CAPÍTULO IX
NOTICIAS DE MANNHEIM
Llegados a este extremo, la curiosidad de Lady Janet ya no tenía límites. Cuando revelaba su ansia por saber quién era aquella persona mencionada en la carta, Julian había dirigido la vista hacia su hija adoptiva. Después de preguntarle qué relación había entre Mercy y su pregunta, él había contestado que le era imposible hablar en presencia de Miss Roseberry. ¿Qué sucedía? Lady Janet decidió cortar por lo sano.
—¡Odio los misterios! Tener secretos es una forma de ser maleducado. Las personas como nosotros no van cuchicheando por los rincones. Si realmente quieres que estemos a solas, vayamos a la biblioteca. ¡Sígueme!
Fue tras su tía a regañadientes, pues sentía vergüenza de que ella le llamara la atención en público. Lady Janet se sentó en una silla, preparada para el interrogatorio, cuando apareció un impedimento al otro extremo de la biblioteca: un criado con un mensaje. Uno de los vecinos de Lady Janet la llamaba para asistir a la reunión de algún comité que se celebraba aquel día. El sirviente la informó de que la vecina —una dama anciana— la esperaba fuera, en su carruaje.
Sin dudar un momento, la despierta imaginación de Lady Janet se hizo cargo de la situación. Le comunicó al sirviente que dejara pasar a la dama al salón, y que la informara de que ella debía atender un compromiso, pero que Miss Roseberry saldría inmediatamente a su encuentro. Después se dirigió a Julian y le dijo, irónicamente y con énfasis:
—Quizá será mejor que Miss Roseberry no solo no esté en la habitación, sino que ni siquiera esté en la casa.
—Quizá será mejor que no esté en casa… —contestó Julian con gravedad.
Lady Janet volvió al comedor.
—Querida Grace —dijo—, me pareció ver que tenías mal aspecto cuando te sorprendí durmiendo en el sofá, hace un rato. Creo que te sentaría bien un paseo. Nuestra vecina ha venido a recogerme para ir a la reunión del comité. He mandado decir que estaba muy ocupada, y te agradecería que fueras en mi lugar.
Mercy la miró un poco sobresaltada.
—¿Se refiere a la reunión del comité del Albergue Samaritano de los Convalecientes? Creo que sus miembros decidirán hoy qué plan adoptar para la nueva sede. ¿Cómo quiere que vote en su lugar?
—Da igual cómo votes, igual que da igual cómo vote yo —contestó la anciana—. La Arquitectura es un arte perdido. Tú no entiendes de Arquitectura; yo tampoco; ni siquiera los propios arquitectos entienden. Cualquier plan no es ni mejor ni peor que los otros. Vota, como yo lo haría, con la mayoría. O, como decía el pobre Dr. Johnson: «Arrímate a los más fuertes». ¡Andando!, no hagas esperar al comité.
Horace se apresuró a abrirle la puerta a Mercy.
—¿Cuánto vas a tardar? —le susurró al oído—. Tenía mil cosas que contarte. Cuando nos interrumpieron.
—Volveré dentro de una hora.
—Bien. Tendremos el salón a nuestra disposición. Te esperaré aquí.
Mercy le apretó la mano de modo significativo y partió. Lady Janet se giró hacia Julian, quien había permanecido hasta ahora en el fondo de la estancia, callado, sin opinar y dispuesto en todo momento a hablar con su tía.
—Bien —dijo ella—. ¿A qué esperas? Grace ha salido; ¿por qué no empiezas? ¿Te molesta Horace?
—En absoluto. Me siento un poco violento.
—¿Por qué?
—Siento haber tenido que incomodar a esa encantadora criatura con mi petición de que se fuera.
De pronto, Horace intervino, rojo de ira.
—Cuando hablas de «encantadora criatura» —observó con acritud—, supongo que te refieres a Miss Roseberry.
—Por supuesto —contestó Julian—. ¿Por qué?
Intervino Lady Janet.
