CAPÍTULO XXII
UN HOMBRE EN EL COMEDOR
En los momentos críticos de nuestra vida sentimos, u obramos, según nuestro temperamento. Pero jamás nos paramos a pensar. Mercy bajaba la escalera con la mente en blanco. Mientras lo hacía, lo único de lo que era consciente era de su impulsiva necesidad de llegar a la biblioteca en el menor tiempo posible. Una vez en la puerta, aquel impulso la abandonó caprichosamente. Se detuvo en la estera, preguntándose por qué se había apresurado si tenía tiempo de sobra. Su ánimo decayó; a la fiebre de su acaloramiento le siguió una súbita sensación de frío al encontrarse frente a la puerta cerrada; entonces se preguntó: «¿Me atreveré a entrar?».
Su mano contestó por ella. La levantó para asir la manilla y abrir. Pero volvió a dejarla caer, desvalida.
Ante su falta de decisión dejó escapar un leve suspiro de desaliento. A pesar de lo tenue que fue, por lo visto no pasó inadvertido. La puerta se abrió desde el interior y Horace apareció frente a ella.
Él se apartó para dejarla pasar. Pero no la siguió. Horace permanecía en el umbral. Se dirigió a ella, manteniendo abierta la puerta.
—¿Te importa esperarme un momento? —preguntó.
Mercy le dirigió una mirada de inexpresiva sorpresa, dudando si había oído bien.
—No tardaré mucho —continuó Horace—. Estoy demasiado ansioso por oír lo que tienes que contarme para dejar que me entretengan innecesariamente. La verdad es que acabo de recibir una nota de Lady Janet.
(¡De Lady Janet! ¿Qué deseaba Lady Janet de él, si se había retirado a su habitación para tranquilizarse?)
—Bueno, debería decir dos mensajes —prosiguió Horace—. El primero me lo dieron cuando bajaba. Lady Janet deseaba verme inmediatamente. Le envié una disculpa. Recibí una segunda nota: Lady Janet no ha aceptado mis excusas. Si me niego a acudir a su llamada vendrá a mi encuentro. No quiero arriesgarme a que nos interrumpa, de modo que no tengo otra alternativa que despachar el asunto cuanto antes. ¿Te importa esperar?
—Claro que no. ¿Tienes idea de lo que puede querer?
—No. Sea lo que sea, no me retendrá mucho tiempo. Estarás completamente sola; he avisado al servicio de que no dejen entrar a nadie.
Y con estas palabras se marchó.
La primera sensación de Mercy fue de alivio, pero enseguida se tornó en vergüenza por la debilidad que suponía alegrarse ante ese momentáneo alivio, dada su situación. A su vez, la vergüenza se transformó en impaciente disgusto. «De no haber sido por la nota de Lady Janet, pensaba Mercy», ya conocería mi destino.
Los minutos se sucedían con lentitud, monótonamente. Se paseaba de un lado a otro de la biblioteca, cada vez más rápido, dominada por una insoportable impaciencia y la exasperante incertidumbre de aquella espera. Dentro de poco, la espaciosa habitación le iba a parecer demasiado pequeña. Le irritaba la sobria monotonía de los largos estantes con los libros alineados. Abrió con ímpetu la puerta que daba al comedor y se precipitó dentro, ansiosa por ver otros objetos, sedienta de más espacio y más aire.
Se detuvo al dar el primer paso; sus sentimientos sufrieron una conmoción que la paralizó al instante.
El comedor no estaba iluminado más que por la tenue luz del fuego que se iba extinguiendo. En la oscuridad se distinguía a un hombre sentado en el sofá, con los codos sobre las rodillas y la cabeza apoyada en las manos. Había levantado la mirada al ver irrumpir la luz que procedía de la biblioteca. El suave resplandor le iluminó la cara: era Julian Gray.
Mercy estaba de espaldas a la luz y, por lo tanto, tenía su rostro oculto en la penumbra. Él la reconoció por su figura y por la postura que inconscientemente había adoptado. Aquella gracia natural, aquella belleza de línea ágil y esbelta solamente podía pertenecer a una mujer en toda la casa. Se levantó y se acercó a ella.
