CAPÍTULO XXVII

UNA APRENDIZ DE MARÍA MAGDALENA

Mr. Julian Gray me ha pedido que cuente cómo empezaron mis problemas. Lo hicieron antes de lo que puedo recordar. Empezaron con mi nacimiento.

Mi madre malogró su vida, muy joven, casándose con uno de los criados de su padre: un mozo con el que salía a montar a caballo. Tuvo que padecer el castigo habitual de tal conducta. Después de un breve lapso de tiempo, ella y su marido se separaron, teniendo ella que sacrificar en favor del hombre con el que se había casado su pequeña fortuna, que le correspondía por derecho propio.

Una vez conseguida su libertad, mi madre tuvo que ganarse el pan día a día. Su familia se negó a acogerla. Buscó amparo en una compañía de actores ambulantes.

Ganaba lo justo para vivir cuando mi padre la conoció. Él era un hombre de clase alta, orgulloso de su posición y conocido en la sociedad de aquel tiempo por sus muchas cualidades y sus gustos refinados. La belleza de mi madre le dejó fascinado. La sacó de la compañía ambulante y la rodeó de todos los lujos que una mujer puede desear.

No sé cuánto tiempo vivieron juntos. Solo sé que mi padre, en la época de mis primeros recuerdos, ya la había abandonado. Él sospechaba de la fidelidad de mi madre; sospechas cruelmente injustificadas, según sostuvo ella hasta el día de su muerte. Yo la creía, porque era mi madre. Pero no puedo esperar que los demás la crean; tan solo me limito a repetir lo que me contó. Mi padre la dejó sin dinero. Jamás se volvieron a ver y él no quiso acudir cuando ella, agonizante, lo hizo llamar.

Cuando se inician mis recuerdos, ella había vuelto a la compañía de teatro. Para mí no fue una época infeliz. Yo era la mascota y la distracción favorita de aquellos pobres actores. Me enseñaron a cantar y a bailar a la edad en la que otros niños empiezan a leer. Con cinco años yo ya estaba metida de lleno en la farándula, y ya había conseguido una pequeña reputación en las ferias de pueblo. Ya en esa época había empezado a vivir bajo un nombre falso, el más bonito que podían inventar para mí, para que quedara bien en los carteles. A veces, en temporadas malas, costaba mucho subsistir. Aprender a cantar y bailar en público normalmente significaba aprender a pasar hambre y frío en privado. Y aun así, mi vida posterior me ha hecho ver aquel tiempo con los actores ambulantes como el más feliz de mi vida.

Con diez años tuve que soportar la primera gran desgracia que recuerdo. Mi madre murió, agotada, en la flor de la vida. Y no mucho después la compañía, que se había quedado sin recursos debido a una serie de malas temporadas, se disolvió.

Me quedé sola, una vagabunda sin nombre ni dinero, pero con una terrible herencia, y Dios sabe que lo digo sin vanidad, después de todo lo que he sufrido: heredé la belleza de mi madre.

Mis únicos amigos eran los pobres actores, unos muertos de hambre. Dos de ellos, marido y mujer, hicieron tratos con otra compañía y me incluyeron a mí en el lote. El director era un borracho y un bruto. Una noche cometí un error insignificante en el transcurso de la función y él me pegó una paliza. Quizás haya heredado algo del temperamento de mi padre, aunque espero no haber heredado también su falta de misericordia. El caso es que tomé la decisión de no volver a servir al hombre que me había pegado, sin importarme lo que pudiera ser de mí. A la mañana siguiente, de madrugada, abrí la puerta del miserable alojamiento y, a los diez años y con un hatillo en la mano, me enfrenté sola al mundo. Mi madre me había confiado, en sus últimos momentos, el nombre de mi padre y su dirección en Londres. «Quizás se compadezca de ti» me dijo, «aunque no lo haga de mí, inténtalo». Llevaba algunos chelines en el bolsillo, lo último que me quedaba de mi miserable salario, y no me encontraba muy lejos de Londres. Pero jamás me acerqué a mi padre: aunque no era más que una niña, habría preferido morir de hambre antes que acudir a él. Quería mucho a mi madre y odiaba al hombre que le había dado la espalda cuando estaba en su lecho de muerte. A mí me daba igual que aquel hombre resultase ser mi padre.

