CAPÍTULO XXVIII

SE PRONUNCIA SENTENCIA

Ya estaba hecho. Su voz fue apagándose hasta que se alcanzó el silencio.

Su mirada se posó en Horace. Después de oír todo aquello, ¿sería capaz de resistirse a aquella mirada noble y suplicante? ¿La perdonaría? Julian le había visto lágrimas en las mejillas, y había creído que eran por ella. ¿Por qué permanecía en silencio? ¿Era posible que su dolor solo fuera por él mismo?

Por última vez —en aquel momento crucial para ella—, Julian habló en su defensa. Jamás la había amado tanto como en ese momento; era toda una prueba, incluso para su talante generoso, interceder por ella ante Horace en contra de sus íntimos deseos. Pero le había prometido a Mercy, sin ninguna clase de reserva, como su mejor amigo, toda la ayuda que estuviera en su mano. Cumplió con su palabra con fidelidad y hombría.

—¡Horace! —dijo Julian.

Horace alzó la cabeza lentamente. Julian se levantó y se le acercó.

—Mercy te ha pedido que me des las gracias por conseguir hacer hablar a su conciencia. ¡Pero dáselas a su noble carácter, que acudió a mi llamada! Una mujer que es capaz de ser sincera tiene un valor inestimable. El arrepentimiento de corazón es motivo de gozo en el cielo. ¿Por qué no iba a hablar en su favor aquí en la tierra? ¡Hónrala, si eres cristiano! ¡Compadécela, si eres humano!

Se detuvo. Horace no contestó.

Mercy, con los ojos llenos de lágrimas, miró a Julian. ¡Era aquel el corazón que la amaba! ¡Eran sus palabras las que la tranquilizaban y la perdonaban! Tuvo que hacer un esfuerzo para volver a mirar a Horace, que había perdido toda influencia sobre ella. De lo más recóndito de su mente surgió repentinamente una idea irreprimible: «¿Cómo he podido amar a este hombre?».

Dio un paso hacia él; todavía era imposible olvidar el pasado. Ella le tendió la mano.

Él, a su vez, se levantó… sin mirarla.

—Antes de que nos separemos —dijo Mercy—, ¿me dará la mano como prueba de que me perdona?

Él vaciló. Inició el gesto de tenderle la mano, pero al instante aquel generoso impulso se desvaneció. Su lugar fue ocupado por un temor miserable a lo que podría suceder si se dejaba fascinar por el contacto con su piel. Apartó la mano y se separó con rapidez.

—¡No puedo perdonarte! —dijo.

Con aquellas terribles palabras, sin ni siquiera mirarla por última vez, se dirigió hacia la puerta para salir de la sala. En el momento en que lo hacía, el desprecio de Julian estalló fuera de control.

—Horace… ¡Me das lástima!

Después de que estas palabras escaparan de sus labios, se giró hacia Mercy. Ella se había retirado a un rincón de la biblioteca. ¡El primer trago amargo de lo que la aguardaba se lo había dispensado Horace! La energía que la había mantenido entera hasta aquel momento se desvaneció ante la terrible perspectiva —mucho más terrible para una mujer— de ser sometida al desdén y el desprecio. Desesperada, desamparada, cayó de rodillas ante un pequeño sofá en el rincón más oscuro de la habitación, entonando esta plegaria: «¡Dios mío, ten piedad de mí!».

Julian fue hasta su lado. Ella pudo sentir entonces el delicado roce de su mano y oír su voz, afectuosa, consolándola al oído.

—¡Levántate, corazón afligido! Alma hermosa y purificada, los ángeles del Señor se regocijan por ti. Ocupa tu lugar entre las criaturas más nobles de Dios.

La hacía levantarse a medida que hablaba. Ella volcó en él su corazón. Le cogió la mano y la apretó contra su pecho; la llevó a sus labios, pero de pronto la soltó y se apartó, temblando frente a él como una niña asustada.

