CAPÍTULO II

UNA MARÍA MAGDALENA DE HOY

—En vida de su madre, ¿paseó con ella alguna noche por las calles de una gran ciudad?

Con estas insólitas palabras empezó Mercy Merrick el relato que le había exigido Grace Roseberry. Esta contestó con sencillez:

—No la entiendo.

—Se lo diré de otra forma —dijo la enfermera.

El forzado tono seco y áspero había desaparecido de su voz; al contestar, había recobrado su natural dulzura y tristeza.

—Usted lee la prensa, como todo el mundo —prosiguió—; ¿ha leído algo sobre sus desdichados prójimos, los marginados de la sociedad, que se ven obligados a pecar por necesidad?

Perpleja, Grace contestó que efectivamente sabía de estas cosas por los periódicos y también por algunos libros.

—¿Y sabe que, cuando estas criaturas hambrientas y pecadoras son mujeres, hay albergues que se ocupan de acogerlas y protegerlas?

Grace dejó de sentir asombro, y le entró la vaga sospecha de que estaba a punto de oír algo horrible.

—Qué preguntas tan extrañas —dijo nerviosa—. ¿Qué quiere decir?

—Contésteme —insistió la enfermera—. ¿Ha oído hablar de esos albergues? ¿Ha oído hablar de esas mujeres?

—Sí.

—Aleje un poco más su silla.

Hizo una pausa. Su voz, sin perder firmeza, descendió hasta alcanzar los tonos más graves.

—Yo fui una de ellas —dijo con serenidad.

Grace se puso en pie de un salto al tiempo que profería un leve grito. Se quedó petrificada, incapaz de expresar palabra alguna.

—Yo estuve en un albergue —continuó con voz dulce y triste la otra mujer—. También estuve en la cárcel. ¿Aún desea ser mi amiga? ¿Aún insiste en sentarse cerca de mí y cogerme la mano?

Esperó la respuesta, pero esta no llegó.

—¿Ve cómo se equivocaba al considerarme cruel, y que yo tenía razón cuando le decía que yo no lo era? —siguió con amabilidad.

Grace se tranquilizó y habló.

—No quiero ofenderla —empezó fríamente.

Mercy Merrick la interrumpió.

—Usted no me ofende —dijo, sin el menor timbre de desagrado en su voz—. Estoy acostumbrada a estar en la picota por mi pasado. A veces me pregunto si todo fue culpa mía. Si la sociedad no tenía ninguna responsabilidad hacia mí cuando vendía cerillas por la calle siendo una niña; cuando, en mi trabajo, desfallecía ante la aguja por falta de alimento.

Al pronunciar estas palabras por primera vez le tembló la voz; esperó un momento y recuperó la compostura.

—Es demasiado tarde para discutirlo —dijo resignada—. La sociedad puede pagar para reformarme, pero nunca volverá a aceptarme. Aquí me tiene, en un puesto de responsabilidad, haciendo con paciencia y humildad todo el bien que puedo. No importa. Aquí o allá, lo que soy ahora jamás cambiará lo que fui antes. Durante tres años he hecho todo lo que una verdadera penitente puede llegar a hacer. Da igual. Cuando doy a conocer mi pasado, su sombra me envuelve y hasta la gente más bondadosa me da la espalda.

Esperó un momento. ¿Saldría de los labios de la otra dama alguna palabra de comprensión que pudiera reconfortarla? No. Miss Roseberry estaba estupefacta; Miss Roseberry estaba desconcertada.

—Lo siento mucho por usted —fue todo lo que atinó a decir Miss Roseberry.

—Todos lo sienten por mí —respondió la enfermera, con la paciencia de siempre—; todos son muy amables conmigo. Pero cuando pierdes el sitio ya no lo vuelves a recuperar. No puedo volver. ¡No puedo! —gritó en un arranque de desesperación, contenido de inmediato tras escapársele—. ¿Le cuento mi experiencia? —continuó—. ¿Quiere oír la historia de una María Magdalena de hoy?

Grace dio un paso atrás; Mercy en seguida comprendió por qué.