—Estaba deseando verla —empezó—, y esperaba que la casualidad me deparara un encuentro como este.
Él le ofreció una silla. Mercy dudó un momento antes de aceptarla. Era la primera vez que se encontraban a solas desde que Lady Janet la interrumpió cuando estaba a punto de confesarle a Julian su triste pasado. ¿Ansiaría él volver a aquel preciso momento? Según sus palabras, parecía que sí. Ella se lo preguntó sin ambages.
—Tengo un profundo interés en oír todo lo que aún tiene que contarme —le contestó él—. Pero por muy impaciente que esté, no deseo presionarla. Esperaré, si usted lo desea.
—Tengo que reconocer que sí lo deseo —admitió Mercy—. No solo por mí, sino porque en estos momentos debo dedicarle mi tiempo a Horace Holmcroft. Espero verlo dentro de unos minutos.
—¿Podría concederme esos minutos? —preguntó Julian—. Yo, por mi parte, también tengo que decirle algo que debería saber antes de hablar con quien fuese, incluso antes de ver a Horace.
Julian hablaba con un timbre de tristeza en la voz que ella no estaba acostumbrada a oír en él. Parecía mayor, y la luz rojiza del fuego dejaba ver en él una expresión de inquietud. Algo había ocurrido desde su último encuentro con ella que lo había entristecido y decepcionado.
—Estoy dispuesta a ofrecerle todo el tiempo de que dispongo —contestó Mercy—. ¿Lo que quiere contarme tiene algo que ver con Lady Janet?
Julian no respondió directamente.
—Lo que le tengo que explicar de Lady Janet —replicó con gravedad— se dice enseguida. Por lo que a ella respecta, no tiene nada que temer. Lady Janet lo sabe todo.
Al oír estas palabras olvidó incluso la apremiante sensación de angustia que le causaba su inminente conversación con Horace.
—Vamos donde haya luz —dijo con debilidad—. Es horrible oírle decir eso en la oscuridad.
Julian la siguió a la biblioteca. Mercy temblaba toda ella. Se dejó caer en una silla y apartó la mirada de los grandes y brillantes ojos de él, que permanecía a su lado contemplándola con tristeza.
—¡Lady Janet lo sabe todo! —repitió ella, con la cabeza gacha y las lágrimas descendiéndole por las mejillas—. ¿Se lo ha contado usted?
—Yo no he dicho nada, ni a Lady Janet ni a nadie. Su confesión será sagrada hasta que usted la desvele.
—¿Le ha dicho algo Lady Janet?
—Ni una palabra. La ha contemplado con los atentos ojos que proporciona el cariño, la ha escuchado con el oído perspicaz del cariño, y ha podido deducir la verdad. No hablará de ello con nadie en absoluto. Ahora sé lo mucho que la quería. Muy a su pesar, sigue aferrada a usted. Su vida, pobre mujer, ha sido una vida vacía; ha llevado una vida indigna, desgraciadamente indigna, de su carácter. Su matrimonio carecía de amor, y no le dio hijos. Tuvo pretendientes, pero nunca un amigo, en el buen sentido de la palabra. Ha perdido los mejores años de su vida con el deseo insatisfecho de algo que amar. Al final de su vida, usted ha ocupado este vacío. Su corazón ha vuelto a rejuvenecer gracias a usted. A su edad —y a cualquier edad— ¿es que hay que romper de pronto un vínculo como este porque las circunstancias lo exijan? ¡No! Ella sufrirá lo que sea, se expondrá a lo que sea, olvidará lo que sea antes de reconocer, incluso ante sí misma, que usted la ha engañado. Hay algo más que su felicidad en juego; está su orgullo, su noble orgullo, que en su amor por usted pasará por alto el descubrimiento más evidente y rechazará la verdad más incontestable. Estoy totalmente convencido, porque conozco su forma de ser y por lo que he observado hoy, que encontrará alguna excusa para no tener que escuchar su confesión. Es más: creo que, si puede conseguirlo haciendo uso de toda su influencia, hará todo lo posible para evitar que usted le confiese a nadie su verdadera condición. Estoy asumiendo una grave responsabilidad al decirle esto, pero no voy a echarme atrás. Debe saber, ya lo irá comprobando, qué pruebas y tentaciones se le van a presentar.