¿Le escandaliza esta confesión? Me mira usted, Mr. Holmcroft, como si así fuera.

Reflexione un poco, señor. ¿Acaso lo que acabo de contar sirve para tacharme de insensible, ya en mis primeros años de vida? ¿Qué es un padre para un niño, si este jamás se ha sentado en sus rodillas ni ha recibido de él un beso o un regalo? Si nos hubiésemos cruzado por la calle no nos habríamos reconocido. Tal vez, años más tarde, cuando me moría de hambre en Londres, le pedí una limosna a mi padre sin saberlo, y quizás él le diera un penique a su hija también sin saberlo. ¿Qué tiene de sagrado la relación entre un padre y su hija cuando es una relación como esta? Ni siquiera las hierbas del campo pueden crecer sin la ayuda de la luz y el aire. ¿Cómo va a crecer el amor en un niño si no hay nada que le ayude?

Mis pocos ahorros se habrían agotado rápidamente, aunque hubiese tenido la edad y la fuerza suficientes para evitar que me los robaran. Pero los pocos chelines que me quedaban me los quitaron los gitanos. Tampoco podía quejarme. Me dieron comida y cobijo en sus tiendas y yo les hacía algún que otro servicio. Al cabo de un tiempo, les llegó una mala racha, igual que le había ocurrido a la compañía de teatro. Metieron a algunos en prisión y el resto se dispersó. Era la época de la poda. Encontré trabajo con los podadores y, después de la temporada, volví a Londres con mis nuevos amigos.

No quiero cansarle ni aburrirle tratando con detalle esta parte de mi infancia. Basta con decir que acabé mendigando, haciendo ver que vendía cerillas por la calle. El legado de mi madre me proporcionó muchas monedas de seis peniques, que mis cerillas no habrían conseguido extraer de los bolsillos de los extraños de haber sido una niña fea. Mi cara, que con los años iba a resultar mi mayor desgracia, en aquellos días era mi mejor aliada.

La vida que describo, Mr. Holmcroft, ¿no le recuerda un día, no hace mucho tiempo, en que habíamos salido a dar un paseo?

Recuerdo que se quedó sorprendido, incluso se molestó conmigo, y me resultó imposible explicarle mi conducta en aquel momento. ¿Recuerda a aquella pequeña vagabunda, con aquel miserable ramillete marchito en la mano, que corría tras nosotros para pedirnos medio penique? Le sorprendió verme romper a llorar cuando la niña nos pidió que le compráramos un poco de pan. Ahora ya sabe por qué sentía tanta lástima por ella. Ahora ya sabe también por qué le ofendí no acudiendo al compromiso que habíamos contraído con su madre, intentando en vano que aquella niña volviese a su casa. Después de lo que le he confesado, comprenderá que mi pobre hermanita de infortunio tenía mucho más derecho a reclamar mi atención.

Déjeme continuar. Siento haberle afligido. Pero déjeme continuar.

Los vagabundos tienen a su alcance un medio para conseguir que los ricos y las personas caritativas se percaten de su desamparo. Lo único que deben hacer es infringir la ley; de este modo son conducidos a un tribunal de justicia. Si las circunstancias relacionadas con el delito suscitan interés, conseguirán otra ventaja: publicidad en toda Inglaterra gracias a los periódicos.

Pues sí, incluso yo tengo experiencia con la justicia. Sé que me ha ignorado en la medida en que la he respetado; pero en dos ocasiones, al desafiarla, fue mi mejor aliada. Cometí mi primer delito cuando tenía doce años.

