CAPÍTULO XIII

ENTRA JULIAN GRAY

Ha pasado una semana. La escena da comienzo en el comedor de Mablethorpe House.

La mesa, servida para el almuerzo, ofrece un apetitoso surtido de variados manjares. Pero, en esta ocasión, Lady Janet está sola. Su atención se divide entre la lectura de un periódico y dar de comer a su gato. El felino, de buen aspecto, es un animal orgulloso y pulcro. Se revuelca voluptuosamente en la mullida alfombra. Se acerca a su dueña contorneándose con coquetería. Olisquea dubitativo las exquisiteces que ella le ofrece. La melodía monótona de su ronroneo tranquiliza a Lady Janet. Abandona el artículo hacia la mitad y contempla con preocupación al feliz animal. «¡Palabra de honor!», exclama Lady Janet, ironizando sobre sus problemas, «¡cuánto me gustaría, Tom, estar en tu pellejo!».

El gato se sobresalta; no por los cumplidos de su señora, sino por el sonido de unos nudillos en la puerta. Lady Janet, distraída, dice «adelante»; alza la vista con indiferencia para ver quién es, y da un respingo, como el gato, al ver quién abre y cierra la puerta: ¡Julian Gray!

—¿Eres tú o tu espíritu? —exclamó.

Advirtió enseguida que estaba más pálido que de costumbre, y —en contra de lo que solía ser su carácter— parecía abatido y preocupado. Julian se sentó a su lado y besó la mano de su tía. Pero —por vez primera— se negó a probar los suculentos manjares dispuestos en la mesa y no le hizo ningún caso al gato. El animalito, decepcionado, buscó amparo en el regazo de Lady Janet. Ella, con los ojos expectantes puestos en su sobrino, determinada a «intercambiar impresiones» cuanto antes, esperaba a que él iniciara su relato. Julian no tuvo más remedio que romper el silencio y empezar su narración como mejor pudo.

—Llegué anoche del Continente —empezó—. He venido a informarla, como prometí. ¿Cómo se encuentra? ¿Cómo está Miss Roseberry?

Lady Janet puso el índice en la pelerina de encaje que adornaba la parte superior de su vestido.

—Esta anciana está bien —respondió, y apuntó a la habitación que quedaba encima del comedor—, pero la joven está enferma. ¿Y tú cómo estás, Julian?

—Un poco cansado después del viaje. Pero no se preocupe por mí. ¿Todavía no se ha recuperado Miss Roseberry del susto?

—Aún no. No te perdono que trajeras a esa loca impostora a mi casa.

—Querida tía, yo no tenía ni la menor idea de que aquí viviera una persona llamada Grace Roseberry. Nadie lamenta más que yo lo ocurrido. ¿Qué dice el médico?

—Me aconsejó que cambiara de aires, y hace una semana nos fuimos a la costa.

—¿Y le ha sentado bien el cambio?

—En absoluto. Incluso me parece que está peor. A veces se sienta horas y horas, pálida como la muerte, mirando al vacío y sin decir palabra. Otras veces parece que está mejor y que quiere hablar, pero entonces, de repente, ¡Dios sabe por qué!, se paraliza, como si estuviera atenazada por el miedo. Esto aún se puede soportar, pero lo que me parte el corazón es que ya no confía en mí ni me quiere como antes. Si no supiera que el cariño no desaparece de un día para otro, pensaría que sospecha que he tomado partido por esa loca. En definitiva, y en confianza, me temo que jamás se recuperará de este incidente. Algo anda mal, y aunque hago todo lo posible por descubrirlo, no consigo dar con el problema.

—¿Y no puede hacer algo el médico?

Los ojos negros de Lady Janet se adelantaron a lo que iba a decir con una mirada llena de supremo desprecio.

—¡El médico! —dijo con desdén—. Anoche regresamos, y esta mañana, desesperada, he mandado llamar al médico. Dicen que es muy bueno y que gana diez mil libras al año, pero sobre lo que le pasa a ella no sabe más que yo. El gran galeno me ha cobrado dos guineas y se ha marchado. Una ha sido por recomendarme que hiciera todo lo posible para que la paciente no se alterara; y la otra, por aconsejarme que le dé tiempo al tiempo. ¿Te imaginas lo que puede llegar a prosperar a ese paso? Querido Julian, ya no queda gente decente. Hoy día, la medicina sigue en pie gracias a enfermedades incurables: la enfermedad masculina y la enfermedad femenina. La femenina es la depresión nerviosa; la masculina, el ataque de gota. Remedios: una guinea si tú vas al médico; dos guineas si el médico viene a ti. Con el dinero que le llevo dado a ese hombre —gritó indignada— ¡me hubiera podido comprar una pamela! Pero será mejor cambiar de tema. Me estoy poniendo de mal humor. Además, quiero saber por qué te marchaste al extranjero.

Julian no esperaba una pregunta tan directa y se sobresaltó.

