CAPÍTULO XVIII

LA BÚSQUEDA EN LOS JARDINES

Mientras Mercy casi estaba en los brazos de Julian; mientras su pecho rozaba con el suyo —ambos sin decir una sola palabra—, se abrió la puerta de la biblioteca. Lady Janet entró en la habitación. Grace Roseberry, acechando desde el invernadero, vio abrirse la puerta y reconoció a la señora de Mablethorpe House. Con sigilo, retrocedió y buscó un albergue más seguro, fuera del alcance de los que estaban en el comedor.

Lady Janet no pasó del umbral. Paralizada, miraba con severo silencio a su sobrino y a su hija adoptiva. Mercy se sentó en una silla a su lado. Julian no se apartó. Su mente aún no había asimilado su descubrimiento; sus ojos permanecían sobre la joven con una mirada inquisitiva y aterrada. Estaba absorto, con los ojos puestos en Mercy como si todavía estuvieran solos en la habitación.

Lady Janet fue la primera en romper el silencio. Se dirigió en primer lugar a Julian.

—Tenías razón, Julian Gray —dijo, acentuando su amargura con el énfasis puesto en sus palabras y sus gestos—. Hubiera sido mejor que a la vuelta no hubieras encontrado en el comedor a nadie más que a mí. No te entretendré más. Puedes irte de mi casa.

Julian miró a su tía. Ella le señalaba la puerta. Excitado por las circunstancias, aquel gesto lo sacó de sus casillas. Contestó olvidándose de su habitual respeto para con la edad y posición social de Lady Janet.

—Olvida, por lo visto, Lady Janet, que no le está hablando a uno de sus criados —apuntó—. Tengo graves razones, que usted no conoce, para quedarme en Mablethorpe House. Tenga por seguro que no abusaré más de lo necesario de su hospitalidad.

Al decir esto, se volvió hacia Mercy y la sorprendió observándolo tímidamente. En el instante en que se cruzaron sus miradas, el tumulto de sentimientos que se agitaba en su interior se apaciguó. Apenado por ella, compasivamente apenado, crecía en él una serenidad que colmaba su corazón. Ahora, y solo ahora, podía leer en su angustiado y noble rostro cuánto debía haber sufrido. La compasión que había sentido por la mujer desconocida era diez veces menor que la que sentía por ella. La fe que honestamente había depositado en la mujer anónima se había convertido en diez veces mayor al depositarse en ella. Se dirigió a su tía con amabilidad.

—Esta señorita —explicó— tiene que decirme algo en privado. Estas son mis razones, y también mi disculpa, para no irme en el acto de esta casa.

Impresionada todavía por lo que había presenciado al entrar en la habitación, Lady Janet le lanzó una mirada entre aturdida y airada. ¿Estaba Julian haciendo caso omiso de los derechos de Horace Holmcroft en presencia de su futura esposa? Apeló su hija adoptiva.

—¡Grace! —exclamó—. ¿Lo has oído? ¿No tienes nada que decir? Recuerda que…

Lady Janet no terminó la frase. Por primera vez en el trato con su joven señorita de compañía, vio que ella no le prestaba atención. Mercy era incapaz de escuchar. Los ojos de Julian le habían revelado que por fin había comprendido.

Lady Janet se volvió hacia su sobrino y le habló con dureza, como jamás le había hablado al hijo de su hermana.

—Si es que tienes un mínimo sentido de la decencia —le reprendió—, y ya no menciono el sentido del honor, debes abandonar inmediatamente mi casa, y se ha acabado tu relación con esta señorita. Ahórrate tus explicaciones y tus disculpas; lo que acabo de ver al abrir la puerta solo puede explicarse de una manera.

—Malinterpreta usted lo que ha visto —respondió Julian con serenidad.

—¿Quizá malinterpreto también lo que me confesaste hace menos de una hora? —replicó Lady Janet.

Alarmado, Julian miró a Mercy.

—¡No hable de ello! —susurró—. Ella podría oírla.

—¿Significa eso que no sabe que estás enamorado de ella?

—Gracias a Dios, no tiene la menor sospecha.