—No le contaré nada que la escandalice —dijo ella—. Una dama como usted no comprendería las adversidades y penurias por las que he pasado. Mi historia empezará en el albergue. La supervisora me envió a servir, acompañada de los informes que me había ganado honradamente: los informes de una mujer reformada. Hice honor a la confianza depositada en mí: era una sirvienta fiel. Un día, la señora —una mujer buena como pocas— me mandó llamar: «Mercy, lo siento por ti; se ha sabido que te saqué de un albergue; si te retuviera podría perder a todos los sirvientes de la casa. Tienes que marcharte». Volví de nuevo junto a la supervisora, otra buena mujer. Me recibió como una madre: «Lo intentaremos otra vez, Mercy; no te desanimes». ¿Verdad que le he contado que estuve en Canadá?

Muy a su pesar, Grace empezó a interesarse por la historia. El tono de su respuesta resultó más bien afectuoso. Volvió a su silla, colocada a una notable distancia del arca.

La enfermera prosiguió el relato.

—Mi siguiente trabajo me condujo a Canadá, con la mujer de un oficial: personas de buena familia que habían emigrado. Gente bondadosa que llevaba una vida sosegada. Me dije: «¿Habré recuperado el lugar que perdí?». Pero la señora murió. Llegó gente nueva al barrio. Entre ellos, una dama joven; el señor pensó en la posibilidad de volver a casarse. Tengo la desgracia, por lo menos en lo que hace a esta parte de la historia, de ser lo que se dice una mujer guapa; desperté la curiosidad de la gente. Los recién llegados empezaron a interesarse por mí; no les convencieron las respuestas de mi señor. En una palabra, descubrieron mi pasado. ¡Y otra vez la misma historia!: «Mercy, lo siento; puede armarse un escándalo contigo y conmigo; somos inocentes, pero es irremediable, debemos separarnos». Abandoné el lugar, pero al menos saqué una ventaja de mi estancia en Canadá, que me ha sido de gran utilidad aquí.

—¿Cuál?

—Nuestros vecinos más próximos eran canadienses francófonos. Practicaba el francés a diario.

—¿Regresó a Londres?

—Claro. ¿Adónde podía ir sin informes? —dijo Mercy, con tristeza—. Volví con la supervisora. Hubo una epidemia en el albergue, y presté buenos servicios como enfermera. Uno de los médicos se encaprichó de mí. Digamos que se enamoró. Quería casarse conmigo. La enfermera jefe, una mujer decente, se sintió obligada a contarle la verdad. Jamás volví a verle. ¡La historia de siempre! Estaba harta de decirme a mí misma: «No puedo volver. No puedo volver». La desesperación se apoderó de mí; aquella clase de desesperación que endurece el corazón. Quizá me habría suicidado; tal vez habría regresado a mi vida anterior si no hubiera sido por un hombre.

Con las últimas palabras, su voz —siempre queda y serena en todo el triste relato— empezó a fallarle de nuevo. Se detuvo para ordenar en silencio los recuerdos evocados por lo que acababa de decir. ¿Había olvidado la presencia de otra persona en la habitación? La curiosidad de Grace no le dejó otro recurso que decir algo.

—¿Quién era ese hombre? —preguntó—. ¿Cómo se hicieron amigos?

—¿Amigos? Él ni siquiera sabe que existe alguien como yo.

Aquella peculiar respuesta avivó aún más el ansia de Grace por seguir escuchando la historia.

—Acaba de decir que… —empezó Grace.

—Acabo de decir que me salvó. Realmente me salvó; ahora sabrá cómo. Un domingo, el capellán del albergue no pudo celebrar la misa. Fue reemplazado por un desconocido, bastante joven. La supervisora nos dijo que se llamaba Julian Gray. Yo me senté en la última fila, bajo la sombra que daba la galería superior, y desde allí podía verlo sin que él me viera. Su texto citaba estas palabras: «Os digo que habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento». No sé qué pensaría de tal sermón una mujer que viviera una vida feliz, pero a todas las del albergue se nos humedecieron los ojos. En cuanto a mí, me llegó al corazón como ningún otro hombre lo había hecho antes o lo haría después. Mi profunda desesperación se fundió con el sonido de su voz; la fastidiosa rueda de la vida volvía a mostrar su lado más noble mientras él hablaba. Desde entonces he aceptado mi duro destino; he sido una mujer paciente. Quizá hubiese llegado a más. Quizá habría llegado a ser feliz si me hubiese convencido a mí misma de que debía hablar con Julian Gray.

—¿Qué fue lo que se lo impidió?

—Tuve miedo.

—¿Miedo de qué?

—Miedo a complicarme aún más la vida.

Una mujer que realmente la hubiese comprendido habría sido capaz de desvelar el significado de estas palabras. Grace, quizá a causa de lo violenta que se sentía, no fue capaz de intuirlo.