—¡Perdóneme! —fue todo lo que pudo decir—. ¡Estaba tan perdida y desamparada… y usted es tan bueno conmigo!

Intentó apartarse aún más. Fue inútil, le habían abandonado las fuerzas. Se apoyó en el canapé para no caerse. Él la miró. De sus labios estaba a punto de salir su declaración de amor; volvió a mirarla y se contuvo. No, no era el momento; no se lo diría cuando ella se sentía desolada y avergonzada; ni tampoco en un momento de debilidad, en el que ella pudiera ceder para después arrepentirse. Su gran corazón, que la había perdonado y compadecido desde el primer momento, seguiría perdonándola y compadeciéndola.

Decidió dejarla sola, pero no sin decir antes unas palabras de despedida.

—No se preocupe por su futuro. Tengo algo que proponerle en cuanto haya recobrado la calma y el sosiego.

Julian abrió la puerta del comedor y salió de la estancia.

Los criados, ocupados en preparar la mesa para la cena, observaron que cuando «Mr. Julian entró en el comedor, sus ojos brillaban más que nunca». Tenía el aspecto de un hombre «que espera buenas noticias». Les dio la impresión que, aunque era aún joven para ello, el sobrino de Lady Janet estaba en camino de ascender en la jerarquía eclesiástica.

* * *

Mercy se sentó en el sofá.

En el organismo humano los efectos del dolor son limitados. Cuando ha alcanzado cierto punto de intensidad, los nervios se hacen insensibles, y dejan de sentirlo. Las leyes de la Naturaleza no solo se aplican al dolor físico, sino también al dolor mental. El pesar, la ira, el terror también tienen un determinado límite. La sensibilidad moral, de la misma forma que la sensibilidad nerviosa, alcanza un momento de agotamiento absoluto, tras el cual se deja de sentir.

La capacidad de sufrimiento de Mercy había llegado a este término. Sola, en la biblioteca, notaba el alivio físico que le proporcionaba el descanso; recordaba vagamente las palabras de despedida de Julian, y se preguntaba con tristeza qué significarían. Era lo único de lo que se veía capaz.

Pasaron unos minutos: unos minutos de absoluto reposo.

Se recuperó lo suficiente para mirar el reloj y calcular cuánto tiempo debía faltar para que Julian volviera a su lado, tal como le había prometido. Mientras su mente seguía lánguidamente sumergida en estos pensamientos, sonó el timbre del vestíbulo que se solía utilizar para llamar al criado cuyas tareas guardaban relación con aquella parte de la mansión. Horace había salido de la biblioteca por la puerta que daba al vestíbulo, pero no la había cerrado. Oyó el timbre con claridad y, un momento más tarde, aún con mayor claridad, la voz de Lady Janet.

Mercy se puso de pie. Todavía llevaba en el bolsillo la carta de Lady Janet, en la que le ordenaba imperativamente que se abstuviera de confesar lo que ya había salido de sus labios. Era casi la hora de la cena, momento en que Lady Janet solía reunirse con sus invitados en la biblioteca; no había lugar a dudas: Lady Janet atravesaba el vestíbulo en dirección a la estancia en la que estaba ella.

Mercy podía optar por abandonar en el acto la biblioteca por la puerta del comedor, o bien por quedarse donde estaba, arriesgándose a tener que confesar, tarde o temprano, que había desobedecido a su protectora. Agotada, permanecía de pie, temblorosa e insegura, incapaz de decidir qué hacer.

La voz de Lady Janet, clara y firme, se introdujo en la habitación. Estaba reprendiendo al sirviente que había acudido a su llamada.

—¿No es cierto que uno de tus deberes en esta casa es cuidarte de las lámparas?

—Sí, señora.

—¿Y que es mi deber pagar tu sueldo?

—Si lo tiene a bien, señora.