No hubo dudas al respecto de la honestidad de esta respuesta. Demostraba su inocencia como ninguna otra cosa podía hacerlo. Lady Janet retrocedió un paso, desconcertada, sin saber muy bien qué hacer o qué decir.

El silencio que siguió fue interrumpido por un discreto golpe en la puerta de la biblioteca. Un sirviente —cuyo rostro reflejaba que traía buenas y malas noticias— entró en la habitación.

Lady Janet, muy susceptible debido a la tensión del momento, consideró la irrupción como una ofensa por parte del inofensivo criado.

—¿Quién te ha llamado? —preguntó con aspereza—. ¿Por qué nos interrumpes?

El sirviente se disculpó con recelo.

—Dispense mi atrevimiento. Desearía hablar con Mr. Julian Gray.

—¿Qué pasa? —preguntó Julian.

El hombre miró con incomodidad a Lady Janet, dudó un momento, y miró a la puerta deseando no haber entrado.

—Apenas me atrevo, señor, delante de Miss Roseberry —contestó él.

Lady Janet de inmediato adivinó el porqué de la vacilación del sirviente.

—¡Sé lo que sucede! —dijo—. Esa mujer abominable está otra vez aquí, ¿verdad?

Los ojos del criado buscaron el apoyo de Julian.

—¿Sí o no? —gritó Lady Janet imperativamente.

—Sí, señora.

Julian asumió en el acto la obligación de hacer las debidas preguntas.

—¿Dónde está? —empezó.

—Por la finca, suponemos, señor.

—¿Tú la has visto?

—No, señor.

—¿Quién la ha visto?

—La esposa del guarda.

Esto se ponía serio. La mujer del guarda estaba presente cuando Julian le dio las instrucciones a su marido. Ella no se equivocaría de persona.

—¿Cuándo? —siguió Julian preguntando.

—No hace mucho, señor.

—Más concreto, por favor. ¿Cuánto tiempo?

—No lo sé, señor.

—¿Ha hablado la esposa del guarda con ella?

—No señor, no le dio tiempo, según tengo entendido. Recuerde que ella es muy astuta. Al ser descubierta salió corriendo, y se le escapó.

—¿En qué parte de los jardines?

El sirviente hizo un gesto en dirección del vestíbulo.

—Por ahí, señor. O bien por el jardín Holandés o por la zona de los arbustos. No estoy seguro.

Era evidente que la información era demasiado imprecisa como para ser útil. Julian preguntó si la mujer del guarda estaba en la casa.

—No, señor. Su marido ha salido a proseguir la búsqueda en su lugar por los jardines, mientras ella guarda la verja. Enviaron a su hijo con el mensaje. Por lo que dice el chiquillo, ellos le agradecerían que les echara una mano, señor.

Julian reflexionó un momento.

Era muy probable, por lo que le contaba, que la intrusa hubiera estado deambulando por la casa; que escuchara, por ejemplo, desde el salón del billar, que saliera corriendo cuando él se dispuso a abrir la puerta, y que ahora estuviera por ahí, como había dicho el criado, por los jardines, después de esquivar a la mujer del guarda.

El asunto era grave. Cualquier error podría tener nefastas consecuencias. Si Julian realmente había adivinado el secreto que Mercy había estado a punto de revelarle, la mujer que intentaba introducirse en la casa no era otra que la verdadera Grace Roseberry.

Asumiendo este hecho como cierto, era de vital importancia que él pudiera hablar a solas con Grace, antes de que ella empezara de nuevo a exigir sus derechos a gritos, y antes de que lograra hablar con la hija adoptiva de Lady Janet. La dueña de la pensión ya le había avisado de que el motivo por el cual había entrado a hurtadillas en Mablethorpe House era para ver si pillaba a solas a «Miss Roseberry», es decir, sin la compañía de Lady Janet o el amparo de los caballeros. «Déjeme hablar con ella —había dicho—, y lograré que confiese que es una impostora». Tal como estaba ahora el asunto, era imposible prever las consecuencias de un encuentro entre estas dos mujeres. Todo dependía de la destreza de Julian para manejar con tacto a una mujer exasperada; pero nadie, en este momento, conocía su paradero.