Hizo una pausa para dejar que Mercy se calmara, por si ella deseaba responderle.
Mercy sintió la necesidad de hablar con él. Julian aún no sabía que ella había recibido una nota de Lady Janet aplazando el momento de la prometida explicación. Aquella circunstancia en sí misma confirmaría su opinión. Debía decírselo. Lo intentó. Pero no le alcanzaban las fuerzas. La sencillez con la que mencionó el vínculo que unía a Lady Janet con ella le había partido el corazón. Las lágrimas le ahogaban la voz. Solo fue capaz de indicarle con un gesto que continuara.
—Se preguntará por qué hablo con tanta seguridad —continuó él— si no dispongo de otros elementos que mi propia convicción. Únicamente le puedo decir que he observado tan de cerca a Lady Janet que me es imposible albergar dudas al respecto. Vi el momento en que adivinó la verdad con tanta claridad como yo estoy viéndola ahora a usted. No fue un descubrimiento paulatino, sino que le sobrevino de repente, igual que a mí. Ella no sospechaba nada, estaba francamente indignada por su abrupta intromisión y su extraña forma de hablar, hasta que usted se comprometió a presentar a Mercy Merrick. Entonces, y solo entonces, cayó en la cuenta, ante la triple revelación de sus palabras, su voz y su mirada. Entonces, y solo entonces, experimentó un notable cambio que persistió mientras permaneció en la habitación. No quiero ni pensar lo que hará ante su desesperación por el descubrimiento que acaba de hacer. Desconfío, aunque bien sabe Dios que de natural no soy un hombre desconfiado, de los acontecimientos aparentemente más insignificantes que se están produciendo a nuestro alrededor. Ha tenido la nobleza de mantenerse firme en su propósito de confesar la verdad. Sin embargo, prepárese para que, antes de que anochezca, la pongan a prueba y la tienten de nuevo.
Mercy alzó la cabeza. En sus ojos el miedo había reemplazado a la tristeza cuando miraban fijamente a Julian Gray con expresión de sorpresa e interrogación.
—¿Cómo puedo verme tentada en estos momentos? —preguntó.
—Dejaré que los acontecimientos respondan esta pregunta —dijo él—. No tendrá que esperar mucho. Ya la he avisado.
Él se inclinó y le susurró las siguientes palabras al oído:
—Aférrese al admirable coraje que ha demostrado hasta ahora —prosiguió—. Soporte lo que sea antes de rebajarse. Sea la misma mujer con la que yo he hablado —la mujer que todavía tengo en mi mente—, la que tiene el valor suficiente para hacer aflorar la nobleza de su carácter. Y no olvide esto jamás: ¡mi fe en usted no decaerá nunca!
Ella lo miró con orgullo y gratitud.
—Estoy dispuesta a hacer honor a su confianza —dijo—. Ya no está a mi alcance la posibilidad de echarme atrás. Le he prometido a Horace que se lo explicaría todo en esta misma habitación.
Julian se sorprendió.
—¿Es Horace quien se lo ha pedido? Él no tiene la menor sospecha de cuál es la verdad.
—Horace ha apelado a mi obligación como su futura esposa —respondió—. Él es quien más derecho tiene a conocer mi secreto. Horace está resentido por mi silencio, y con toda razón. Por terrible que resulte abrir sus ojos a la verdad, debo hacerlo.
Mientras hablaba miraba a Julian. Su antiguo deseo de asociar la dura prueba de su confesión con el único hombre que había sufrido por ella, y que tenía fe en ella, reapareció de otra forma. Si ella supiera que, cuando estuviera pronunciando las terribles palabras que debía pronunciar ante Horace, Julian también la estaba escuchando, tendría el valor de enfrentarse a lo peor. Al ocurrírsele esta idea observó que Julian estaba mirando en dirección a la puerta que acababan de cruzar. En el acto vio cómo llevar a cabo su objetivo. Sin esperar a escuchar las amables palabras de comprensión que él le estaba dirigiendo a modo de conclusión, le insinuó tímidamente la propuesta que quería hacerle.
—¿Tiene intención de volver a la habitación de al lado? —preguntó.
—No si usted se opone —replicó él.