—Le escribí una carta explicándole mi partida. ¿No la recibió?

—La recibí. Era una carta muy larga, pero no decía nada sobre la única cosa que me interesaba saber.

—¿Qué es eso que le interesa saber?

Lady Janet aludió con sutileza a la existencia de una segunda intención en el viaje de Julian, desconocida hasta ahora para ella.

—Quiero saber —empezó— por qué te has tomado personalmente la molestia de viajar al Continente. Sabes cómo localizar a mi correo. Tú mismo has dicho que se trata de una persona inteligente y digna de confianza. Dime, honradamente, ¿no podrías haberlo enviado en tu lugar?

—Sí, quizás podría haberlo hecho —admitió Julian de mala gana.

—¿Y por qué no lo hiciste? Además, tenías un compromiso conmigo: ibas a quedarte unos días en Mablethorpe House. Con el corazón en la mano: ¿Por qué te fuiste?

Julian dudó. Lady Janet aguardaba su respuesta, con el aspecto de una persona dispuesta a esperar, si fuese necesario, durante toda la tarde.

—Tenía una razón para ello —dijo finalmente Julian.

—¿Sí? —contestó Lady Janet, dispuesta a esperar, si era necesario, hasta la mañana siguiente.

—Una razón —acabó Julian— que preferiría no mencionar.

—¡Ah! —dijo Lady Janet—. Conque otro misterio, ¿eh? Y otra mujer oculta tras él, ¿no es así? Gracias, ya es suficiente. No es de extrañar que, siendo un pastor, te sientas un poco confundido. Bueno, cambiemos de tema. Ya que has vuelto, ¿te quedarás?

Una vez más, el célebre predicador se encontró en la increíble situación de no saber qué decir. Una vez más Lady Janet parecía dispuesta a esperar hasta mediados de la semana siguiente. Julian se refugió en una frase convencional, uno de los tópicos más usados por los hombres a través de la historia.

—Le agradezco su invitación, pero le ruego que me disculpe —dijo.

Los dedos enjoyados de Lady Janet que se entretenían acariciando al gato mecánicamente en su regazo empezaron a hacerlo a contrapelo. La inagotable paciencia de Lady Janet daba muestras de querer abandonarla.

—¡Muy educado! —dijo—. Dilo aún más educadamente: Mr. Julian Gray le envía un saludo y lamenta que un compromiso anterior… ¡Julian! —exclamó la anciana, apartando al gato, echando por la borda su intención de mantenerse calmada—. Julian, no intentes jugar conmigo. Solo encuentro una explicación a tu conducta: estás evitando quedarte en mi casa. ¿Hay alguien que no te gusta en ella? ¿Tienes algo contra mí?

Julian dio a entender que la última observación de su tía era absurda. El gato, ofendido, arqueó el lomo, movió la cola, se acercó a la chimenea y le hizo los honores a la alfombra echándose sobre ella.

Lady Janet insistió.

—¿Tiene algo que ver con Miss Roseberry? —preguntó.

Julian tuvo un momento de debilidad. Tenía que decidirse. Levantó la voz.

—¿Insiste en saberlo? —dijo—. Pues sí, es por Miss Roseberry.

—¿No te cae bien? —gritó Lady Janet, en un estallido provocado por la ira y la sorpresa.

Julian también reventó.

—Si la sigo viendo —contestó, sonrojándose—, seré el hombre más desdichado del mundo. Si la sigo viendo estaré traicionando a mi viejo amigo, su prometido. Por favor, manténganos apartados. Si realmente quiere lo mejor para mí, procure que no se crucen nuestros caminos.

Lady Janet, atónita, expresó su sorpresa levantando las manos. Y en su afán por saber pronunció las siguientes palabras:

—¿No te habrás enamorado de Grace?

Julian se levantó inquieto de un salto, molestando al gato. Finalmente, el felino salió de la habitación.

—No sé qué decir —dijo—. Ni yo mismo lo puedo creer. Ninguna otra mujer ha sabido penetrar en mi corazón como esta joven. Con la esperanza de olvidarla, decidí no quedarme en su casa. Aproveché la oportunidad de irme al extranjero. Todo en vano. Pienso en ella en cada instante del día. Forma ya parte de mí. Mi vida sin ella no tiene sentido. En este momento, la veo, la oigo, como si estuviera delante de mí. Parece que me ha abandonado mi fuerza de voluntad. Esta mañana me dije: «Le escribiré a mi tía que no volveré a Mablethorpe House». Pues aquí me tiene, con el pretexto, para apaciguar mi conciencia, de que le debo una explicación. Eso es lo que me decía esta mañana por el camino; pero deseaba vivamente que ella apareciera en el salón cuando yo estuviera en él. Ahora mismo lo estoy deseando. Es la prometida de Horace Holmcroft, mi más viejo amigo, mi mejor amigo. ¿Soy un sinvergüenza o un pobre idiota? Quién sabe. Por favor, tía, no se lo diga a nadie. Estoy avergonzado; pensaba que estaba hecho de otra madera. No se lo diga a Horace. Esto debo superarlo yo solo. Déjeme marchar.