Era a última hora de la tarde. Estaba medio muerta de hambre; no paraba de llover; se estaba haciendo de noche. Yo estaba mendigando, abiertamente, a gritos, como solo puede hacerlo un niño hambriento. Una anciana, desde un carruaje detenido delante de la puerta de un comercio, se quejó de que yo estaba molestando. La policía cumplió con su deber. Aquella noche, la justicia me dio de cenar y me cobijó en la comisaría. Comparecí ante el juzgado de guardia y cuando el juez me preguntó, le conté mi vida. Era la historia cotidiana de miles de niños como yo, pero la mía tenía un elemento especial. Confesé que mi padre, fallecido ya por aquel entonces, había sido un hombre de clase alta, y reconocí con franqueza que jamás le había pedido ayuda, por cómo había tratado a mi madre. Supongo que se trataba de algo novedoso: hizo que mi caso se publicara en los periódicos. Los periodistas también me ayudaron describiéndome con los apelativos de «bonita e interesante». Llegaron donativos al tribunal. Un matrimonio benévolo y respetable vino al reformatorio para verme. Les causé buena impresión, en especial a la mujer. Yo estaba completamente sola, no tenía familiares que pudieran reclamarme. La mujer no tenía hijos y el marido era un hombre bueno. Al final me ofrecieron que entrara a servir en su casa.

Siempre intenté, no importaba lo bajo que hubiera caído, luchar por mejorar mi situación, ascender, a pesar de mi mala fortuna, por encima del destino que me había correspondido. Quizás el orgullo de mi padre sea la causa de este sentimiento, inagotable, que me embarga. Debe ser una cuestión de carácter. Es lo que me trajo a esta casa, y me acompañará cuando salga de ella. Si es una maldición o una bendición, no sabría decirlo.

La primera noche que pasé en mi nuevo hogar, me dije a mí misma: «Me han traído para que sea su criada; pues seré algo más que eso, acabarán acogiéndome como a una hija». No había pasado una semana y ya era la compañera favorita de mi ama mientras el señor estaba en su trabajo. Era una mujer con grandes dotes; mucho más culta que su marido y, por desgracia para ella, mayor que él. Solo ella ponía amor en su matrimonio. Salvo porque él en ocasiones despertaba sus celos, se llevaban bastante bien. Ella era de esas mujeres que están resignadas a que sus maridos las engañen, y él era uno de esos maridos que jamás llegan a saber lo que sus mujeres piensan de ellos. Lo que a ella la hacía más feliz era educarme. Yo ansiaba aprender e hice grandes progresos. A pesar de lo joven que era, enseguida aprendí a hablar con refinamiento y adopté las maneras que caracterizaban a mi señora. La verdad es que la educación que me ha permitido suplantar a una dama se la debo a ella.

Los tres años que pasé en aquella casa fueron felices. Tendría quince o dieciséis cuando la terrible herencia de mi madre empezó a ensombrecer mi vida. Un triste día, el amor maternal que aquella mujer sentía por mí se tornó en el odio más cruel: el de los celos, que jamás perdona. ¿Sabe por qué? Su marido se enamoró de mí.

Yo era inocente; no tenía la menor culpa. Él mismo se lo confesó al párroco que lo acompañaba en el momento de su muerte. Pero por aquel entonces ya habían pasado los años, y era demasiado tarde para que mi honor fuera rehabilitado.

