CAPÍTULO XXVI
CORAZÓN GENEROSO Y CORAZÓN MEZQUINO
Hubo silencio.
Pasaron los minutos, y ninguno se había movido. Pasaron los minutos y ninguno había hablado. Imperceptiblemente, las plegarias fueron apagándose en los labios de Julian. Incluso le faltaban las fuerzas para sostenerse, debido a la agotadora opresión de aquel momento de incertidumbre. El primer gesto, aunque insignificante, que anunciaba un cambio, y que produjo en ellos un leve sentimiento de alivio, provino de Mercy. Incapaz de sostenerse en pie por más tiempo, se apartó un poco y cogió una silla. No se le escapó ninguna emoción. Permaneció ahí sentada, con el rostro tan inexpresivo como el de un cadáver, resignada, esperando la condena del hombre a quien le había confesado la terrible verdad con solo dos frases.
Julian levantó la cabeza. Volvió a mirar a Horace y retrocedió unos pasos. Había miedo en su rostro cuando se giró de súbito hacia Mercy.
—¡Dígale algo! —le dijo en un susurro—. Despiértelo, antes de que sea demasiado tarde.
Ella se movió mecánicamente en su silla y miró mecánicamente a Julian.
—¿Qué más quiere que diga? —preguntó con un timbre de voz que revelaba sofoco y fatiga—. ¿Acaso no lo he explicado todo al decirle mi nombre?
El timbre habitual de la voz de Mercy no hubiera causado el menor efecto en Horace. Pero aquel timbre, en cambio, le hizo reaccionar. Se acercó a Mercy con expresión sombría y vacilante, y le puso tímidamente la mano en el hombro. Permaneció en esta posición durante un momento, mirándola en silencio.
Lo único que Horace pudo extraer de sí tuvo que ver con la idea de Julian. Sin apartar la mano ni la mirada de Mercy, habló por primera vez desde que había caído sobre él aquella sorpresa.
—¿Dónde está Julian? —preguntó, muy sereno.
—Estoy aquí, Horace, a tu lado.
—¿Me puedes hacer un favor?
—Por supuesto. ¿En qué puedo ayudarte?
Antes de contestar, reflexionó unos segundos. Apartó la mano del hombro de Mercy y la llevó a su cabeza, para dejarla caer después. Pronunció las siguientes palabras de un modo triste, desesperado y confuso:
—Creo, Julian, que no me he portado bien. Te he dicho cosas desagradables. Fue hace un rato. No recuerdo muy bien por qué. En esta casa se ha estado poniendo a prueba mi carácter; no estoy acostumbrado al tipo de cosas que ocurren aquí: secretos, misterios y odiosas y mezquinas disputas. En mi casa no hay secretos ni misterios. Y riñas, ¡aún menos! Mi madre y mis hermanas son grandes mujeres, unas damas, en el mejor sentido de la palabra. Cuando estoy con ellas, no sufro por nada. En mi casa no me asaltan dudas acerca de quién es la gente, cómo se llaman y esas cosas. Supongo que estas contradicciones me afectan y me resultan embarazosas. Me hacen desconfiar de la gente que me rodea y acaban provocándome sentimientos de duda y miedo que no puedo soportar; dudas sobre ti, miedos sobre mí. Hay algo que me asusta de mí mismo en este momento. Quiero que me ayudes. Pero primero, ¿aceptas mis disculpas?
—Ni una palabra más. Dime cómo puedo ayudarte.
Por fin se atrevió a mirar a Julian Gray.
—No tienes más que mirarme —dijo él—. ¿Crees que estoy mal de la cabeza? Dime la verdad, viejo amigo.
—Estás un poco alterado, Horace. Eso es todo.
Reflexionó otra vez, después de la respuesta; sus ojos permanecían clavados con ansia en la cara de Julian.
—Estoy un poco alterado —repitió—. Es verdad; lo noto. Me gustaría, si no te importa, claro, asegurarme de que no estoy peor. ¿Me ayudas a comprobar que no me falla la memoria?
—Como tú quieras.
—¡Ah!, eres un buen amigo, Julian y, además, tienes la mente fría, cosa que ahora es muy importante. Escúchame, yo diría que hará más o menos una semana que empezaron los problemas en esta casa. ¿Opinas lo mismo?
—Sí.