En ese momento, tal como Julian lo veía, no parecía haber otra alternativa que empezar sus pesquisas en la casa del guarda, y partiendo de allí dirigir personalmente la búsqueda.

Al llegar a esta conclusión, miró hacia la silla que ocupaba Mercy. Debía sacrificar cruelmente sus ansias y sus deseos dejando para más tarde la continuación de la conversación, suspendida en un momento clave cuando fueron interrumpidos por la aparición de Lady Janet.

Mercy se había levantado cuando él estaba interrogando al criado. No había puesto mucha atención en la discusión entre Julian y su tía, pero, sin embargo, sí se había interesado por las respuestas incompletas del sirviente. Su cara revelaba que había estado escuchando con el mismo interés que Lady Janet, con la notable diferencia de que Lady Janet parecía asustada, y la señorita de compañía no mostraba ningún signo de preocupación. Parecía tener interés, quizá algo de inquietud, pero nada más. Julian se dirigió a su tía despidiéndose.

—Tranquilícese, por favor. Tengo pocas dudas de que, en cuanto tenga más detalles, encontraremos enseguida a esta mujer. No hay motivo para sentirse incómoda. Yo mismo me ocuparé de la búsqueda. Volveré en cuanto me sea posible.

Lady Janet escuchaba distraída. Había algo en la expresión de sus ojos que le sugirió a Julian que su mente estaba maquinando algo. Al salir hacia el salón del billar, él se detuvo delante de Mercy. Hizo esfuerzos para contener la emoción que le causaba dirigirle una simple mirada. Su corazón palpitaba a gran velocidad; su voz se había hecho susurro al decirle:

—Volveremos a vernos. Le prometo que ahora, más que nunca, podrá contar con mi comprensión y mi ayuda.

Ella entendió el mensaje. Su pecho se agitaba nerviosamente, sus ojos posaron la vista en el suelo y no respondió. Al mirarla, una lágrima surgió de los ojos de Julian. Él salió apresuradamente de la habitación. Al regresar, después de cerrar la puerta del salón del billar, oyó cómo Lady Janet decía: «Tenemos que hablar, Grace; no te vayas». Interpretando estas palabras como que su tía tenía algo que hacer en la biblioteca, él cerró la puerta.

Entró en el salón de fumadores e inmediatamente oyó cómo se abría la puerta. Volvió la espalda y vio que Lady Janet le había seguido.

—¿Desea hablar conmigo? —preguntó Julian.

—Quiero que me hagas un favor —contestó Lady Janet— antes de que te vayas.

—¿Cuál?

—Tu tarjeta.

—¿Mi tarjeta?

—Me has dicho que no me preocupase —dijo la anciana—. Pues estoy preocupada. No estoy tan segura como tú de que esta mujer esté por ahí afuera. Puede estar en cualquier sitio de la casa, espiándonos, y puede aparecer cuando menos lo esperemos. Recuerda lo que me dijiste.

Julian entendió la alusión. Permaneció en silencio.

—La comisaría —continuó Lady Janet— enviará un policía experimentado y de paisano a cualquier dirección que figure en la tarjeta. Eso es lo que me dijiste. Para mayor seguridad de Grace, quiero esa tarjeta antes de que te vayas.

Julian no podía explicarle las razones que impedían ahora tomar esa medida, sobre todo teniendo en cuenta que estaban precisamente ante la emergencia para la que había sido pensada. ¿Cómo declarar que la verdadera Grace Roseberry estaba loca? ¿Cómo permitir que detuvieran a la verdadera Grace Roseberry? Por otra parte, él se había comprometido, si las circunstancias lo exigían, a proporcionarle a Lady Janet los medios legales necesarios para protegerla de cualquier molestia o acoso. Y ahora ahí estaba Lady Janet, acostumbrada a que nadie se opusiera a sus deseos, con la mano extendida esperando la tarjeta.