—No me opongo. Quisiera que permaneciera en ella.
—¿Cuándo Horace se reúna con usted?
—Sí, cuando se reúna conmigo.
—¿Desea verme cuando hayan acabado?
Armándose de valor, le explicó con franqueza lo que tenía pensado.
—Quiero que usted esté cerca de mí mientras hablo con Horace —dijo ella—. Me dará valor sentir que le estoy hablando a usted además de a él. ¿Puedo contar con su comprensión…? ¡Es lo que más necesito en estos momentos! ¿Pido demasiado si le ruego que deje la puerta abierta cuando regrese al comedor? Piense en lo terrible de esta situación… tanto para él como para mí. No soy más que una mujer. Tengo miedo de sucumbir ante esta prueba si no tengo cerca a un amigo. Y no tengo más amigo que usted.
Con estas simples palabras ella acababa de probar por primera vez su poder de persuasión hacia él.
Entre la perplejidad y el apuro, Julian se encontró por un momento sin saber qué contestar. El amor que sentía por Mercy, que no se atrevía a confesar, era un sentimiento tan vivo como la fe que depositaba en ella, que sí había podido manifestar abiertamente. Negarle lo que ella le pedía cuando tenía tanta necesidad, y, aún peor, negarse a escuchar la confesión que en un primer impulso iba a hacerle a él, suponía renunciar a sus creencias sobre lo que le debía a Horace y lo que se debía a sí mismo. Pero aunque le horrorizara, porque además podía parecer que la estaba abandonando, le resultaba imposible concederle aquella petición, salvo con una condición que prácticamente equivalía a una negativa.
—Haré todo lo que esté en mi mano por ayudarla —dijo él—. Dejaré la puerta abierta y me quedaré en la habitación contigua, pero con esta condición: que Horace lo sepa. No sería digno de la confianza que me tiene si consintiera estar escuchando de otra forma. Estoy seguro de que usted lo comprende tanto como yo.
Ella no había pensado en su propuesta desde esa perspectiva. Como mujer, no había pensado más que en el consuelo que representaba tenerlo cerca de ella. Ahora sí que lo comprendía. Un leve rubor de vergüenza apareció en sus pálidas mejillas al darle las gracias. Él tuvo la delicadeza de ahorrarle el sofoco haciéndole una pregunta muy normal en aquellas circunstancias.
—¿Dónde está Horace en estos momentos? —preguntó—. ¿Por qué no está aquí?
—Ha tenido que acudir a una llamada de Lady Janet.
La respuesta, más que sorprender a Julian, pareció alarmarle. Volvió a acercarse a la silla de Mercy y le dijo con impaciencia.
—¿Está segura?
—El propio Horace me dijo que Lady Janet insistió en verle.
—¿Cuándo?
—No hace mucho. Me pidió que le esperara aquí mientras él estaba arriba.
El rostro de Julian se oscureció de manera alarmante.
—Esto confirma mis temores —dijo—. ¿Se ha dirigido a usted de alguna manera Lady Janet?
Mercy le enseñó la nota de su tía. Julian la leyó con atención.
—¿No le decía —dijo él— que ella encontraría alguna excusa para no tener que escuchar su confesión? Empezará aplazándola, simplemente con la intención de ganar tiempo para llevar a cabo alguna otra cosa que tenga en mente. ¿Cuándo recibió la nota? ¿Poco después de subir a su habitación?
—Aproximadamente un cuarto de hora después, si no me equivoco.
—¿Sabe lo que sucedió aquí cuando usted se retiró?
—Horace me ha contado que Lady Janet le ofreció su gabinete a Miss Roseberry.
—¿Algo más?
—Me contó que usted la acompañó.
—¿Y le contó lo que pasó después?
—No.