El marido tenía una edad en la cual se supone que los hombres observan a las mujeres con tranquilidad, si no con indiferencia. Yo, con el tiempo, me había habituado a tenerlo como mi segundo padre. Inocente, desconociendo el sentimiento que le inspiraba, le permitía pequeñas familiaridades que inflamaban su pasión culpable. Su mujer lo descubrió, no yo. No tengo palabras para describir mi asombro y espanto cuando el primer arrebato de indignación de mi señora me puso frente a la verdad. De rodillas, le aseguré que era inocente. De rodillas le imploré que considerara mi pureza y mi juventud. La que en otros tiempos era la más dulce y atenta de las mujeres ahora se había transformado, a causa de los celos, en una furia. Me acusó de haberle animado a propósito; dijo que iba a echarme de su casa con sus propias manos. Como les ocurre a los hombres de carácter fuerte, el marido tenía un genio escondido que no era aconsejable provocar. Cuando su mujer me levantó la mano, él perdió el control. Confesó que su vida no tenía sentido sin mí; determinó irse conmigo si yo abandonaba la casa. La mujer, enloquecida, se aferró a su brazo. Después, ya no quise ver más. Salí corriendo, presa del pánico. Pasaba un coche de alquiler, lo tomé antes de que él abriera la puerta y fui al único sitio donde se me ocurrió refugiarme: una pequeña tienda, a cargo de una viuda, hermana de uno de nuestros sirvientes. Allí pasé la noche. Al día siguiente, él dio conmigo. Me hizo proposiciones deshonestas; me ofreció toda su fortuna; él estaba decidido a volver, dijera lo que dijese, al día siguiente. Aquella noche, con la ayuda de la buena mujer que se había ocupado de mí, al abrigo de la oscuridad, ¡cómo si yo tuviera la culpa!, me llevaron en secreto al este de Londres y me dejaron a cargo de una persona de confianza que vivía, de manera muy humilde, alquilando habitaciones.

Allí, en una buhardilla, me vi otra vez sola, a una edad en la que era muy arriesgado para mi integridad no disponer más que de mis propios recursos para ganarme el pan y el techo que me cobijaba.

No presumo de mérito alguno —ni por lo joven que era, ni porque tuviera que escoger entre la vida fácil que proporciona el Vicio y la vida difícil que otorga la Virtud— por actuar como lo hice. Simplemente, aquel hombre me horrorizaba: sentía el impulso de huir de él. Pero recuerde, antes de continuar con la parte más triste de mi historia, que yo era una muchacha inocente, y que no tenía la culpa de lo que había pasado.

Perdóneme por haberme extendido tanto con los primeros años de mi vida. Me temo que estoy rehuyendo hablar de los acontecimientos que aún están por venir.

Al perder la estima de mi primera protectora y encontrarme sola, no tenía otra manera de llevar una vida decente que acudiendo al frágil recurso de la costura. Mis únicas referencias, para un taller que empleaba a muchas costureras expertas, eran las de mi casera. No hace falta que comente la miserable remuneración de ese tipo de trabajo, los periódicos han hablado de ello. Mientras mi salud me lo permitió, logré seguir adelante sin contraer deudas. Muy pocas muchachas habrían aguantado tanto tiempo como yo la influencia enfermiza y agotadora de los talleres hacinados, la alimentación insuficiente y la ausencia casi total de ejercicio. Cuando era niña, mi vida había transcurrido al aire libre, lo que contribuyó a fortalecerme y a librarme de cualquier vestigio de enfermedad. Pero llegó un momento en que no pude más. Al forzar tanto la salud, esta acabó por ceder. Sufrí unas fiebres, y mis vecinos enseguida sentenciaron: «¡Pobrecilla, pronto dejará de sufrir!».

La predicción podría haberse convertido en realidad —y de esa forma jamás habría cometido los errores que cometí después, ni hubiera tenido que soportar los padecimientos que sufrí— si hubiese caído enferma en otra casa.

Pero tuve la buena, o la mala suerte, de que una actriz de un teatro de las afueras, que ocupaba una habitación debajo de la mía, se interesara por mí y por mis penas. Salvo cuando su trabajo la obligaba a ausentarse dos o tres horas por la noche, esta noble mujer jamas se apartó de mi cama. A pesar de que apenas disponía de medios, pagó mis gastos mientras yo yacía desamparada. La casera, conmovida por su ejemplo, exigió tan solo la mitad del alquiler semanal de mi habitación. El médico, con la bondad cristiana propia de su profesión, no cobró sus honorarios. Me prodigaron los mayores y más tiernos cuidados; mi juventud y mi constitución hicieron el resto. Luché por sobrevivir y volví a coger la aguja.