—¿Entonces por qué me encuentro con que apenas hay luz en el vestíbulo, y que la mecha de la lámpara humea? ¿Acaso no cumplo mis deberes contigo? ¡Pues no vuelvas a incumplir el deber que tienes conmigo!

A Mercy le pareció que jamás había habido tanta severidad en la voz de Lady Janet. Si le hablaba así a un sirviente que había descuidado una lámpara, ¿cómo reaccionaría si descubría que su hija adoptiva había desafiado de igual forma sus ruegos y órdenes?

Tras la reprimenda, Lady Janet aún no había acabado con el sirviente. Tenía que hacerle una pregunta.

—¿Dónde está Miss Roseberry?

—En la biblioteca, señora.

Mercy volvió al sofá. Era incapaz de mantenerse en pie; ni siquiera le quedaban ánimos para levantar la vista hacia la puerta.

Lady Janet entró con mayor rapidez que de costumbre. Avanzó hacia el sofá y llamó la atención de Mercy tocándole la mejilla alegremente con los dedos.

—¡Qué niña más perezosa! ¿Aún no te has arreglado para la cena? ¡Vaya, vaya!

Estas palabras, igual que el gesto que las había acompañado, estaban impregnadas de alegría y afecto. Muda de estupefacción, Mercy alzó la mirada hacia ella.

Lady Janet vestía siempre con gusto y esplendor extraordinarios, pero en esta ocasión se había superado a sí misma. Lucía un magnífico vestido de terciopelo, las alhajas más valiosas y los más finos encajes, sin nadie a quien deleitar en aquella cena salvo a los habituales de Mablethorpe House. Además de este detalle sorprendente, Mercy también observó que, por primera vez desde que la conocía, Lady Janet esquivaba su mirada. La anciana tomó sitio amistosamente en el sofá al lado de Mercy; criticó simpáticamente el sencillo vestido de su «niña perezosa», desprovisto de ningún tipo de ornamentos; le pasó cariñosamente el brazo alrededor de la cintura mientras, con la otra mano, le arreglaba los mechones revueltos… pero en el mismo instante en que Mercy dirigió su mirada hacia ella, los ojos de Lady Janet se entretuvieron en tratar de descubrir algo de suprema importancia entre los objetos que había a su alrededor.

¿Cómo debía interpretar esta actitud? ¿A qué conclusión conducía?

De haber estado allí Julian, con su profundo conocimiento de la condición humana, de seguro habría dado con la clave del misterio. Ningún otro salvo él podría haber supuesto que, por increíble que fuera, la timidez de Mercy ante Lady Janet fuera a ser completamente correspondida por la timidez de Lady Janet ante Mercy. Y aún había más. La mujer cuya imperturbable compostura había derrotado a la insolencia de Grace Roseberry en el apogeo de su victoria; la mujer que, sin retroceder ni un paso, se había enfrentado a las consecuencias que comportaba su decisión de ignorar la verdadera situación de Mercy en su casa, empezó por primera vez a sentir miedo al verse cara a cara con la misma persona por la que había sufrido y se había sacrificado tanto. Había evitado reunirse con Mercy, del mismo modo que Mercy la había evitado a ella. El esplendor de su vestido significaba, ni más ni menos, que, una vez agotadas todas las excusas para retrasar su reencuentro, había tomado como disculpa proceder a un largo y elaborado arreglo de su persona. Incluso los minutos empleados en reprender al criado no habían sido más que un pretexto para retrasar la cita. La precipitada entrada en la biblioteca, la nerviosa y simulada alegría en su forma de hablar y de comportarse, la mirada evasiva e inquieta, todo se debía a la misma causa. En presencia de los demás, Lady Janet había conseguido acallar las protestas de sus exquisitas maneras y de su innato sentido del honor. Pero en la de Mercy, a quien amaba como lo haría una madre, por quien se había rebajado a esconder la verdad, todo lo que había en ella de elevado y noble se rebelaba contra ella. «¿Qué pensará de mí esta hija que he adoptado, mi primera y única experiencia de amor maternal, cuando me he vuelto cómplice del fraude del que ella se avergüenza? ¿Cómo voy a atreverme a mirarla a la cara si, por egoísmo, por mi propia tranquilidad, no he dudado en prohibirle que confiese la verdad, a la que su sentido del deber la ha empujado?». Estas eran las preguntas que atormentaban a Lady Janet, mientras rodeaba afectuosamente la cintura de Mercy con el brazo y sus dedos se entretenían en arreglarle el cabello con destreza. Por eso, solo por eso, sintió un súbito impulso de empezar a hablar, frívolamente, de cualquier cosa, siempre y cuando tuviera que ver con el futuro y dejase a un lado presente y pasado.

