CAPÍTULO XV
LOS REMORDIMIENTOS DE UNA MUJER
Cuando terminó de calentarse los pies, Horace se apartó de la chimenea y descubrió que estaba solo con Lady Janet.
—¿Puedo ver a Grace? —preguntó.
La familiaridad de la pregunta —como si fuese el propietario de Grace— irritó a Lady Janet. Comparó a Horace con Julian, y por vez primera aquel salió desfavorecido. Horace tenía fortuna; era un caballero, perteneciente a una familia de linaje ilustre; su carácter era intachable. ¿Pero quién tenía más inteligencia? ¿Quién más corazón? ¿Cuál de los dos era un hombre de verdad?
—No está para nadie —contestó Lady Janet—. Ni siquiera para ti.
El tono de la respuesta era cortante, y con un pellizco de ironía. Pero ¿acaso un joven moderno —dotado de salud e independencia económica— es capaz de captar con rapidez que alguien ose hablarle con ironía? Horace, con perfecta educación, no se dio por aludido.
—¿Quiere decir que Miss Roseberry está descansando? —preguntó.
—Quiero decir que Miss Roseberry está en su habitación. Quiero decir que he tratado por dos veces de convencerla para que se vistiese y bajara, y ha sido en vano… Quiero decir que creo que lo que no hace por mí, tampoco lo hará por ti…
Era difícil calcular de cuántos otros «Quiero decir» disponía Lady Janet en su fuero interno. A la tercera frase, un sonido procedente de la biblioteca se coló a través de la puerta semiabierta, y la anciana detuvo en sus labios lo que iba a decir. Horace también lo oyó: Era el susurro de un vestido de seda deslizándose sobre la alfombra de la biblioteca.
(En el intervalo de incertidumbre anterior a un acontecimiento que está a punto de suceder, ¿qué es lo que inevitablemente hace un caballero inglés que no haya alcanzado la treintena? Pues preguntar a quien tenga a mano si quiere apostar sobre lo que va a suceder. No puede resistirse a ello, del mismo modo que no puede resistirse, cuando sale de paseo, a levantar su bastón o paraguas como si fuera un rifle y disparar a los pájaros en pleno vuelo.)
—¿Qué se juega a que es Grace? —exclamó Horace.
Lady Janet no aceptó la apuesta; tenía la atención puesta en la puerta de la biblioteca. El susurro cesó. La puerta se abrió suavemente. La falsa Grace Roseberry entró en la habitación.
Horace se adelantó a recibirla, abrió la boca para hablar, pero se detuvo, enmudecido al advertir el cambio que había experimentado su prometida desde que la había visto por última vez. Un peso terrible parecía aplastarla. Había adelgazado, y hasta parecía más pequeña.
Caminaba más lentamente de lo usual; apenas hablaba, y si lo hacía, era en voz baja. Para los que la habían visto antes de la fatal visita de la desconocida de Mannheim, ella no era sino los restos de lo que había sido. Y, a pesar de todo, seguía conservando su belleza de siempre: la sublimidad de rostro y ojos, la fina simetría de los rasgos, la gracia de sus movimientos; en una palabra, su invulnerable belleza no se dejaba destruir por el sufrimiento ni consumir por el tiempo.
Lady Janet se acercó a ella y la tomó de las manos con cariño.
—Hija mía, ¿has venido para complacerme?
Ella inclinó la cabeza en silencio, como asintiendo. Lady Janet señaló a Horace.
—Aquí tenemos a alguien que tenía muchas ganas de verte, Grace.
No levantó la cabeza; se quedó de pie, sumisa, la vista puesta en la pequeña cesta de costura con lanas de colores que traía consigo.
—Gracias, Lady Janet —dijo débilmente—. Gracias, Horace.
Horace la tomó del brazo y la condujo hasta el sofá. Ella se estremeció al sentarse, y miró a su alrededor. Era la primera vez que bajaba al comedor desde el día en que se encontró cara a cara con la resucitada.
—¿Por qué has bajado al comedor, querida? —preguntó Lady Janet—. En el salón hace una temperatura más agradable y hay más tranquilidad.
—Vi un carruaje delante de la puerta. Temía que hubiera gente en el salón.
Al decir esto, un sirviente se presentó en la habitación y anunció los nombres de las visitas. Lady Janet hizo un gesto de fastidio.