Tal vez le sorprenda que, siendo mi mejor amiga actriz, no me sirviera de ella para probar suerte en el teatro, sobre todo si se tiene en cuenta que en mi niñez me había familiarizado con este arte.

Solo tenía un motivo para no querer aparecer en el escenario, pero era tan poderoso que estaba dispuesta a recurrir a cualquier otra alternativa, por desesperada que fuera. Si aparecía en escena sería tan solo una cuestión de tiempo que aquel de quien había huido me descubriera. Sabía que él era aficionado a las bambalinas, y que estaba suscrito a una revista especializada. Incluso le había oído hablar alguna vez del teatro en el que trabajaba mi amiga, del que decía que era mejor que otros con mayores pretensiones. Si me incorporaba a la compañía, tarde o temprano él se decidiría a ir a ver a la nueva actriz. Solo con pensarlo estaba dispuesta a conformarme con la costura. Antes de que tuviera fuerzas suficientes para aguantar el ambiente de aquel taller atestado a reventar, me concedieron permiso, como un favor, para trabajar en mi casa.

Seguramente mi elección fue la propia de una muchacha virtuosa. Y aun así, el día que volví a retomar la costura fue el más terrible de mi vida.

Ahora no solo tenía que cubrir las necesidades cotidianas, también tenía que pagar mis deudas. Solo podía conseguirlo trabajando más que nunca y pasando más privaciones que antes. Enseguida pagué las consecuencias, dado mi débil estado. Una noche sentí un mareo repentino y una terrible punzada en el corazón. Conseguí abrir la ventana para que entrara aire fresco; esto me hizo sentirme mejor. Pero no me había recuperado lo suficiente como para enhebrar la aguja. Me dije a mí misma: «Quizá me siente bien tomar un poco de aire y hacer algo de ejercicio. Saldré media hora a dar un paseo». No llevaba ni cinco minutos en la calle cuando se repitió el mismo ataque. No había ninguna tienda cerca donde pudiera refugiarme. Intenté llamar a la puerta de la casa más próxima. Pero, antes de alcanzar el timbre, me desmayé en plena calle.

Me es imposible decir durante cuánto tiempo el hambre y la debilidad me dejaron a merced del primer extraño que pasara por ahí.

Cuando recobré el sentido, me di cuenta de que estaba en una casa y que un hombre me acercaba a los labios una copa con alguna bebida fuerte. Fui capaz de tragármela, aunque no sé si bebí mucho o poco. Me produjo un efecto muy extraño. Primero me reanimó, pero después me dejó en estado de estupor. Perdí otra vez el conocimiento.

Cuando volví en mí, amanecía. Estaba acostada en una cama en una habitación extraña. Se apoderó de mí un terror indecible. Grité. Entraron tres o cuatro mujeres, cuyos rostros delataban, incluso para unos ojos tan inocentes como los míos, la deshonrosa vida que llevaban. Me levanté de la cama. Les supliqué que me dijeran dónde estaba y qué había pasado…

¡Perdóneme! No puedo seguir hablando. No hace mucho ha oído que Miss Roseberry me llamaba perdida. Ahora ya sabe, y pongo a Dios por testigo de que digo la verdad, qué fue lo que me convirtió en una perdida, y en qué medida merezco mi desgracia.

Por primera vez, a Mercy le fallaron la voz y la decisión.

—Deme cinco minutos —dijo con voz queda y tono suplicante—. Si continúo, me temo que romperé a llorar.

Cogió la silla que Julian le había acercado y se giró para que ni Julian ni Horace pudieran verle la cara. Tenía una mano apretada contra el pecho, y la otra colgaba a lo largo de su cuerpo.

Julian se levantó de su asiento. Horace permanecía mudo e inmóvil. Tenía la cabeza inclinada; las lágrimas que corrían por sus mejillas revelaban que ella le había llegado al corazón. ¿La perdonaría? Julian pasó por su lado y se acercó a Mercy.