Cogió su sombrero. Lady Janet, levantándose con la agilidad de una joven, cruzó la habitación y lo detuvo en la puerta.

—No —respondió la anciana resueltamente—. Tú no te vas a ninguna parte. Te quedas aquí.

Al decir esto, ella notó el color rojizo de las mejillas de Julian; la chispa luminosa que hacía brillar sus ojos. Le pareció que nunca había estado tan guapo. Lo cogió del brazo y lo condujo a la silla que acababa de abandonar. No estaba bien, pensaba ella, que viera a Mercy, en estas circunstancias, con otros ojos que no fueran los de un hermano o un amigo. Pero para un clérigo, esto era todavía peor; era doble pecado. Pero, con el respeto debido a Horace, no se podía culpar a Julian. Es más: se daba cuenta de que ahora, desde hacía dos minutos, ella le tenía más cariño. ¿Quién se atrevía a negar que su hija adoptiva era una mujer encantadora? ¿Quién reprocharía que un hombre de gustos refinados la admirara? Así que Lady Janet era de la opinión de que su sobrino no tenía la culpa de nada; más bien era digno de compasión. ¿Qué mujer, tuviera siete o setenta años, no hubiese llegado a la misma conclusión? Haga lo que haga un hombre —lo que él quiera, desde un desaire hasta un crimen—, mientras haya una mujer implicada siempre merecerá perdón y amparo a ojos de las mujeres.

—Siéntate —dijo Lady Janet, sonriendo a su pesar—, y no vuelvas a decir esas cosas horribles. Un hombre, Julian, y sobre todo un hombre famoso como tú, debe saber controlarse.

Julian rio con amargura.

—Dígale a mi control que baje —dijo—. Ella lo tiene en su poder. Me marcho.

Se levantó de la silla. Pero Lady Janet le obligó a sentarse de nuevo.

—Insisto en que te quedes —dijo—, aunque sea solo un rato. Quiero hablar contigo.

—¿Tiene algo que ver con Miss Roseberry?

—Se trata de esa loca que la tiene asustada. ¿Satisfecho?

Julian inclinó la cabeza afirmativamente y se acomodó en la silla.

—No me gusta confesarlo —prosiguió Lady Janet—. Pero quiero que entiendas que esto es importante. Julian, esa miserable no solo tiene aterrorizada a Grace, también me atemoriza a mí.

—¿Es que le da miedo? Pero si la pobre es inofensiva.

—¿Pobre? —repitió Lady Janet—. ¿Has dicho pobre?

—Sí.

—¿Es posible que la compadezcas?

—Con todo mi corazón.

Aquella respuesta volvió a desencadenar el mal genio de la anciana.

—Odio a los hombres que no saben odiar —estalló—. Si hubieras vivido en la antigua Roma, Julian, temo que incluso te habrías apiadado de Nerón.

Julian aprobó con cordialidad.

—Seguramente —corroboró con tranquilidad—. Todos los pecadores, querida tía, unos más, otros menos, no son sino seres desgraciados. Nerón tuvo que haber sido uno de los más desgraciados de la humanidad.

—¡Desgraciado! —exclamó Lady Janet—. ¿Nerón desgraciado? ¿Un ladrón, un incendiario, un asesino que cometía sus crímenes tañendo su lira? Esto es el colmo. Si la filantropía moderna empieza a tener piedad de Nerón, ¿a dónde iremos a parar? El siguiente paso sería afirmar que María Tudor, la Sangrienta, fue tan solo una gatita juguetona; y así podemos perdonar también las extravagancias del pobre Enrique VIII porque hizo lo que hizo debido a los usos de la época. ¡Oh, cómo odio la gazmoñería! ¿De qué estábamos hablando? Cambias continuamente de tema, Julian; eres ingenioso para eso. He olvidado lo que iba a decir. Pero aunque sea vieja, aún no he empezado a chochear. Ya me acordaré. ¿Qué miras? ¿Hoy no te vas de la lengua? Me parece alarmante que precisamente tú no tengas nada que decir.

Gracias a su excelente humor y a que conocía a la perfección el carácter y la forma de actuar de su tía, Julian pudo aguantar aquel vendaval de palabras. Se las ingenió para llevar a Lady Janet, sin que ella lo advirtiera, sutilmente, al asunto olvidado, haciendo referencia a la historia que hasta ahora no había contado, es decir, a la narración de sus aventuras por el Continente.

—Pues tengo mucho que contar, querida tía. Aún no le he dicho nada de mis aventuras en el extranjero.

Lady Janet picó el anzuelo.

—Ya sabía yo que se nos olvidaba algo —dijo ella—. Llevas no sé cuánto tiempo en casa y aún no me has contado nada. Empieza ahora mismo.

Con su característica paciencia, Julian empezó.