—Tendré que ir para deshacerme de ellos —dijo con resignación—. ¿Tú que vas a hacer, Grace?
—Me quedaré aquí, si me lo permite.
—Yo le haré compañía —añadió Horace.
Lady Janet dudó durante unos instantes. Había prometido recibir a su sobrino, a solas, en el comedor. ¿Tendría suficiente tiempo para atender a sus visitantes y trasladar a su hija adoptiva al salón antes de que apareciera Julian? Llegar a la casa del guarda era cosa de diez minutos, y además tenía que darle las instrucciones. Lady Janet decidió que tenía tiempo. Saludó con cariño a Mercy y la dejó a solas con su prometido.
Horace se sentó en la parte del sofá que había quedado desocupada. Quería a Mercy con verdadera devoción: todo lo que un ser como él era capaz de amar.
—Me duele verte sufriendo —dijo con expresión de angustia en la cara—. Trata de olvidar lo que ha pasado.
—Lo intento. ¿Piensas mucho en ello?
—Cariño, pensar en ello es demasiado despreciable.
Puso la cesta de costura en su regazo. Sus dedos empezaron a seleccionar la lana distraídamente.
—¿Has visto a Mr. Julian Gray? —preguntó de repente.
—Sí.
—¿Y él que opina de esto?
Miró a Horace por primera vez escudriñando su rostro, con la mirada. Horace buscó refugio en las evasivas.
—No se lo he preguntado.
Ella volvió a bajar la vista, con un suspiro, a la cesta de costura; reflexionó un momento y probó otra vez suerte.
—¿Y por qué no ha venido en toda la semana? —continuó—. La servidumbre dice que estuvo de viaje. ¿Es verdad?
Era inútil negarlo. Horace admitió que así había sido. Los dedos de Grace detuvieron su trabajo entre los ovillos: empezó a respirar aceleradamente. ¿Qué hacía Julian Gray en el extranjero? ¿Fue preguntando por ahí? ¿Sospechaba de ella solamente él, o todos los que presenciaron la horrible escena? ¡Sí! Él era un cerebro lúcido; un clérigo —londinense, además— acostumbrado al fraude y las mentiras; tenía experiencia con las mujeres del albergue. ¡No había duda! Julian sospechaba de ella.
—¿Cuándo volverá? —preguntó en voz tan baja que Horace apenas la pudo oír.
—Ya ha vuelto. Regresó anoche.
Una sombra de terror se apoderó de ella. Pálida, apartó de repente la cesta de costura y juntó las manos para controlar su temblor antes de formularle una pregunta.
—¿Dónde está…? —hizo una pausa para controlar su voz—. ¿Dónde está la mujer que me asustó tanto?
Horace se apresuró a tranquilizarla.
—Esa persona no entrará más en esta casa —dijo él—. Ni la menciones. No pienses en ella.
Ella negó con la cabeza.
—Quiero saber una cosa —insistió—. ¿Cómo dio Mr. Julian Gray con ella?
Era fácil contestar. Horace mencionó al cónsul de Mannheim y la carta de presentación. Ella escuchaba con atención, y preguntó con voz clara y fuerte.
—De modo que Mr. Julian Gray no la conocía hasta ese momento.
—Desde luego —contestó Horace—. No quiero más preguntas, ni más comentarios, Grace. Te prohíbo que hables de ella. Vamos, amor mío —dijo Horace cogiendo y acariciando su mano—. Somos jóvenes, nos amamos el uno al otro y ha llegado el momento de que seamos felices.
La mano de ella se heló repentinamente y temblaba en la suya. Inclinó la cabeza sobre el pecho con abrumadora tristeza. Horace se alarmó.
—¡Estás helada! ¡Estás al borde del desmayo! Deja que te traiga un vaso de vino. Voy a avivar el fuego.