En silencio, cogió la mano que colgaba. En silencio, se la llevó a los labios y la besó, como un hermano. Ella se alarmó, pero no alzó la vista. La embargó un extraño temor a descubrir quién era.

—¿Horace? —susurró con timidez.

Julian no contestó. Volvió a sentarse en su sitio, dejando que creyera que había sido Horace.

El sacrificio era ya suficiente, sobre todo si se tenían en cuenta sus sentimientos hacia ella, para ser digno del hombre ante quien lo había hecho.

Ella había pedido solo unos minutos. Transcurridos estos, se volvió hacia ellos. Su voz aterciopelada volvía a ser firme; al continuar, sus ojos descansaron en Horace con dulzura.

¿Qué podía hacer una muchacha, sola, en mi situación, después de que me revelaran el ultraje al que me habían sometido?

Si hubiera tenido familia que me protegiera y aconsejara, las desalmadas en cuyas manos caí habrían recibido el castigo de la justicia. Pero yo sabía de las formalidades que ponen en marcha la actuación de la ley tanto como sabe un niño. Tenía otra alternativa, pensará usted. Alguna institución de caridad me habría acogido y ayudado si les hubiera presentado mi caso. Pero yo sabía tanto de asociaciones caritativas como de la ley. Entonces, dirá, podría haber vuelto con las personas decentes con las que había vivido. Cuando recuperé mi libertad, después de unos días, me dio vergüenza volver con aquella gente honrada. Sin auxilio, sin esperanza, sin haber elegido mi pecado, me dejé arrastrar, como lo han hecho miles de mujeres, por una vida que me marcó para el resto de mis días.

¿Les sorprende la ignorancia que revela mi confesión? Ustedes tienen a abogados que les informan de las soluciones legales, tienen periódicos, boletines y amistades que se encargan de alabar continuamente el trabajo de las entidades caritativas… ustedes, que disfrutan de todas estas ventajas, no tienen ni la menor idea de la ignorancia en la que viven las criaturas perdidas. No saben nada, a menos que sean unos granujas acostumbrados a aprovecharse de la sociedad, de sus benévolos programas destinados a ayudarles. Los objetivos de las asociaciones benéficas, y el modo de saber dónde están y cómo solicitar su amparo deberían figurar en carteles colocados en cada esquina. ¿Qué sabemos nosotros de comidas gratuitas, sermones elocuentes y boletines impresos con esmero?

De vez en cuando aparece en los periódicos el caso de alguna criatura desesperada, normalmente una mujer, que se ha suicidado, quizás a cinco minutos de una institución que podía haberle abierto las puertas; entonces se produce la consternación, pero luego sobreviene el olvido. Si se dedicase el mismo esfuerzo en dar a conocer entre los desgraciados los centros de caridad y los asilos que el que se emplea en difundir una nueva obra de teatro, un nuevo periódico o un nuevo medicamento entre la gente con dinero, se salvaría a más de una criatura perdida que en estos momentos corre peligro.

Perdone y entiéndame si no sigo hablando de este período de mi vida. Ahora voy a pasar al otro incidente que me llevó por segunda vez ante los tribunales.

A pesar de mi triste experiencia, no he aprendido a pensar mal de la naturaleza humana. En la vida he encontrado gente de buen corazón que se ha compadecido de mí en los momentos de sufrimiento; y he tenido amigas fieles, abnegadas y generosas entre mis hermanas en la adversidad. Una de aquellas pobres mujeres —¡me gusta pensar que debe haber partido ya de este mundo que la trató tan mal!— despertaba en especial mi simpatía. Era la persona más amable y menos egoísta que he conocido en mi vida. Vivíamos juntas, como hermanas. Más de una vez, de noche, cuando la idea del suicidio se apodera de una mujer desesperada, evocaba la imagen de mi pobre y querida amiga, que sufría en soledad, y eso me daba ánimos. Quizá le cueste trabajo entenderlo, pero incluso nosotras vivimos días felices. Cuando nos sobraban algunos chelines, nos hacíamos pequeños regalos. Y, lo que es más extraño, disfrutábamos de aquel sencillo placer de dar y recibir con tanta ilusión como se hubiéramos sido las mujeres de mejor reputación del mundo.

