, con sus iniciales, se estaba secando en la habitación contigua, a su entera disposición. Llegaba por fin la posibilidad de escapar a la eterna humillación que había sido su vida. ¡Qué gran perspectiva! ¡Una nueva identidad que podría llevar a cualquier lugar! ¡Un nombre por encima de todo reproche! Un pasado nuevo, en el que todo el mundo podría hurgar y ser bienvenido. Se le subieron los colores; le brillaban los ojos; jamás su belleza había sido tan irresistible como en el momento de advertir que se abría un futuro nuevo ante ella, radiante ante una esperanza renovada.
Esperó un minuto hasta que pudo pensar en su osado proyecto desde otro punto de vista. ¿Qué había de malo en ello? ¿Qué le decía su conciencia?
En primer lugar, Grace. ¿Qué daño le podía causar a una mujer muerta? La respuesta venía por sí sola: ninguno. Tampoco le haría ningún daño a sus parientes. Ellos también habían muerto.
En segundo lugar, Lady Janet. Si servía con devoción a su nueva señora; si hacía su trabajo con honradez; si aceptaba con diligencia sus órdenes y mostraba gratitud por su amabilidad; si, en una palabra, hiciera todo lo que estaba dispuesta a hacer en la bendita paz y seguridad de aquella nueva vida ¿qué daño le causaría a Lady Janet? De nuevo, la respuesta era obvia. Posiblemente le daría motivos a Lady Janet para que bendijera el día en que había entrado por vez primera en su casa.
Tomó la carta del coronel Roseberry y la metió en la cartera con los otros documentos. Se le había presentado la oportunidad; la suerte estaba a su favor; su conciencia no se oponía ante tan osado proyecto. Y decidió, allí y en ese momento: «¡Lo haré!».
Sin embargo, al meterse la cartera en el bolsillo había algo que chocaba con su lado bueno; algo que ofendía lo mejor de sus sentimientos. Se había decidido, pero seguía intranquila. No estaba segura de habérselo planteado a su propia conciencia como era debido. ¿Y si pusiera otra vez la cartera sobre la mesa y esperara a estar más tranquila para exponer seriamente el plan a su sentido del bien y del mal?
Empezó a dudar. Antes de poder volver a planteárselo, el ruido lejano pero nítido de multitud de pasos y el distante golpeteo de los cascos de los caballos le llegaron como un soplo de aire nocturno. ¡El ejército alemán entraba en el pueblo! En pocos minutos estarían en la casa; le obligarían a justificar su presencia. No tenía tiempo para pensar. ¿Qué debía elegir? ¿Una nueva vida como Grace Roseberry, o su vieja vida como Mercy Merrick?
Lanzó por última vez una mirada a la cama. El ciclo de Grace había acabado; el futuro de Grace estaba a su disposición. Su carácter resuelto la ayudó a decidirse de inmediato por la alternativa más audaz. Resolvió ocupar el lugar de Grace.
Pesadamente, los alemanes seguían avanzando. Estaban más y más cerca. Las voces de los oficiales dando órdenes ya eran audibles.
Se sentó junto a la mesa, esperando paciente lo que pudiera pasar.
Su instinto femenino le hizo dirigir una mirada a su vestido antes de que aparecieran los alemanes. Repasándolo se dio cuenta de la cruz roja del hombro izquierdo. Pensó que el uniforme de enfermera podría acarrearle un riesgo innecesario. La relacionaba con un empleo público, y podría dar lugar a una investigación posterior que podría llegar a descubrirla.
Miró a su alrededor. La capa gris que le había prestado a Grace llamó su atención. La cogió y se cubrió con ella de pies a cabeza.
Apenas se había envuelto en ella cuando oyó abrir la puerta de la calle y hablar en un idioma extranjero. Escuchó el ruido de las armas cuando, en la habitación contigua, los soldados se pusieron en posición de descanso. ¿Debía esperar a que la descubrieran o presentarse por su propia voluntad? Su carácter era más dado a adelantarse que a esperar. Avanzó hacia la cocina. Cuando iba a alargar la mano para apartar la cortina, de repente, delante de ella, en la entrada, aparecieron tres hombres.