—Julian —dijo ella—. Hasta ahora, tú solo sabes de Grace que es mi hija adoptiva…
—Y ya es hora de que se diga que también es mi futura esposa —añadió Horace con altivez.
Julian miró a Horace como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de oír.
—¡Tu esposa! —exclamó en un arranque incontrolable, mitad desilusión, mitad sorpresa.
—Sí, mi esposa —respondió Horace—. Nos casaremos dentro de quince días. Permíteme la pregunta —añadió con falsa humildad—: ¿desapruebas el matrimonio?
Lady Janet intervino otra vez.
—¡No digas tonterías, Horace! —dijo ella—. Julian te felicitará, por supuesto.
Julian, de forma fría y distraída, coreó sus palabras.
—Sin duda, enhorabuena, desde luego.
Lady Janet volvió al motivo principal de la entrevista.
—Bueno, ya que hemos disipado cualquier duda al respecto, hablemos, pues, de la señorita que hemos olvidado en nuestra conversación de hace dos minutos. Me refiero, Julian, a la misteriosa dama de tu carta. Somos de confianza. Descórrenos por fin el velo, querido sobrino, ¡qué no quede nada en el tintero! Ruborízate, si es menester… ¿Es ella la futura Mrs. Julian Gray?
—Ella es una extraña para mí —respondió Julian con tranquilidad.
—¿Extraña? Me decías en la carta que te interesabas en ella.
—Me interesa. Y es más: también debe interesaros a vosotros.
Con impaciencia, Lady Janet tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—Te tengo dicho, Julian, que odio los misterios. Explícate de una vez por todas.
Antes de que pudiera hacerlo, Horace se levantó de la silla.
—Quizá estorbo… —dijo.
Julian le indicó que se sentara.
—Ya le he dicho a Lady Janet que no molestas —contestó—. Como futuro esposo de Miss Roseberry, te interesará lo que tengo que contar.
Horace se sentó con un gesto de sorpresa y desconfianza. Julian se dirigió a Lady Janet.
—Usted me ha oído hablar —empezó— de un viejo amigo mío, instalado en el extranjero.
—Sí. El cónsul de Inglaterra en Mannheim.
—El mismo. Al volver a casa encontré, entre muchas otras, una larga carta del cónsul. La he traído, y propongo leeros algunos pasajes, pues relata una historia muy rara de forma más sencilla y coherente de lo que yo podría contar con mis propias palabras.
—¿Hay para mucho? —preguntó Lady Janet, sofocada, al ver que su sobrino desplegaba varias hojas de letra menuda. Horace la secundó con otra pregunta:
—¿Estás seguro de que el tema me concierne? No conozco al cónsul de Mannheim.
—Veamos —contestó Julian con gravedad—, ni tú ni mi tía perderéis el tiempo inútilmente si tenéis la bondad de escucharme.
Dicho esto, Julian empezó a leer un párrafo de la carta del cónsul.
Tengo una pésima memoria para recordar fechas. Pero hace ya más de tres meses que recibí un informe sobre una paciente inglesa, hospitalizada aquí, cuyo caso, dado que soy el cónsul británico, tenía interés en investigar. Así que fui enseguida al hospital.
La paciente era una mujer joven y, en otras circunstancias, creo que podría calificarse de muy bella. Cuando la vi por primera vez, me pareció —aunque soy lego en esa materia— que estaba muerta. Vi que tenía la cabeza envuelta en vendas, y pregunté la causa de su herida. Me respondieron que la pobre se había visto envuelta, nadie sabe cómo ni por qué, en un combate nocturno entre alemanes y franceses, y la herida en la cabeza se debía a una esquirla de granada alemana.
Horace, que hasta ese momento había permanecido atrincherado en su silla, se levantó de repente y exclamó:
—¡Por Dios! ¿Será la mujer que vi muerta en la casa de la frontera?
—No lo sé —replicó Julian—. Sigamos leyendo, quizá el resto de la carta nos aclare las dudas.