—Entonces tendré que explicárselo yo. Ya que no puedo hacer nada más tal como están las cosas, por lo menos podré evitar que la tomen por sorpresa. En primer lugar, tiene derecho a saber por qué acompañé a Miss Roseberry al gabinete. Deseaba apelar, por el bien de usted, a su bondad, si es que la tiene. Reconozco que, a juzgar por lo que ya había visto, dudaba del éxito de mi empresa. Mis dudas se confirmaron. En circunstancias normales la habría considerado una mujer común y corriente, sin ningún tipo de interés. Después de verla del modo en que la vi cuando nos quedamos a solas, es decir, yendo más allá de la superficie, puedo decir que jamás a lo largo de mi penosa experiencia he conocido a nadie tan irremediablemente estrecho de miras, ruin y mezquino como ella. Habiendo entendido, pues era imposible que no lo hiciera, lo que el repentino cambio de actitud de Lady Janet significaba, su única idea era sacarle el mayor partido posible para actuar de la forma más cruel. En vez de tener la más mínima consideración hacia usted, protestó porque se le permitiera reclamar el mérito de restituirle su identidad confesando por propia voluntad la verdad. Insistió en denunciarla públicamente, y en obligar a Lady Janet a que la despidiera, sin escucharla, delante de todo el servicio. «¡Ahora me vengaré! ¡Finalmente, Lady Janet me teme!»; esas fueron sus palabras, casi me avergüenzo de repetirlas. Quiere someterla a usted a todas las humillaciones posibles, sin mostrar consideración alguna hacia la edad y la posición de Lady Janet. ¡Qué nada, absolutamente nada, se interponga en la venganza y el triunfo de Miss Roseberry! Esa es su desvergonzada opinión de lo que debe hacerse, según ella misma ha expuesto con toda claridad. Supe controlarme; hice todo lo que pude para que recapacitara. Pero fue como si le suplicase, no diré ya a un salvaje, puesto que a los salvajes a veces se les puede amonestar si sabe uno cómo comunicarse con ellos, sino como si lo hiciese a un animal hambriento que se hubiera abstenido de comer teniendo comida a su alcance. Disgustado, acababa de dejarlo por imposible, cuando apareció la doncella de Lady Janet con un mensaje de su señora para Miss Roseberry: «Mi señora le envía un saludo, y le comunica que le agradará verla en cuanto pueda en su habitación».
(¡Otra sorpresa! ¡Grace Roseberry recibe una invitación para entrevistarse con Lady Janet! Sería imposible creerlo si Julian no lo hubiese escuchado con sus propios oídos.)
—Ella se levantó inmediatamente —prosiguió Julian—. «No haré esperar ni un momento a Lady Janet», exclamó, «indíqueme el camino». Le hizo una señal a la doncella para que saliera primero de la habitación y después se volvió hacia mí y me habló desde la puerta. Renuncio a describir su insolente júbilo; lo único que puedo hacer es repetir sus palabras: «¡Esto era exactamente lo que quería! Estaba dispuesta a insistir para verla: ahora me va a ahorrar esa molestia; le estoy infinitamente agradecida». Al decir esto, me saludó inclinando la cabeza y cerró la puerta. Desde entonces no la he vuelto a ver ni a saber de ella. Por lo que sé, ella debe estar todavía con mi tía, y Horace la habrá encontrado allí al acudir a la habitación.
—¿Qué querrá Lady Janet decirle? —preguntó Mercy con ansiedad.
—No hay forma de saberlo. Cuando usted me encontró en el comedor yo me estaba haciendo la misma pregunta. No puedo imaginar que Lady Janet y esta mujer puedan reunirse por algún motivo intrascendente. En su actual estado, ella con toda probabilidad insultará a Lady Janet antes de que estén cinco minutos juntas. Confieso que estoy absolutamente confuso. La única conclusión a la que puedo llegar es a la de que la nota que mi tía le ha enviado, la entrevista con Miss Roseberry y la llamada a Horace que la ha seguido son eslabones de la misma cadena, y todos apuntan hacia aquella nueva tentación contra la que la he puesto en guardia.
Mercy alzó la mano para pedir silencio. Miró hacia la puerta que se abría en el vestíbulo; ¿había oído pasos fuera? No. Todo estaba en silencio. Ni el menor rastro de la vuelta de Horace.
—¡Ay! —suspiró—. ¡Lo que daría por saber qué ocurre arriba!
—Pronto lo sabrá —dijo Julian—. Es imposible que esta incertidumbre dure mucho más.