¿Qué debía hacer? Por el momento, la única posibilidad era someterse. Si lograba encontrar a la fugitiva podría ocuparse de que no fuera sometida a innecesarias vejaciones. Si se las ingeniaba para entrar en la casa, durante su ausencia, aún podría evitar este riesgo mandando en secreto una segunda tarjeta a la comisaría, indicándole al comisario que no interviniera hasta nuevo aviso. Julian, antes de entregarle la tarjeta a su tía, trató de alcanzar un pacto:

—Estoy seguro de que no la utilizará si no es estrictamente necesario, pero debo imponerle una condición. Prométame mantener este asunto en secreto.

—¿También con Grace? —intervino Lady Janet.

Julian asintió.

—¿Es que crees que quiero alarmarla aún más de lo que está? ¡Cómo si no me causara ya bastantes preocupaciones! ¡Claro que lo mantendré en secreto!

Más tranquilo en este aspecto, Julian salió hacía el jardín. Tan pronto como desapareció, Lady Janet cogió una pluma y escribió en la tarjeta de su sobrino, dirigiéndose al comisario de policía: «Necesitamos su presencia en Mablethorpe House». Una vez hecho esto, metió la tarjeta en el bolsillo pasado de moda de su vestido y regresó al comedor.

Grace la esperaba, de acuerdo a las órdenes recibidas. Durante algunos momentos, ninguna de las dos se atrevió a hablar. Ahora que estaba a solas con su hija adoptiva, mostraba una cierta frialdad y dureza en su comportamiento. Tenía grabada en la memoria la escena presenciada al abrir la puerta del comedor. Si bien es cierto que Julian supo convencerla de que no era lo que parecía que era, ella no se quedó satisfecha con la explicación. «Hay algún secreto entre ellos», pensaba la anciana, «y la culpa la tiene esa loca. ¡Siempre las dichosas mujeres!».

Mercy —pálida, quieta, callada y sumisa— aguardaba a que ella tomase la palabra. Lady Janet, soliviantada, se vio obligada a empezar la conversación.

—¡Hija mía! —estalló.

—Sí, Lady Janet.

—¿Cuánto tiempo vas a estar sentada aquí, callada y con la mirada clavada en la alfombra? ¿No tienes nada que decir al respecto de la situación? Has oído lo que el sirviente le ha dicho a Julian. Te vi escuchando con sumo interés. ¿No tienes miedo?

—No, Lady Janet.

—¿No estás nerviosa?

—No, Lady Janet.

—¡Ah! No creí que tuvieras tanto coraje después del susto que nos diste apenas hace una semana. Me congratulo de tu recuperación. ¿Me oyes? Me congratulo de tu recuperación.

—Gracias, Lady Janet.

—Yo no estoy tan tranquila como tú. En tiempos, ya me excitaba con facilidad, y no he perdido esa virtud. Estoy nerviosa, ¿sabes? Nerviosa.

—Lo siento, Lady Janet.

—Eres muy bondadosa. ¿Sabes lo que voy a hacer?

—No, Lady Janet.

—Reunir a la servidumbre. Cuando digo la servidumbre me refiero a los hombres. Las mujeres no valemos para nada. Me temo que no me estás prestando atención.

—Le presto toda mi atención, Lady Janet.

—Sigues siendo muy bondadosa. Decía que las mujeres no valemos para nada.

—En efecto, Lady Janet.

—Quiero poner a un hombre de guardia en la entrada de la casa. Enseguida me ocupo de esto. ¿Me acompañas?

—¿Le soy de alguna utilidad acompañándola, Lady Janet?

—En absoluto. Pero en esta casa mando yo y tú no. Y tengo otra razón para que vengas conmigo. Me preocupa tu seguridad más de lo que tú crees. No quiero dejarte sola. ¿Entiendes?

—Le estoy muy agradecida. Pero no me importa quedarme sola.

—¿Qué no te importa? ¡Pareces una heroína escapada de una novela! Imagínate que esa pobre loca entra aquí otra vez.

—Esta vez no me asustaría como antes.

—No tan rápido, mi querida joven. Dios mío, ahora se me ocurre: ¡el invernadero! Supongamos que está ahí. Julian la está buscando por los jardines. ¿Quién la va a buscar en el invernadero?

