CAPÍTULO XII

SALE JULIAN GRAY

Julian era quien estaba más cerca de Mercy. Él fue el primero en llegar en su auxilio. El grito de alarma que dejó escapar el clérigo al ayudarla a levantarse, al ver la expresión de sus ojos y su cara asustada —pálida como la muerte— puso de manifiesto el interés y la admiración que esa mujer le inspiraba. A Horace no se le escapó este detalle. Se acercó a Julian asaltado por la sospecha; resentido por sus celos, le dijo al clérigo:

—Deja, déjame a mí.

Julian se resignó en silencio. Su rostro pálido enrojeció levemente al dejar pasar a Horace para que la llevara en sus brazos hasta el sofá. Clavó los ojos en el suelo; parecía pesarle el tono con el que Horace le había hablado. Después de haber desencadenado aquella calamidad en Mablethorpe House, se había vuelto insensible a lo que pasaba a su alrededor.

Una palmadita en el hombro lo distrajo de sus pensamientos. Se dio la vuelta. La mujer responsable de aquel embrollo, la desconocida pobremente vestida de negro se encontraba detrás de él. Apuntaba al cuerpo postrado mostrando una sonrisa despiadada.

—¿No quería pruebas? —dijo—. Pues ahí las tiene.

Horace la oyó. Se apartó del sofá y se acercó a Julian. Su rostro, normalmente sonrosado, estaba ahora pálido y furioso.

—¡Llévate a esta desgraciada! —gritó—. Ahora mismo, o no respondo de mí.

Aquellas palabras hicieron volver a Julian en sí. Miró en derredor. Lady Janet y el criado asistían a Mercy. Había algunos sirvientes, asustados, en la puerta de la biblioteca. Mercy se había ganado su cariño gracias a muchos detalles en los que les había mostrado su bondad y consideración. Uno de ellos se ofreció para ir a buscar al médico. Otro preguntaba si había que avisar a la policía. Un tercero —el sirviente que la había llevado en carruaje a la reunión benéfica— le aseguró a Julian que era obra del Destino que la joven hubiera vuelto en aquel preciso momento.

—En la reunión no se podían poner de acuerdo, señor —dijo el sirviente—, y el presidente aplazó la sesión. Si no hubiera sido por eso, quizá hubiéramos tardado una hora más en volver.

No sin dificultades Julian trató de tranquilizar a la angustiada y confusa servidumbre. Una vez lo hubo hecho, tomó a Grace de la mano y la condujo fuera de la habitación. Ella se resistía, y trató de soltarse. Julian apuntó al grupo que estaba alrededor del sofá y a los criados, que como un solo hombre permanecían en la entrada de la biblioteca.

—Ha convertido en enemigos suyos a cuantos están aquí —dijo—, y además no tiene ningún amigo en Londres. ¿También quiere que yo sea su enemigo?

Ella agachó la cabeza. Permaneció en silencio; esperaba obediente. Julian se llevó a Grace a la biblioteca. Antes de cerrar la puerta, se detuvo un momento y volvió la vista hacia el comedor.

—¿Ha vuelto en sí? —preguntó, después de dudar un momento.

—Todavía no —contestó la voz de Lady Janet.

—¿Voy a buscar a un médico?

Horace no quería que Julian interviniera en la recuperación de Mercy.

—Si hace falta que venga el médico, lo llamaré yo —dijo.

Julian cerró la puerta de la biblioteca. Soltó a Grace; le ofreció una silla mecánicamente. Ella tomó asiento, y callada y sorprendida siguió con los ojos cómo Julian se paseaba de un lado a otro de la habitación.

Por el momento, sus pensamientos estaban lejos de Grace y de lo sucedido en Mablethorpe House. Era inimaginable que un hombre tan perspicaz pudiera malinterpretar el comportamiento de Horace. Julian sopesaba con sinceridad sus sentimientos con respecto a Mercy: con seriedad y sin reservas, como era su costumbre. «Con solo haberla visto una vez», pensaba él, «me ha impresionado de tal manera que hasta Horace se ha dado cuenta, incluso antes que yo mismo». Se detuvo irritado. Como hombre dedicado a la obra de Dios, le hería en su corazón descubrir que podría estar pecando de una extravagancia sentimental, es decir, de eso que llaman amor a primera vista.

Se detuvo frente a Grace. Molesta por su silencio, ella aprovechó la ocasión para dirigirse a él.

—He venido a esta casa como me pidió. ¿Me ayudará? ¿Puedo contar con usted?

Él la miró distraído. Tuvo que esforzarse para entender lo que le estaba diciendo.