La herida había sido considerada muerta y, con la retirada de los franceses, abandonada a su suerte, cuando las fuerzas alemanas ocuparon las líneas enemigas. Los alemanes la encontraron sobre la cama, en el cuartel general del jefe del hospital de campaña alemán…
—¡Ignatius Wetzel! —gritó Horace.
—Ignatius Wetzel —repitió Julian, con los ojos puestos en la carta.
—Es el mismo —dijo Horace—. Lady Janet, esta historia realmente nos interesa. ¿Recuerda cómo Grace y yo nos conocimos? Sin duda, Grace le habrá contado más al respecto…
—Ella no desea hablar de aquella parte de su viaje —contestó Lady Janet—. Me contó que se detuvo en la frontera y que se encontró por casualidad con una joven inglesa. Naturalmente le hice preguntas al respecto, y me alarmó oír que presenció cómo murió esa mujer allí mismo, a sus pies, debido a una granada alemana. Desde entonces ni a ella ni a mí nos gusta remover viejos recuerdos. Tenías razón, Julian, al no querer hablar de esto en su presencia. Ahora lo voy entendiendo: Grace, supongo, además de mencionar su propio nombre también le debió mencionar el mío a su compañera de viaje. Ahora esta mujer necesita ayuda, y la solicita a través de ti. La ayudaré, pero no quiero que venga a casa hasta que yo hable con Grace y la prepare para encontrarse con una mujer que supone muerta. Por lo demás, no veo ningún inconveniente en que se vean las caras.
—Pues no opino yo lo mismo —dijo Julian en voz baja, sin mirar a su tía.
—¿Qué estás insinuando? ¿Acaso no hemos aclarado ya el misterio?
—El misterio ni siquiera ha empezado a aclararse. Dejadme retomar la palabra de mi amigo el cónsul. Julian volvió a la carta.
Tras un exhaustivo examen del supuesto cadáver, el médico alemán llegó a la conclusión de que era un caso de muerte aparente, diagnosticada erróneamente por las prisas de los franceses en su retirada. Empujado por un interés profesional, el cirujano alemán decidió operarla. La intervención fue un éxito. Una vez concluida, ella permaneció unos días al cuidado del propio médico, y después fue trasladada al hospital más próximo: el de Mannheim. Él tenía que regresar a sus obligaciones como médico militar, y dejó a la paciente en las condiciones en que yo la había encontrado, es decir, aparentemente muerta. Ni él ni el hospital conocían la identidad de la dama. No se encontraron documentos. La única pista que los médicos me facilitaron, cuando les pregunté por los detalles, para ver si podía comunicarme con su familia, era el nombre bordado en su ropa. Salí del hospital después de apuntar el nombre en mi libreta. Ese nombre era Mercy Merrick.
Lady Janet también sacó su libreta.
—Voy a apuntarlo —dijo—. Jamás lo he oído, y de otra manera lo olvidaría. Sigue, Julian.
Julian empezó a leer otro fragmento de la carta del cónsul.
En estas circunstancias, solo me cabía esperar a que el hospital me comunicase que la paciente se había recuperado para poder hablar con ella. Pasaron semanas sin que recibiese noticias de los médicos. Un día me informé y me dijeron que la pobre tenía fiebre: oscilaba entre la postración y el delirio. En los momentos de delirio, se le escapaba con frecuencia el nombre de tu tía, Lady Janet Roy. Por lo demás, el resto de lo que trataba de decirle a las enfermeras que estaban junto a su cama era ininteligible. Varias veces estuve a punto de escribirte para que hablaras con Lady Janet. Pero como los médicos me decían que su situación se encontraba entre la vida y la muerte, decidí esperar hasta ver si realmente merecía la pena molestarte o no.
—Francamente, Julian —dijo Lady Janet—, debo confesar que aún no sé muy bien por qué debe interesarme esta parte de la historia.
—Me ha quitado las palabras de la boca —añadió Horace—. Es una historia muy triste, sin duda. ¿Pero qué tiene que ver con nosotros?