—Y esos problemas llegaron con una mujer que procedía de Alemania, una desconocida que se comportó de forma muy violenta en el comedor. De momento, ¿estoy en lo cierto?
—Completamente.
—Esta mujer hablaba con convicción. Afirmaba que el coronel Roseberry, seré más preciso, que el difunto coronel Roseberry era su padre. Nos contó una aburrida historia de alguien que le había robado la documentación y el nombre, una impostora que la había suplantado. Decía que esa impostora se llamaba Mercy Merrick. Después llegó el momento de mayor tensión: señaló a la mujer que está comprometida conmigo y declaró que ella era Mercy Merrick. Dime, ¿es cierto o no?
Julian le contestó como antes. Y Horace prosiguió, hablando con mayor seguridad y excitación que antes.
—Ahora escúchame bien, Julian. Voy a pasar de lo que sucedió hace una semana a lo ocurrido hace cinco minutos. Tú estabas presente; quiero saber si oíste lo mismo que yo.
Horace hizo una pausa y, sin dejar de mirar a Julian, señaló hacia donde estaba Mercy.
—Aquí está mi prometida. ¿Acaso no la he oído decir que ha salido de un albergue y que va a regresar a un albergue? ¿Acaso no la he oído reconocer en mi propia cara que su nombre es Mercy Merrick? Contesta, Julian. Querido amigo, contéstame, por los viejos tiempos.
Al suplicarle esto, le temblaba la voz. Por debajo de la apagada palidez de su rostro aparecieron, por fin, los primeros síntomas de emoción que pujaban por salir al exterior. Poco a poco empezaba a recuperarse de la impresión. Julian vio la oportunidad de ayudarle a recobrarse y la aprovechó. Tomó suavemente a Horace del brazo y señaló a Mercy.
—Ahí está tu respuesta —dijo él—. Mírala y compadécela.
Ella no había intervenido ni una sola vez mientras ellos hablaban; solamente cambió de postura en la silla. Había un escritorio a su lado, sobre el que descansaban los brazos extendidos. Había apoyado la cabeza en sus manos, ocultando el rostro. El sentido común de Julian no le había llevado a conclusiones erróneas; el aspecto de abandono de Mercy le servía de respuesta a Horace como ningún idioma lo habría hecho. Él la contempló. Un rápido espasmo de dolor le cruzó la cara. Se giró de nuevo hacia el fiel amigo que le había perdonado. Reposó la cabeza en su hombro y rompió a llorar.
Mercy se puso en pie de un salto y miró a los dos hombres.
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Qué he hecho!
Julian la tranquilizó con un gesto.
—Me ha ayudado a salvarle —dijo él—. Deje que se desahogue con el llanto. Espere.
Rodeó con un brazo a Horace en señal de apoyo. La ternura varonil del gesto y el perdón de los anteriores insultos le llegaron a Mercy a lo más hondo del corazón. Volvió a su asiento. Otra vez se apoderaron de ella la vergüenza y el pesar, y otra vez escondió el rostro a las miradas de los dos hombres.
Julian condujo a Horace a una silla y esperó a su lado en silencio a que recuperara la compostura. Horace tomó con gratitud la mano que le había apoyado y le dijo de forma ingenua, casi pueril:
—Gracias, Julian. Ya me siento mejor.
—¿Te sientes capaz de seguir escuchando? —preguntó Julian.
—Sí. ¿Es que quieres hablar conmigo?
Julian se apartó sin contestar y volvió con Mercy.
—Ha llegado el momento —dijo—. Cuénteselo todo, con sinceridad, sin reservas, como me lo habría contado a mí.
Ella temblaba.
—¿Acaso no he dicho ya bastante? —preguntó—. ¿Quiere que le rompa el corazón? ¡Mírelo! ¡Mire lo que ya le he hecho!
Horace, al igual que Mercy, quería evitar aquel sufrimiento.
—¡No! ¡No! ¡No soy capaz de oírla! ¡No puedo! —exclamó, y se levantó para abandonar la habitación.
Pero Julian había tomado las riendas de aquella buena obra y no vaciló ni un momento. Horace la había amado; Julian se daba cuenta por primera vez de hasta qué punto. Todavía le quedaba una posibilidad de ganarse su perdón si la dejaban defenderse. Que Horace la perdonara significaba la muerte del amor que seguía ocupando secretamente su corazón. Pero no titubeó. Con una resolución que otro hombre más débil sería incapaz de resistir, agarró a Horace del brazo y lo devolvió a su sitio.