A Mercy no le quedó más remedio que mostrar con claridad sus sentimientos. Suspiró y pronunció estas palabras:

—Tenía miedo de interesarle tan solo por mis desdichas, y que sin embargo yo fuera a entregarle mi corazón a cambio.

La completa ausencia de simpatía entre ella y Grace se evidenció fácilmente.

—¿Usted? —exclamó Grace con gran sorpresa.

La enfermera se levantó lentamente. La expresión de incredulidad de Grace le revelaba —casi de forma descarada— que con su confesión había ido demasiado lejos.

—Le sorprende, ¿verdad? —dijo ella—. Ignora cuántos malos tratos puede soportar un corazón de mujer sin dejar de latir. Antes de conocer a Julian Gray los hombres eran para mí objetos que me inspiraban terror. Dejemos el tema. En estos momentos, aquel predicador no es más que un recuerdo; el único recuerdo grato que conservo. No hay más que contar. Fue usted quien insistió en escuchar la historia de mi vida; pues bien, ya la ha escuchado.

—Todavía no entiendo cómo logró encontrar trabajo aquí —dijo Grace, algo incómoda, retomando como pudo el hilo de la conversación.

Mercy cruzó la habitación y juntó lentamente los últimos rescoldos del fuego.

—La supervisora tiene amigos en Francia —contestó— relacionados con hospitales militares. Dadas las circunstancias, no le fue difícil conseguirme una plaza. Aquí puedo serle útil a la sociedad. Entre esos pobres desdichados —y señaló en dirección a la habitación donde yacían los heridos— mis manos son tan suaves y mis palabras de consuelo se reciben como si yo fuera la mujer más respetable sobre la tierra. Y si una bala perdida se cruza en mi camino antes de que termine la guerra… en fin, la sociedad se habrá librado de mí fácilmente.

Tenía la mirada fija en los rescoldos, como si viera en ellos los restos de su propia vida. Una mínima humanidad exigía decirle algo. Grace meditó, avanzó un paso hacia ella, se detuvo, y buscó amparo en una de las frases más triviales que un ser humano puede soltarle a otro.

—Si puedo hacer algo por usted… —empezó.

La frase, detenida en ese punto, no se concluyó. La compasión que Miss Roseberry sentía hacia aquella perdida que la había rescatado y cobijado no daba para más.

La enfermera alzó su noble cabeza y avanzó lentamente hacia la cortina de lona para regresar a sus obligaciones. «Miss Roseberry pudo haberme estrechado la mano», pensó para sí con amargura. Pero no. Miss Roseberry se mantenía a distancia, sin saber qué decir.

—¿Usted? ¿Qué puede hacer usted por mí? —preguntó Mercy, en un arranque de desprecio, dolida por la frialdad de su acompañante—. ¿Puede cambiar mi identidad? ¿Puede darme el nombre de una mujer sin pecado? ¡Si tuviera sus oportunidades! ¡Si tuviera su reputación y sus perspectivas! —se llevó una mano al pecho y se contuvo—. Quédese aquí —siguió—, yo volveré al trabajo. Voy a ver si su ropa está seca. No tendrá que seguir llevando la mía durante mucho tiempo.

Después de estas melancólicas palabras —pronunciadas de modo conmovedor, sin ninguna amargura— hizo ademán de irse a la cocina. Apenas había alcanzado la cortina cuando Grace la detuvo con una pregunta.

—¿Ha cambiado el tiempo? —preguntó—. Ya no se oye golpear la lluvia contra la ventana.

Antes de que Mercy pudiera retenerla cruzó la habitación y abrió los postigos de la ventana.

—¡Cierre la contraventana! —gritó Mercy—. Le dijeron que no la abriera.

Grace permaneció inmóvil, mirando por la ventana. La luna se alzaba difusa en el cielo pálido; había dejado de llover; aquella amistosa oscuridad, que había ocultado la posición francesa a las patrullas de reconocimiento alemanas, se disipaba velozmente. En unas horas, si no ocurría nada, Miss Roseberry podría continuar su viaje. Pronto amanecería.

Retrocediendo rápidamente, Mercy cerró la contraventana. Pero antes de echar el cerrojo el estruendo de un disparo procedente de las avanzadillas enemigas llegó hasta la casa. Fue secundado, casi de inmediato, por otra descarga, más próxima y más fuerte que la primera. Mercy se quedó quieta y aguzó el oído, en espera de la siguiente descarga.