Un día llevé a mi amiga a una tienda para comprarle una cinta… un lazo para su vestido. Ella lo elegiría y yo se lo regalaría; iba a ser el lazo más bonito que se pudiera pagar con dinero.

La tienda estaba llena de gente, así que tuvimos que esperar un poco a que nos atendiesen.

A mi lado, mientras esperábamos frente al mostrador, una mujer vestida de forma muy llamativa miraba unos pañuelos. Estaban adornados de finos bordados, pero la elegante señora era difícil de contentar. Los revolvía con desdén cuando preguntó si tenían otros modelos en el almacén. El vendedor, al retirar los pañuelos vio que faltaba uno. Estaba completamente seguro, pues el detalle del bordado del que faltaba lo convertía en un pañuelo muy llamativo. Mi atuendo era muy humilde, y me encontraba cerca de los pañuelos. Tras echarme una mirada, le gritó al encargado: «¡Cierre la puerta! ¡Hay un ladrón en la tienda!».

Cerraron la puerta y buscaron en vano el pañuelo perdido por el mostrador y por el suelo. Alguien había cometido un robo y me acusaron de ser la ladrona.

No voy a explicar lo que sentí en aquel momento, me limitaré a contar lo que ocurrió.

Me registraron y me encontraron el pañuelo encima. La mujer que estaba a mi lado, al ver que la podían descubrir, sin duda consiguió meterme el pañuelo en el bolsillo. Solo una ladrona experta podía evitar de ese modo que la atraparan. Ante los hechos, resultaba inútil declararme inocente. No podía defenderme. Mi amiga salió en mi defensa, pero ¿quién era ella? Una perdida, igual que yo. La declaración de mi casera en favor de mi honradez no tuvo ningún efecto; es más: tenía en su contra que hospedaba a gente de mi condición. Me juzgaron y me declararon culpable. Así termina la historia de mi desgracia, Mr. Holmcroft. No importaba que fuera inocente o no; no puedo borrar la deshonra de haber sido encarcelada por robo.

La matrona de la prisión se interesó por mí. Informó favorablemente sobre mi comportamiento a las autoridades y, después de pasar mi tiempo, como solíamos decir entre nosotras, me dio una carta para la que sería una buena amiga y la protectora de estos últimos años de mi vida, la dama que vendrá para conducirme de nuevo al albergue.

A partir de ahora, la historia de mi vida no es más que la de los vanos esfuerzos de una mujer que quería recuperar un lugar en el mundo.

La directora, al recibirme en el albergue, me dijo con franqueza que habría terribles obstáculos en mi camino. Pero se dio cuenta de que yo era sincera y, como buena mujer que es, sintió simpatía y compasión por mí. Por mi parte, no dejé de emprender un lento y arduo camino para recuperar mi reputación, desde el punto de partida más humilde: el del servicio doméstico. Me ofrecieron una oportunidad en una casa respetable. Trabajaba mucho y sin quejarme, pero la terrible herencia de mi madre estuvo en mi contra desde el principio. Mi aspecto llamaba la atención; mis modales y costumbres no eran los propios de las mujeres entre las que me tocaba vivir ahora. Recorrí varias casas, siempre con la misma suerte. Podía soportar la desconfianza y los celos, pero no el ataque de la curiosidad. Tarde o temprano, las investigaciones daban sus frutos. A veces, los sirvientes me amenazaban y me veía obligada a marcharme. Otras, si había algún hombre joven en la familia, el escándalo nos señalaba tanto a él como a mí… y otra vez me veía obligada a marcharme. Si le interesa saberlo, Miss Roseberry le podrá explicar mi vida en aquellos tristes días. Se la confesé la noche en que nos conocimos en la casa francesa; no me quedan ánimos para repetirla ahora. Después de un tiempo, me cansé de aquella lucha sin remedio. La desesperación se apoderó de mí; perdí toda esperanza en la misericordia divina. Más de una vez me fui andando hasta algún puente; me asomaba al río, apoyada en el parapeto y me decía: «Otras mujeres lo han hecho. ¿Por qué no yo?».