Las botellas aún estaban sobre la mesa del comedor. Horace se empeñó en que bebiera algo de oporto. Finalmente, bebió la mitad del vaso. Pero, incluso tan poca cantidad hizo efecto en su sensible organismo; le dio energías tanto físicas como mentales. Horace la examinaba con angustia. Dejó que se tranquilizara; pasado un rato, se dispuso a atizar el fuego de la chimenea, al otro lado de la habitación. Ella seguía sus pasos con una desesperación amarga y desconsoladora. «Ánimo», susurró para sí misma. Contempló el lujo y la belleza de la habitación, como si fuera a despedirse para siempre de Mablethorpe House. Bajó la vista hacia el lujoso vestido que llevaba puesto: un regalo de Lady Janet. Recordó el pasado; pensó en el futuro. Ella, hija adoptiva de Lady Janet y prometida de Horace Holmcroft, ¿le habría llegado la hora de regresar al albergue, o de vagabundear por las calles? Sintió un escalofrío al pensar en ese posible fin. ¡Horace tenía razón! ¡Ánimo! ¿Por qué no aprovechar el tiempo que le quedaba? Sus horas en Mablethorpe House estaban contadas. ¿Por qué no disfrutar de la posición que había usurpado mientras pudiese? «¡Lánzate a la aventura!», le susurraba su espíritu rebelde, ¡sé fiel a tu carácter! ¡Al diablo el remordimiento! El remordimiento es un lujo propio de una mujer decente. Inspirada por una idea, cogió la cesta de costura.
—Llama, por favor —le pidió a Horace, cuya atención estaba concentrada en el fuego de la chimenea.
Sorprendido, alzó la mirada. El timbre de su voz era tan distinto que parecía que era otra mujer la que estaba en la habitación.
—Coge la campanilla y llama —dijo Grace—. He dejado la labor arriba. Si quieres que me anime, haz que me lo traigan, tengo que tenerla a la mano.
Horace, mirándola, cogió mecánicamente la campanilla y llamó. Entró un sirviente.
—Sube y dile a mi doncella que te dé mi labor —dijo con aspereza.
Incluso el criado quedó asombrado; ella siempre trataba a la servidumbre con amabilidad y consideración, motivo por el cual se supo ganar el afecto de todos.
—¿No me oyes? —preguntó con impaciencia.
El sirviente hizo una reverencia, y salió confuso de la habitación. Ella se volvió hacia Horace con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas.
—¡Qué placer —dijo— pertenecer a las clases altas! Una mujer pobre no tiene doncella que la vista, ni criado que suba por ella las escaleras. Me pregunto si vale la pena vivir con menos de cinco mil al año.
El sirviente volvió con el bordado. Se lo recogió con un gesto de insolencia y le ordenó que le acercara un escabel. El hombre obedeció. Tiró el bordado en el sofá.
—Pues ahora no tengo ganas de trabajar —dijo—. Llévatela otra vez arriba.
El sirviente, sorprendido, pero educado a la perfección, obedeció sin que se notase su estupor. Horace, atónito, se acercó al sofá y la observó con curiosidad.
—¡Qué serio estás! —dijo Grace, con aire despreocupado—. ¿Desapruebas que esté sin hacer nada? Lo que tú quieras. No soy yo quien tiene que subir y bajar escaleras. Llama al criado.
—Querida Grace —objetó Horace con gravedad—, estás en un error. No estaba pensando en tu labor.
—Da igual; no tiene sentido pedir la labor y después mandar que se la lleven. Vuelve a llamar.
Horace la contemplaba paralizado.
—Grace —dijo—, ¿qué te pasa?
—Qué sé yo —respondió a la ligera—. ¿No decías que me animase? ¿Vas a llamar o tengo que hacerlo yo?
Horace se rindió. Frunciendo el entrecejo se dispuso a llamar. Él era una de esas personas que de forma instintiva se sienten incómodos en situaciones nuevas. Los exabruptos de su prometida eran completamente nuevos para él. Por primera vez en su vida sintió compasión por un criado cuando aquel hombre abnegado volvió a aparecer.
—Baja mi labor; he cambiado de opinión.
Con esta breve explicación se reclinó con aires de gran dama en los mullidos cojines del sofá y, aburrida, empezó a jugar con un ovillo de lana, tirándolo al aire y recogiéndolo como si fuera una pelota.
—Te diré algo, Horace —dijo ella, cuando el sirviente cerró la puerta tras de sí—. Solo la gente de nuestra posición tiene buenos criados. ¿Has notado que nada altera a ese hombre? El criado de una familia menos rica, ya se habría rebelado; una doncella corriente ya me habría conminado a decidirme.