—Con su permiso, Lady Janet, yo lo haré.

¿Tú?

—Con su permiso.

—No puedo dar crédito a lo que oigo. Vivir para ver, dice un viejo refrán. Creía conocer tu carácter. ¡Esto si que es un cambio!

—Olvida, Lady Janet, si me permite decirlo, que han cambiado las circunstancias. Ella me pilló por sorpresa la primera vez, ahora, en cambio, estoy preparada.

—¿De verdad crees lo que dices?

—Sí, Lady Janet.

—Bueno, haz lo que quieras. Te diré algo, sin embargo, por si has sobrestimado tu valor. Pondré un criado vigilando en la biblioteca. Llámalo, si sucede algo. Él dará la alarma y yo sabré qué hacer. Tengo un plan —prosiguió, perfectamente consciente de la tarjeta que tenía en su bolsillo—. No me mires como si quisieras saber de qué se trata. No pienso hablar de ello con nadie, salvo cuando lo ponga en práctica. Te lo repito por última vez: ¿te quedas o vienes conmigo?

—Me quedo.

Al responder, Mercy le abrió respetuosamente la puerta de la biblioteca a Lady Janet. En toda la conversación, ella había mantenido una distancia fría y respetuosa; no había quitado los ojos del rostro de Lady Janet. Estaba convencida de que dentro de pocas horas se vería en la calle; tenía la necesidad de pesar cada palabra y distanciarse espiritualmente de la dama cuyo amor se había ganado por medio de engaños. Incapaz de comprender los verdaderos motivos que habían hecho cambiar de opinión a su joven dama de compañía, Lady Janet abandonó la habitación profundamente disgustada para reunir a la servidumbre que debía proteger la casa.

Mientras le mantenía la puerta abierta, Mercy miraba con el corazón abrumado cómo su benefactora atravesaba la habitación camino al vestíbulo. Había amado y respetado a aquella anciana bondadosa y de genio vivo. Sintió cómo la atravesaba un dolor afilado al pensar que, pronto, mencionar su nombre en aquella casa sería un insulto para Lady Janet.

Pero no había vuelta atrás posible después de su confesión. No solo estaba angustiada, sino también impaciente por la vuelta de Julian. Antes de acostarse tenía que ganarse la confianza que Julian había depositado en ella.

«¡Qué confiese la verdad! ¡Qué el temor a ser descubierta no se lo impida! Que sea justa con la mujer a la que ha perjudicado, mientras esa mujer no tenga aún la posibilidad de demostrar lo que le ha hecho. Que sacrifique todo lo que ha ganado mediante el fraude al sagrado deber de la expiación. Si es capaz de hacer esto en su contra, en perjuicio suyo, para su vergüenza, su arrepentimiento revelará su noble naturaleza; ¡entonces será una mujer digna de confianza, de respeto y de amor!». Tenía estas palabras tan presentes como si las estuviera oyendo de los labios de él. Las palabras que siguieron resonaban perfectamente en sus oídos: «Levántate, pobre corazón afligido. Alma purificada y noble, los ángeles se regocijan por ti. Recobra tu lugar entre las más nobles criaturas de Dios». ¿Había alguna mujer que le oyera decir esto a Julian Gray y pudiera vacilar en llevar a cabo un sacrificio, en perderlo todo, y así poder justificar la fe que él había depositado en ella? «¡Ay!», pensaba con anhelo, mientras sus ojos seguían a Lady Janet hasta el final de la biblioteca, «¡si se cumplieran sus peores temores! Si pudiera ver a Grace Roseberry en esta habitación, ¡qué poco miedo me daría!».

Cerró la puerta de la biblioteca cuando Lady Janet abrió la otra puerta, la que conducía al vestíbulo.

Al volver la mirada hacia el comedor, se le escapó un grito de sorpresa.

Ahí, como si el deseo que tenía en mente hubiera sido escuchado; ahí, ocupando triunfal la silla que ella acababa de dejar, estaba sentada Grace Roseberry, en siniestro silencio, esperándola.