—Este invierno es insoportable —empezó Lady Janet—. He estado pensando, Grace, sobre qué podemos hacer ahora.

Mercy se quedó estupefacta. Lady Janet la había llamado «Grace». Seguía actuando como si no tuviera ni la más mínima sospecha de cuál era la verdad.

—¡No! —continuó, como si malinterpretara la reacción de Mercy—. Ahora ya no puedes subir para cambiarte. No hay tiempo, y por esta vez estoy dispuesta a perdonarte. Querida, te encuentro hecha un desastre. Tu desaliño no tiene límites. ¡Ay! Recuerdo que yo también tenía mis caprichos, y que me quedaba bien cualquier cosa que me ponía, igual que a ti. Bueno, dejémoslo. Te decía que he estado pensando lo que vamos a hacer. Realmente, no podemos quedarnos aquí. Un día hace frío, otro hace calor… ¡menudo clima! Y en cuanto a la vida social, ¿acaso vamos a perder algo si nos vamos? Nada. Reuniones de chusma bien vestida cuyos miembros se invitan unos a otros a sus casas, se estropean mutuamente la ropa y se pisan los pies. Con mucha suerte consigues sentarte en la escalera, te sirven un helado caliente, escuchas conversaciones insulsas y vulgares. Así es la vida social moderna. Si tuviéramos buena ópera, aún tendríamos una razón para quedarnos en Londres. Mira el programa de esta temporada, está sobre la mesa. Promete muchísimo en el papel, pero ofrece poquísimo en el escenario. Siempre las mismas obras, interpretadas por los mismos cantantes, año tras año, para los estúpidos de siempre… resumiendo, tenemos las veladas musicales más insulsas de Europa. ¡No! Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que la única alternativa sensata que tenemos es la de irnos al extranjero. Veamos, pon a trabajar esa preciosa cabecita. Elige: ¿norte o sur, este u oeste? Me da igual. ¿Adónde vamos?

Mercy la miró al instante cuando ella le formuló aquella pregunta.

Lady Janet, instantáneamente, apartó la mirada de Mercy para fijarse en el programa de ópera. ¡Seguía manteniendo su triste y fingida actitud! ¡Seguía insistiendo en aquella inútil y cruel demora! Incapaz de soportar la situación a la que se veía abocada, Mercy introdujo la mano en su bolsillo y sacó de él la carta de Lady Janet.

—¿Me permite —empezó, con voz débil y entrecortada—, que ponga en su conocimiento un asunto delicado? Apenas me atrevo a reconocerlo…

A pesar de su resolución de hablar sin reparos, el recuerdo del antiguo cariño y la bondad que había manifestado por ella prevaleció sobre cualquier otra cosa. Las palabras que iba a pronunciar se desvanecieron en sus labios.

Lady Janet se negó a ver la carta. De repente, se mostró absorta en la tarea de arreglarse los brazaletes.