El hombre volvió con la labor. Esta vez, Grace lo trató mejor: le dio las gracias.
—¿Has hablado últimamente con tu madre, Horace? —preguntó ella de repente, enderezándose y ocupándose de su bordado.
—La vi ayer.
—Entenderá que no me siento lo suficientemente bien como para ir a verla. ¿No se habrá enfadado conmigo?
Horace recobró la serenidad. El interés de Mercy por su madre lo halagó. Se sentó en el sofá, a su lado.
—¿Cómo va a enfadarse contigo? —respondió—. Mi querida Grace, ella te manda saludos. Y además, tiene su regalo de boda para ti.
Grace se ensimismó con su labor; tan doblada sobre el bordado que Horace apenas le veía la cara.
—¿Sabes qué es? —preguntó en voz baja, como sin querer.
—No. Solamente sé que ya lo tiene. ¿Quieres que vaya hoy mismo a buscarlo?
Ni aceptó ni rechazó la propuesta. Siguió trabajando con fervor.
—Tenemos tiempo de sobra —insistió Horace—. Puedo ir antes del almuerzo.
Grace no parecía prestarle atención; tampoco levantaba la cabeza.
—Tu madre es muy buena conmigo —dijo de repente—. Hubo un tiempo en que temí que no me considerara digna de ser tu esposa.
Horace se rio con indulgencia: no cabía en sí de gozo.
—¡Qué absurdo! —exclamó—. Querida, eres parienta de Lady Janet Roy. Tu familia es casi tan ilustre como la nuestra.
—¿Casi? —dijo ella—. ¿Solo casi?
La fugaz alegría de Horace desapareció por completo. Los asuntos de familia eran demasiado serios como para ser tratados a la ligera. Una sombra de solemnidad emergió en su semblante. Parecía que fuera Domingo y acabara de entrar en la Iglesia.
—Nuestra familia —dijo— se remonta, por parte de mi padre, a los Sajones; y por parte de mi madre, a los Normandos. La familia de Lady Janet, en cambio, si bien es una familia antigua, lo es solamente por parte de madre.
Grace dejó caer el bordado y miró a Horace de frente. Y, como si no tuviera ninguna importancia, dijo:
—Si no fuera parienta de Lady Janet —empezó—, ¿te casarías igualmente conmigo?
—Amor mío, ¿qué sentido tiene esa pregunta? Eres familia de Lady Janet.
Ella no permitió que saliera con evasivas.
—Imagínate que no lo fuera —prosiguió—, que solo fuera una chica común y corriente. ¿Cómo reaccionaría tu madre?
Horace todavía eludía la cuestión, pero solo mientras trataba de hallar una respuesta ventajosa para él.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Quiero una respuesta —insistió—. ¿Tu madre aceptaría que te casaras con una muchacha pobre, sin linaje, sin más blasones que sus propias virtudes?
Horace estaba entre la espada y la pared.
—Pues si quieres saberlo —reveló Horace—, mi madre no consentiría un matrimonio como ese.
—¿Aunque ella fuese la joven más bondadosa del mundo?
Había un algo de provocación —casi una amenaza— en su tono. Horace se sentía turbado, cosa que mostró al hablar:
—Mi madre respetaría a la joven, pero no por ello faltaría al respeto que se debe a sí misma —explicó él—. Mi madre recordaría cuál es su obligación para con nuestro apellido.
—O sea, que diría que no.
—Diría que no.
—¡Ah!
Había un tono de rabia contenida en su exclamación que sorprendió a Horace.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Nada —respondió Grace, y se ocupó otra vez del bordado.
Horace, a su lado, la miraba con preocupación; sus esperanzas estaban puestas en la boda. Faltaba poco más de una semana para que ella hiciera su entrada en una familia de antiguo linaje, de la cual él hablaba con orgullo. «¡Ay!, si no lo amara», pensaba ella, «si mi única preocupación fuera su despiadada madre…».
Consciente de que algo extraño había pasado entre ellos, Horace prosiguió la conversación.
—Espero no haberte ofendido —dijo.
Ella se giró hacia a él. Dejó caer la labor sobre su regazo. Sus grandes ojos se llenaron de ternura. Una sonrisa triste asomaba en sus delicados labios. Puso una mano en su hombro con una pequeña caricia. La belleza de su voz impregnaba las siguientes palabras ansiosas de consuelo, dirigidas a su prometido.