—Permitidme que lea un tercer fragmento —respondió Julian—, y ya lo veréis…
Seleccionó el párrafo y leyó lo que sigue:
Por fin recibí noticias del hospital, informándome de que Mercy Merrick estaba fuera de peligro y en condiciones, aunque muy precarias, de responder a las preguntas que yo estimase oportunas. Para mi sorpresa, cuando llegué al hospital me rogaron que me entrevistase primero con el médico encargado del departamento. «Me parece conveniente», me dijo este caballero, «avisarle antes de que vea a la paciente, sobre cómo hay que hablarle, y no irritarla mostrando sorpresa o dudando de lo que nos diga. Aquí, entre los médicos, las opiniones están divididas. Algunos dudamos de si la mejoría de sus heridas físicas ha ido a la par de la de sus facultades mentales. Sin poder afirmar de forma explícita que está loca —es una dama completamente inofensiva y educada— somos no obstante de la opinión de que sufre de alguna alteración insana en su estado mental. Le ruego que tenga en cuenta lo que le acabo de contar; vaya y tómese la libertad de opinar por usted mismo». Obedecí, perplejo y sorprendido. Al aproximarme a su cama, vi que la enferma tenía un aspecto triste, débil y cansado; pero, a mi modo de ver, parecía estar en posesión de todas sus facultades. Su forma de hablar y su compostura eran sin duda los de una dama. Tras presentarme, le aseguré que para mí sería un placer ayudarla, tanto profesional como personalmente. Me dirigí a ella por el nombre que había visto bordado en su ropa. Cuando dije «Miss Merrick», una expresión de rencor apareció en sus ojos. Exclamó con furia: «¡No me llame por ese nombre tan odioso! No es el mío. Todos insisten en que me llamo así. Y cuando me enfado, me enseñan la ropa. Diga lo que diga, insisten en que es mi ropa. Por favor, no cometa el mismo error si quiere que seamos amigos». Recordando lo que me había dicho el médico me disculpé y logré calmarla. Sin volver a mencionar aquel nombre, pregunté cuáles eran sus planes, y le aseguré que estaría a su disposición para lo que hiciera falta. «¿Y por qué tiene tanto interés en saber cuáles son mis planes?», preguntó con desconfianza. Le recordé que era el cónsul británico, y que mi deseo era ayudarla en todo lo posible. «Si realmente quiere serme útil», dijo con rencor, «busque a Mercy Merrick». Vi aparecer otra vez la mirada de odio, y un color que revelaba su enfado recorrió sus pálidas mejillas. Sin aparentar sorpresa, le pregunté quién era Mercy Merrick. «Una mujer de la vida, según me contó ella misma», fue la breve respuesta. «¿Cómo puedo dar con ella?», fue mi siguiente pregunta. «Lleva un vestido negro, con la cruz de Ginebra en el hombro; es enfermera del hospital de campaña francés». ¿Qué ha hecho? «No tengo documentación; no tengo ropa; Mercy Merrick lo tiene todo». ¿Cómo sabe que lo tiene Mercy Merrick? «¿Quién si no? Estoy segura, ella es la única que tuvo la oportunidad. ¿Usted me cree?». Se estaba emocionando; le aseguré que abriría una investigación para averiguar el paradero de Mercy Merrick. Satisfecha, se dio la vuelta en la almohada. «Usted es una buena persona», me dijo. «Vuelva cuando la haya encontrado». Así fue mi primera entrevista con la paciente inglesa del hospital de Mannheim. No hace falta que te diga que dudé de la existencia de aquella enfermera desconocida. Sin embargo, sí era posible hacer algunas pesquisas: fui a hablar con el médico, Ignatius Wetzel, cuyo paradero conocían algunos amigos suyos de Mannheim. Le escribí, y recibí respuesta a vuelta de correo. Después del ataque nocturno de los alemanes, ellos ocuparon las líneas francesas, y él entró en la casa que utilizaba el equipo de la ambulancia francesa. Encontró a varios franceses heridos, abandonados, pero no vio a ninguna enfermera con uniforme negro y cruz roja en el hombro que cuidara de ellos. El único ser viviente en aquel lugar era una joven inglesa, vestida de una capa gris, que se encontraba de paso y que prosiguió su camino con el corresponsal de guerra de un periódico inglés.