—Ya sé qué es lo que no te atreves a reconocer, tontita —exclamó—. No te atreves a confesar que estás harta de estar aburrida en esta casa. ¡Estoy completamente de acuerdo contigo! Y cansada de mi ostentosa forma de vivir; me encantaría hacerlo en una habitación pequeña y cómoda, con un único criado para atenderme. Pues eso es lo que haremos. Primero iremos a París. Mi querido Migliore, el príncipe de los mensajeros, será la única persona que nos acompañará. Él nos conseguirá una vivienda en uno de los barrios antiguos de París. Pasaremos estrecheces, Grace, simplemente para cambiar. Llevaremos lo que se llama «una vida bohemia». Conozco a muchos escritores, pintores y actores en París; es la gente más alegre del mundo, querida, hasta que uno se harta de ellos. Cenaremos en restaurantes, iremos al teatro, pasearemos en esos viejos y pequeños carruajes de alquiler. Y en cuanto empecemos a aburrirnos extenderemos las alas para emprender el vuelo hacia Italia. Así burlaremos el invierno. ¿Qué te parece la idea? Migliore está en Londres. Le haré venir esta noche y empezaremos mañana.

Mercy hizo otro esfuerzo.

—Le ruego que me disculpe —continuó—, tengo algo importante que decirle. Me temo que…

—¡Ya veo! Te da miedo cruzar el Canal, pero no quieres reconocerlo. ¡Bah! La travesía apenas dura dos horas; tendremos un camarote privado. Voy a encargarlo ahora mismo. Toca la campanilla.

—Lady Janet, debo aceptar mi destino, por cruel que sea. Dudo que pueda volver a incluirme en sus planes de ahora en adelante…

—¿Acaso te asusta la vida bohemia de París? Mira, Grace, lo que más odio en este mundo es ver a un joven con mentalidad de viejo. Se acabó. Toca la campanilla.

—Esto no puede continuar, Lady Janet. No tengo palabras para expresar lo indigna que me siento de su bondad, lo avergonzada que estoy…

—Por mi honor, querida, que estoy de acuerdo contigo. Debería darte vergüenza que, a tu edad, tenga que ser yo quien se levante para llamar.

Su obstinación era imperturbable; intentó levantarse del sofá. Pero a Mercy todavía le quedaba una posibilidad. Se adelantó a Lady Janet y tocó la campanilla.

Entró un sirviente. Traía una bandeja con una tarjeta y un trozo de papel unido a ella, junto con una carta abierta.

—¿Sabes dónde vive mi correo cuando está en Londres? —preguntó Lady Janet.

—Sí, señora.

—Pues envíale uno de los mozos. Que vaya a caballo. Tengo prisa. El correo debe estar aquí mañana por la mañana sin falta, a tiempo para tomar el transbordador con destino a París. ¿Me entiendes?

—Sí, señora.

—¿Qué llevas ahí? ¿Es para mí?

—Para Miss Roseberry, señora.

Al contestar, el hombre le entregó la tarjeta y el papel a Mercy.

—La señora aguarda en el salón del desayuno, señorita. Desea que le diga que no tiene prisa y que la esperará si todavía no está lista.

Tras este mensaje, el sirviente se retiró.

Mercy leyó el nombre de la tarjeta. ¡La directora había llegado! Después observó el papel. Era una circular con algunas líneas escritas a lápiz en una parte que estaba en blanco. Las letras bailaban, tanto las impresas como las manuscritas. Sentía, más que veía, que Lady Janet la escrutaba inexorablemente, presa de la sospecha. Con la aparición de la directora había llegado a su fin aquel simulacro y la cruel espera.

—¿Amiga tuya, querida?

—Sí, Lady Janet.

—¿La conozco?

—No lo creo, Lady Janet.

—Pareces nerviosa. ¿Acaso te trae malas noticias? ¿Hay algo en lo que te pueda ayudar?

—Usted podría tener un último e inestimable acto de bondad conmigo, señora, si fuera indulgente y me perdonara.

—¿Qué sea indulgente y que te perdone? No te entiendo.