—¿Tú me amarías, Horace, sin pensar en el apellido de tu familia?
¡Otra vez con el apellido! ¿Por qué le obsesionaba ese tema? Horace la miró, sin contestar; intentando averiguar qué corría por su cabeza. Ella le cogió la mano y la apretó con fuerza, como si así él estuviera obligado a contestar.
—¿Me amarías?
El hechizo de su voz y el tacto de su mano le llegaron al corazón. Horace contestó apasionadamente.
—En cualquier circunstancia y con cualquier apellido.
Ella le pasó un brazo alrededor del cuello y lo miró fijamente a los ojos.
—¿De verdad? —preguntó.
—¡Tan cierto como que existe el cielo!
Ella bebió aquellas tópicas palabras con ávido placer. Quiso obligarlo a repetirlas de otra forma.
—¿Y no te importaría quién hubiera sido? ¿Solo por mí misma?
—Solo por ti misma.
Lo rodeó con los dos brazos y, apasionadamente, apoyó la cabeza en su pecho.
—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo! —cada vez que repetía esas palabras su voz se hacía más vehementemente histérica; de súbito, la invadió un llanto lleno de rabia y desesperación.
Su verdadera situación había irrumpido trágicamente en ella cuando sus labios dejaban escapar las palabras de amor. Dejó caer los brazos y se hundió en los cojines, escondiendo la cara con sus manos.
—¡Déjame! —dijo entrecortadamente—. ¡Vete! ¡Vete!
Horace trató de abrazarla y levantarla. Ella se puso a temblar, rechazando el contacto; lo apartó con un gesto brusco, como si tuviese miedo de él.
—El regalo —exclamó, utilizando el primer pretexto que le vino a la mente—. Te ofreciste a traerme el regalo de tu madre. Me muero por saber lo que es. Ve por él.
Horace intentó que se calmara. Mejor hubiera sido tratar de calmar al viento en medio de una tempestad.
—Ve por él —repitió, llevándose una mano al pecho—. No me siento bien. Hablar me pone nerviosa; estoy histérica; es mejor que me quede sola. Vete a buscar el regalo. ¡Ve!
—¿Quieres que vaya a buscar a Lady Janet? ¿Llamo a tu doncella?
—No. No llames a nadie. Si me quieres déjame sola, ahora mismo.
—¿Te veré cuando vuelva?
—¡Sí, sí!
No había más remedio que obedecerla. A regañadientes y con un presentimiento, Horace salió de la habitación. Entonces ella exhaló un profundo suspiro y se dejó caer en una silla próxima. Si Horace se hubiera quedado con ella un solo segundo más —lo sentía, lo sabía—, se habría vuelto loca; habría estallado contando toda la terrible verdad. «¡Ay!», pensó, llevándose sus manos heladas a sus ojos ardientes, «si pudiera llorar, ahora que nadie me ve».
No había nadie en la estancia; pensaba, pues, que estaba sola. Pero, en aquel preciso instante, un par de oídos la escuchaban y un par de ojos la acechaban. Poco a poco, sin hacer ruido, a sus espaldas, se abría la puerta que daba al salón del billar. Cuando la abertura se hizo mayor, apareció en ella primero una mano enfundada en un guante negro, y después un brazo cubierto por una manga negra. Pasó un instante, y el rostro blanco y afligido de Grace Roseberry asomó con cautela; su mirada recorrió el comedor.
Sus ojos brillaron con ardor vengativo cuando advirtieron a Mercy, sola, sentada en el otro extremo de la habitación. Poco a poco siguió abriendo la puerta, avanzó un paso, y se detuvo. Un ruido, al fondo del invernadero, llamó la atención de sus oídos. Escuchó con atención, comprobando que no se había equivocado, y se retiró con un gesto de desagrado, cerrando con cuidado la puerta, para no ser vista. El sonido era un murmullo lejano de voces, al parecer dos hombres, hablando en voz baja en la entrada del invernadero.
¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué harían a continuación? Tenían dos opciones: o bien entrar en el salón o bien marcharse y salir por el jardín. De rodillas, detrás de la puerta, con el oído pegado a la cerradura, Grace Roseberry aguardaba lo que sucediera.