Se dio la vuelta, con la intención de regresar a la habitación donde Mercy lo había encontrado. Analizando la situación de ella desde el punto de vista de un hombre, le pareció que el mejor servicio que podía hacerle, sin duda alguna, era dejarla sola a fin de que se fuera preparando para la entrevista con Horace. Pero aún no se había alejado ni tres pasos cuando ella puso de manifiesto la diferencia que suele existir entre el punto de vista de una mujer y el de un hombre. La idea de pensar de antemano lo que iba a decir no le había pasado por la cabeza. El terror que sentía por quedarse sola le hizo olvidar cualquier otra consideración. Incluso se le olvidaron por completo los celos de Horace hacia Julian, como si jamás hubiera tenido conocimiento de ello.
—¡No me deje sola! —gritó—. Soy incapaz de quedarme aquí sola. ¡Vuelva! ¡Vuelva!
Se levantó impulsivamente al hablar, como si fuera a seguirle hasta el comedor si insistía en dejarla.
Una fugaz expresión de incertidumbre cruzó la cara de Julian, al retroceder e indicarle que se sentara. ¿Podía confiar —se preguntaba Julian— que soportara la prueba a la que iba a someterse su voluntad, si ni siquiera se atrevía a esperar lo que tuviera que suceder sola en la habitación? Julian aún tenía que aprender que el coraje de una mujer aparece en los momentos de mayor urgencia. Si se le pide a una mujer que le acompañe a uno a atravesar un prado en el que hay paciendo unas reses inofensivas, en nueve de cada diez casos no es probable que lo haga. Si se le pide, estando en un barco en llamas, que su serenidad sirva de ejemplo para los demás pasajeros, seguramente, en nueve de cada diez casos, lo hará. Tan pronto como Julian se sentó a su lado, Mercy se tranquilizó.
—¿Está segura de su decisión?
—Lo estaré, siempre que no me deje sola.
Aquí concluyó la conversación. Sentados uno junto al otro, en silencio, con los ojos fijos en la puerta, esperaban a que entrase Horace.
Transcurrido un lapso de unos minutos, les llamó la atención un sonido que provenía de los jardines. Podía oírse claramente un carruaje aproximándose a la casa.
El coche se detuvo, sonó el timbre y se abrió la puerta principal. ¿Había llegado una visita? No se oían voces preguntando quién era. Los únicos pasos que cruzaron el vestíbulo fueron los del sirviente. Siguió un largo silencio; el carruaje seguía delante de la puerta. En vez de traer, parecía que había venido a recoger a alguien.
A continuación, el sirviente regresó a la puerta principal. Volvieron a escuchar atentamente. Igual que antes, no se oyeron los pasos de nadie más. Se cerró la puerta; el sirviente volvió a cruzar el vestíbulo; el carruaje se marchó. A juzgar tan solo por los sonidos, nadie había llegado ni abandonado la casa.
Julian miró a Mercy.
—¿Usted entiende algo? —preguntó él.
Ella hizo un gesto negativo.
—Si alguien se ha ido en el carruaje —insistió Julian—, esa persona no puede haber sido un hombre, o de lo contrario habríamos oído sus pasos en el vestíbulo.
La conclusión que su acompañante acababa de extraer acerca de la sigilosa partida de la supuesta visita suscitó súbitamente una duda en Mercy.
—¡Vaya a preguntar! —dijo impaciente.
Julian salió de la habitación; volvió, tras una breve ausencia, con una expresión de profunda angustia.
—Ya le decía que temía por los sucesos más insignificantes que estaban ocurriendo a nuestro alrededor —dijo—. Y lo que acaba de ocurrir no es nada insignificante. El carruaje que oímos aproximarse era un coche de alquiler pedido desde aquí. Y la persona que se ha marchado en él…
—¿Es una mujer, como pensaba?
—Sí.
Mercy se levantó nerviosa de la silla.
—¿No será Grace Roseberry? —exclamó.
—Es Grace Roseberry.
—¿Se ha ido sola?
—Sola, después de entrevistarse con Lady Janet…
—¿Por voluntad propia?
—Ella misma hizo llamar el coche.
—¿Qué significa esto?
—Es inútil que me lo pregunte. Pronto lo sabremos.
Y se volvieron a sentar, a esperar, como habían hecho antes, con los ojos clavados en la puerta de la biblioteca.