—Me explicaré. Por amor de Dios, piense lo que piense de mí en cualquier otro aspecto, Lady Janet, no debe creer que soy una ingrata.

Lady Janet alzó la mano para imponer silencio.

—No me gustan las explicaciones —dijo con firmeza—. Deberías saberlo mejor que nadie. Quizás la nota de esa mujer lo explique por ti. ¿Por qué no la has leído?

—Estoy muy nerviosa, Lady Janet, usted misma lo ha dicho…

—¿Tienes algo que objetar a que sepa quién es tu visita?

—No, Lady Janet.

—Entonces, déjame su tarjeta.

Mercy le dio la tarjeta de la directora a Lady Janet del mismo modo que le había dado el telegrama a Horace. Lady Janet leyó el nombre impreso en la tarjeta, meditó un instante, decidió que era un nombre desconocido y después leyó la dirección: «Albergue del Distrito del Oeste. Milburn Road».

«¿Una mujer relacionada con un albergue —dijo para sí— y que ha venido porque se la ha llamado, si no recuerdo mal lo que dijo el criado? ¡Es una hora un tanto extraña para pedir donativos!».

Hizo una pausa. Frunció el ceño; la expresión de su cara se endureció. Una sola palabra habría bastado para llevar la conversación a su inevitable final, pero se negaba a pronunciarla. Insistía, hasta el último momento, en ignorar la verdad. Dejó la tarjeta en el sofá y señaló con su largo índice el papel, que estaba en el regazo de Mercy junto a la carta que ella le había enviado.

—¿La vas a leer o no? —preguntó.

Mercy levantó los ojos, en los que se agolpaban rápidamente las lágrimas, y miró a Lady Janet.

—¿Puedo rogarle que la lea usted? —dijo, y le puso la nota de la directora en la mano.

Se trataba de una octavilla que anunciaba la puesta en marcha de una nueva obra de caridad en el albergue. Se informaba a las personas que hubieran hecho donativos que se había optado por extender el cobijo y las labores de formación propias de la institución, que hasta ahora se dedicaba únicamente a mujeres de la calle, a los niños indigentes y desamparados que se encontraran vagando por las calles. La cuestión del número de niños que se debía rescatar y proteger de este modo dependía, como es lógico, de la generosidad de los amigos del albergue; los costes de mantenimiento de cada niño se habían estimado en el mínimo posible. Incluía, además, una lista de personas importantes que habían aumentado sus donativos para cubrir los gastos y, finalmente, un breve informe de los progresos alcanzados hasta la fecha con la nueva labor.

Las líneas escritas a lápiz, de puño y letra de la directora, se encontraban en un trozo en blanco:

En tu carta me cuentas, querida, que, en recuerdo de tu infancia, te gustaría dedicarte cuando estés con nosotras a salvar a otros pobres niños desamparados. Por nuestra circular verás que estoy en situación de satisfacer tus deseos. Lo primero que tenía que hacer esta noche en tu vecindario era recoger a una pobre criatura, una niña que tristemente necesita de nuestro cuidado. Me he tomado la libertad de traerla conmigo, pensando que quizás te ayude a aceptar el inminente cambio que se producirá en tu vida. Nos encontrarás esperándote para volver contigo a tu antigua casa. Te escribo todo esto, en lugar de decírtelo, porque he oído al sirviente decir que no estabas sola y, siendo una extraña, no quiero presentarme a la señora de la casa.

Lady Janet leyó las líneas escritas a lápiz como había leído las impresas: en voz alta. Sin el menor comentario dejó la carta junto a la tarjeta y, levantándose del canapé, se quedó de pie, en silencio, contemplando a Mercy. El súbito cambio que le había producido la carta, a pesar de que se había producido imperceptiblemente, era terrible. El ceño fruncido, el brillo de los ojos, los labios apretados, el amor y el orgullo heridos miraban con desdén a la mujer de vida alegre, como si le estuviera diciendo: «Finalmente lo has conseguido».