En aquella época fue usted quien me salvó, Mr. Gray, como me ha salvado desde entonces. Yo estaba entre sus fieles cuando predicó en la capilla del albergue. Hizo que otras, además de mí, aceptaran nuestro duro peregrinaje. En el nombre de todas y en el mío, Mr. Gray, le doy las gracias.

He olvidado cuánto tiempo transcurrió desde el maravilloso día en que nos consoló, y nos animó, hasta que estalló la guerra entre Francia y Alemania. Pero jamás olvidaré el día en que la directora me hizo llamar y me dijo: «Hija mía, aquí estás desperdiciando tu vida. Si tienes valor para intentarlo, te daré otra oportunidad».

Pasé un mes de prueba en un hospital de Londres. Y una semana después vestía el uniforme con la cruz roja de la Convención de Ginebra. Me asignaron como enfermera a una ambulancia francesa. Cuando me vio por primera vez, Mr. Holmcroft, todavía llevaba puesto el uniforme de enfermera, pero oculto a los ojos de todos debajo de una capa gris.

Ya sabe qué ocurrió después; ya sabe cómo entré en esta casa.

He procurado no dramatizar mi sufrimiento ni mis problemas al explicar cuál ha sido mi vida. Cuando conocí a Miss Roseberry era una vida sin esperanza. Imagine la tentación que me asaltó cuando la granada le acertó en aquella casa de Francia. Ahí estaba tendida… ¡muerta! Su nombre no estaba manchado. Su futuro me ofrecía la recompensa que me había sido negada a pesar de todos mis esfuerzos. Se me volvía a presentar la oportunidad de recuperar mi lugar perdido en la sociedad, con la única condición de ganarlo mediante un engaño. No tenía perspectivas; no tenía a ningún amigo que me aconsejara y me salvara. Había perdido los años más hermosos de mi vida en una lucha inútil por recuperar mi buen nombre. Esa era mi situación, cuando la posibilidad de adoptar la identidad de Miss Roseberry se me ocurrió por primera vez. En un impulso, temerariamente —o, si lo prefiere, con maldad—, aproveché la oportunidad: crucé a través de las líneas alemanas con el nombre de Miss Roseberry. Cuando llegué a Inglaterra, sin tiempo para reflexionar, hice el primer y último esfuerzo para echarme atrás antes de que fuese demasiado tarde. Fui al albergue y me detuve en la acera de enfrente, contemplándolo. Recordé aquella antigua vida llena de infortunios al fijar la vista en la puerta que me era tan familiar. El horror de volver a aquella vida era más de lo que podía soportar. En ese momento pasó un coche de alquiler desocupado. El conductor tenía la mano levantada. Desesperada, lo detuve, y cuando él me preguntó: «¿A dónde?», le respondí: «A Mablethorpe House».

De todo lo que he sufrido en secreto, desde que el éxito de mi engaño me puso al cuidado de Lady Janet, prefiero no decir nada. Seguramente ahora entenderá muchos detalles de mi comportamiento que le habrán parecido extraños. Probablemente se dio cuenta hace tiempo de que yo no era una mujer feliz. Ahora ya sabe por qué.

Esta es mi confesión; por fin ha hablado mi conciencia. Le libero de su promesa, es usted libre. Debe agradecerle a Mr. Julian Gray que me encuentre aquí, acusándome del delito que he cometido, y ante el hombre al que he engañado.