—Esa era Grace —dijo Lady Janet.
—Y yo el corresponsal de guerra —añadió Horace.
—Dadme un poco más de vuestro tiempo —dijo Julian—, y entenderéis el motivo por el cual quiero que sepáis todo esto.
Volvió a la carta, por última vez, y siguió:
En lugar de dirigirme personalmente al hospital, le comuniqué por carta mis intentos fallidos de localizar a la desconocida enfermera. Durante algún tiempo no volví a tener noticias de la enferma, a quien llamaré, por razones prácticas, Mercy Merrick. Pero ayer recibí una invitación para que visitara a la paciente. Se había recuperado lo bastante como para reclamar que la dieran de alta; tenía la intención de regresar sin dilación a Inglaterra. El médico estuvo de acuerdo y me hizo llamar. Era imposible retenerla alegando que no podía valerse por sí misma; no obstante, había diversidad de opiniones entre los médicos encargados de su caso. Optaron por informarme de la situación y dejar que yo decidiera. Cuando la vi por segunda vez, me pareció malhumorada y huraña. Me culpó abiertamente de haber fracasado en la búsqueda de la enfermera, reprochándome falta de interés en su persona. Yo, por mi parte, no tenía autorización para retenerla en el hospital. Me limité a preguntarle si tenía dinero para pagarse el viaje. Me contestó que el párroco del hospital había mencionado su desamparo durante la misa, y los residentes ingleses de la ciudad de Mannheim habían reunido una pequeña cantidad para hacer frente a los costes de viaje. Satisfecho, le pregunté si tenía amigos en Inglaterra a los que pudiera acudir. «Tengo una sola amistad», me contestó, «que también es mi anfitriona, Lady Janet Roy». No te puedes imaginar mi sorpresa cuando oí esto. Inútil seguir preguntando de qué conocía a tu tía, y si esta realmente la aguardaba. Sin duda, mis preguntas la ofendían; es más: como respuesta, en general obtuvieron un silencio sepulcral. En estas condiciones, sabiendo que puedo confiar plenamente en tu bondad para con los desventurados, he decidido, no sin haberlo pensado mucho, asegurarme del bienestar de la pobre criatura cuando llegue a Londres dándole una carta para ti. Ya verás lo que cuenta, y así podrás juzgar mejor que yo si de verdad merece el cuidado de Lady Janet Roy. Una última consideración, que quizá sea importante, y con ella cierro esta carta larga y confusa. Cuando la vi por primera vez, me abstuve, tal como te he contado, de provocar su irritación haciendo preguntas sobre su nombre. En la segunda ocasión, sin embargo, me atreví a abordar el tema.
Al leer estas últimas palabras, Julian se percató de un brusco movimiento de su tía. Lady Janet se había levantado de repente de la silla y había pasado por detrás de él para leer la carta del cónsul por encima del hombro de su sobrino. Julian se dio cuenta y pudo frustrar a tiempo el plan de Lady Janet, tapando las dos últimas frases de la carta.
—¿Por qué no me dejas leerla? —preguntó Lady Janet con sequedad.
—Lady Janet, usted conocerá el final de la carta —contestó Julian—, pero antes quiero que se prepare para una gran sorpresa. Acomódese, y déjeme continuar con la lectura. Ponga atención hasta que revele las dos últimas palabras que cierran la carta de mi amigo.
Leyó entonces el final de la carta:
Miré a la mujer con franqueza y le pregunté si seguía negando el nombre que llevaba bordado en la ropa que traía puesta cuando entró en el hospital. Es decir, si no era Mercy Merrick, ¿quién era entonces? Me respondió en el acto: Mi nombre es…
Julian quitó la mano de la hoja. Lady Janet miró las dos siguientes palabras, y dio un respingo acompañado de un grito de estupefacción. Horace se levantó y se acercó:
—¡Vamos! ¡No te hagas esperar!
—… Grace Roseberry —leyó Julian.