—Por su bien y por el tuyo, no la condenes sin haberla escuchado —le dijo a Horace con firmeza—. Ha tenido que soportar una y otra vez la tentación de seguir engañándote y las ha resistido todas. Sin miedo a ser descubierta; con una carta de su protectora, que la quiere hasta ese punto, ordenándole que callara; perdiendo todo lo que una mujer desea si confiesa, esta mujer ha dicho la verdad. ¿Acaso no merece que la compenses de alguna forma? Respétala, Horace, y escúchala.
Horace obedeció. Julian se dirigió a Mercy.
—Hasta ahora, me ha permitido que la guíe —dijo él—. ¿Me permitirá que lo siga haciendo?
Ella bajó la vista; su pecho se agitaba con violencia. Él seguía manteniendo su influencia sobre ella. Mercy afirmó con la cabeza en un gesto de muda sumisión.
—Cuéntele —siguió Julian, en tono de súplica— cómo ha sido su vida. Cuéntele el dolor y las tentaciones que ha sufrido, sin amigos que pudieran darle el consejo que quizás la habría salvado. Y entonces —añadió, haciendo que se levantara de la silla— deje que la juzgue, si es capaz de hacerlo.
Intentó que cruzara la sala hasta el lugar donde estaba Horace. Pero la sumisión de Mercy también tenía un límite. A medio camino, se detuvo y se negó a dar un paso más. Julian le ofreció una silla. Ella la rechazó. De pie, con una mano apoyada en el respaldo de la silla, esperaba a que Horace le diera permiso para hablar. Ella estaba resignada a soportar aquella prueba. Había calma en su rostro y tenía la mente despejada. La peor de todas las humillaciones —la de confesar su propio nombre— ya la había dejado tras de sí. Lo único que quedaba por hacer era demostrarle a Julian su gratitud accediendo a sus deseos y pedirle perdón a Horace antes de que se separaran para siempre. Dentro de poco llegaría la directora del albergue y todo habría acabado.
Horace la miró con animosidad. Sus miradas se cruzaron. De repente, él estalló con su violencia habitual.
—¡Es que no lo puedo creer, ni siquiera ahora! —gritó—. ¿Pero es cierto que no eres Grace Roseberry? ¡No me mires! Di solo una palabra: sí o no.
Ella le contestó con humildad y tristeza.
—Sí.
—¿De verdad has hecho eso de lo que esa mujer te acusa? ¿Tengo que creerlo?
—Debe creerlo, señor.
La debilidad de carácter de Horace se puso de manifiesto ante aquella respuesta.
—¡Infame! —exclamó—. ¿Cómo puedes pedir perdón por haberme engañado de una forma tan cruel? ¡Eres demasiado perversa! ¡Demasiado perversa! ¡No tienes excusa!
Mercy aceptó sus reproches con imperturbable resignación. «Me lo tengo merecido», se decía a sí misma. «Me lo tengo merecido».
Julian salió una vez más en defensa de Mercy.
—Espera a estar seguro de que no tiene excusa, Horace —le dijo con serenidad—. Asegúrale que serás justo, aunque sea lo único que ahora le puedas asegurar. Os dejo solos.
Se dirigió a la puerta del comedor. La debilidad de Horace se hizo patente.
—¡No me dejes solo con ella! —espetó—. ¡No puedo soportar tanto sufrimiento!
Julian miró a Mercy. El rostro de ella se iluminó levemente. Aquella momentánea expresión de alivio le indicó que le sería de ayuda si permanecía en la sala. Encontró un lugar apartado en el hueco de la ventana central de la biblioteca. Ocupando ese lugar, Horace y Mercy podían ser conscientes o no de su presencia, según lo desearan.
—Me quedaré contigo, Horace, todo el tiempo que quieras.
Tras esta respuesta, se detuvo al pasar delante de Mercy. Quizás si le daba alguna indicación ella encontraría la manera más rápida y sencilla de proceder a su confesión. Con delicadeza le dijo:
—La primera vez que la vi me di cuenta de que había tenido una vida difícil. Déjenos oír cómo empezaron sus problemas.
Julian se apartó. Por vez primera desde aquella terrible noche en que conoció a Grace Roseberry, Mercy Merrick volvía la vista al purgatorio de su pasado. Este fue el humilde y sincero relato de su triste historia.