—Si esta carta tiene algún sentido —empezó— es que estás a punto de abandonar esta casa. Solamente puede haber una razón para que hayas tomado tal decisión…

—Es la única manera que tengo de expiar mi culpa, señora…

—Veo que tienes otra carta en tu regazo. ¿Es la mía?

—Sí.

—¿La has leído?

—Sí.

—¿Has visto a Horace Holmcroft?

—Sí.

—¿Se lo has contado…?

—¡Oh, Lady Janet…!

—No me interrumpas. ¿Le has contado a Horace Holmcroft lo que mi carta te prohibía terminantemente que le comunicaras a él, o cualquier otro ser viviente? No acepto ni excusas ni protestas. Contéstame al instante y con una palabra: sí o no.

Ni aquellas palabras arrogantes, ni el tono inmisericorde podían apagar en el corazón de Mercy el recuerdo de su antigua bondad y de su amor. Se arrodilló, sus manos extendidas tocaron el vestido de Lady Janet. Esta apartó el vestido con brusquedad y repitió secamente las últimas palabras.

—¿Sí o no?

—Sí.

¡Por fin se lo había confesado! Hasta ahora, Lady Janet había sometido a Grace Roseberry; había ofendido a Horace Holmcroft; se había rebajado, por primera vez en su vida, a hacer tratos y contraer compromisos que la degradaban. Después de todo lo que había sacrificado y sufrido, ¡ahí estaba Mercy, arrodillada a sus pies, acusándose de incumplir sus órdenes, de pisotear sus sentimientos y a punto de abandonar su casa! ¿Y quién era la mujer que había hecho eso? Era la que había perpetrado el engaño, y la que había persistido en él hasta que su protectora se había rebajado para convertirse en su cómplice. ¡Entonces, y solo entonces, había descubierto de repente que su sagrado deber era decir la verdad!

Con callado orgullo, la gran dama recibió el golpe que se le había propinado. Con callado orgullo dio la espalda a su hija adoptiva y se dirigió hacia la puerta.

Mercy hizo una última súplica a la generosa amiga a quien había ofendido, a la segunda madre que tanto había querido.

—¡Lady Janet! ¡Lady Janet! No se vaya sin decirme nada. ¡Intente apiadarse un poco de mí! Voy a regresar a una existencia llena de humillaciones; la sombra de mi antigua desdicha volverá a caer sobre mí. Nunca volveremos a vernos. ¡Aunque no lo merezca, déjeme expresarle mi arrepentimiento! ¡Diga que me perdona!

Lady Janet se volvió en el umbral de la puerta.

—Yo jamás perdono la ingratitud —dijo—. Vete al albergue.

La puerta se abrió, y se cerró detrás de ella. Mercy volvía a estar sola en la habitación.

Horace no la había perdonado. Lady Janet no la había perdonado. Febril, se llevó las manos a la cabeza e intentó pensar. ¡Deseaba sentir el aire fresco de la noche! ¡Deseaba estar ya bajo el acogedor techo del albergue! Sentía aquel triste anhelo en su interior, pero le resultaba imposible pensar.

Tocó la campanilla y nada más hacerlo se acobardó. ¿Tenía derecho a tomarse semejante libertad? Debía haberlo pensando antes de actuar. Costumbre, todo era por la costumbre. ¡Cuántas veces habría llegado a tocar la campanilla en Mablethorpe House!

Entró el criado. Él se sorprendió… ella le hablaba con timidez, casi disculpándose.

—Perdone que le moleste. ¿Sería tan amable de decirle a la señora que me aguarda que ya estoy preparada?

—Espere a dar ese mensaje —dijo una voz detrás de ellos— hasta que vuelva a oír la campanilla.

Mercy, sorprendida, miró a su alrededor. Julian había regresado a la biblioteca por la puerta que daba al comedor.