—Me ha tratado con dureza —continuó Grace—. Pero también se ha comportado como un caballero: ha hecho todo lo posible para que me escucharan. Le pregunto, apelando a su bondad, ¿duda usted de que la mujer tumbada en el sofá en la habitación contigua es la impostora que ha usurpado mi lugar? ¿Acaso hay mejor prueba de que ella es en realidad Mercy Merrick? Usted mismo lo vio; ellos también lo presenciaron. ¡Se desmayó al verme!

Julian cruzó la habitación sin responder y agitó la campanilla. Cuando apareció el sirviente, le ordenó que fuera en busca de un carruaje. Grace se levantó de la silla.

—¿Para qué quiere el carruaje? —preguntó con desconfianza.

—Para usted y para mí —contestó Julian—. La acompañaré a su pensión.

—Me niego. Mi lugar está en esta casa. Ni Lady Janet ni usted pueden ignorar los hechos. Lo único que pedía era hablar con ella. ¿Y qué hizo al entrar en la habitación? ¡Se desmayó en cuanto me vio!

Recalcando su triunfo, ella posó los ojos en Julian con una mirada que decía: ¡A ver si puede responder a eso! Por compasión hacia ella, Julian respondió de inmediato.

—Veamos, usted da por sentado que una mujer inocente no se habría desmayado al verla por primera vez. Voy a decirle algo que quizá cambie su modo de pensar. A su llegada a Inglaterra, esta joven le contó a mi tía que se había encontrado con usted en la frontera francesa, y que vio cómo una granada la mataba. Y, por tanto, la creyó muerta. Recuérdelo y recuerde lo ocurrido hace un momento. Sin previo aviso de su recuperación, ella se ve cara a cara con una mujer resucitada; y todo esto en un momento en el que no disfruta de muy buena salud. ¿Qué hay de extraño, qué hay de sospechoso en que se desmaye en estas condiciones?

Era una pregunta sencilla. Ahora faltaba la respuesta. No la hubo. Grace comprendió que las circunstancias en que se había encontrado con Mercy por segunda vez, y el incidente que se había producido como consecuencia del pánico de esta, favorecía aún más la posición de la impostora. Era imposible detectar el menor asomo de culpabilidad en el desmayo de Mercy. Nadie sospechaba de Grace Roseberry, y la verdadera Grace aceptó la realidad de su situación. Se sentó en la silla y dejó caer sus manos en el regazo con un gesto de desesperación.

—Todo se vuelve contra mí —dijo—. La verdad se hace mentira, y la mentira ocupa su lugar.

Hizo una pausa, buscando fuerzas.

—¡No! —gritó con resolución—. ¡No dejaré que una cualquiera ocupe mi lugar! Diga lo que le plazca, pero insisto en hablar con ella; de otro modo no me iré de esta casa.

El criado entró en la habitación y anunció que el carruaje aguardaba fuera.

Grace se volvió a Julian con actitud insolente.

—Por favor, por mí no se entretenga. Veo que no puedo esperar ni consejo ni ayuda de Mr. Julian Gray.

Julian llamó al sirviente a un rincón de la habitación.

—¿Sabes si han llamado a un médico? —preguntó.

—Me parece que no, señor. En la cocina me han dicho que no hacía falta.

Julian estaba demasiado nervioso como para confiar en lo que se dijera en la cocina. Se apresuró a escribir en un papel «¿Se ha recuperado?», se lo dio al criado con la orden de que se lo entregase a Lady Janet.

—¿Ha oído lo que le he dicho? —preguntó Grace al salir el sirviente de la biblioteca.

—Ahora mismo la atiendo —contestó Julian.

El criado reapareció enseguida llevando la respuesta de Lady Janet. Había escrito unas líneas en el dorso de la nota de Julian: «Gracias a Dios ha vuelto en sí. Enseguida la llevaremos a su habitación».

El camino más corto hacia su habitación atravesaba la biblioteca. Sacar de ella a Grace se hizo ahora una necesidad. Julian se propuso abordar el problema en cuanto el criado saliera de la habitación.

—Ponga atención —empezó—. El carruaje aguarda afuera, y es lo último que le digo. Si me preocupo por usted es gracias a la recomendación del cónsul. Decida ahora mismo si quiere seguir bajo mi custodia, o si prefiere la custodia de la policía.

Grace se asustó.

—¿Qué quiere decir? —preguntó visiblemente enfadada.

—Si quiere seguir bajo mi custodia —prosiguió Julian—, debemos irnos ahora mismo. En ese caso me encargaré de que le pueda contar su historia a mi abogado. Él está más indicado que yo para aconsejarle. Esto no quiere decir que yo crea que la persona a quien usted acusa ha cometido algún fraude, o que sea capaz de cometerlo. Si me acompaña, ya veremos lo que nos aconseja el abogado. Si se niega, no tendré otro remedio que ir a la habitación contigua y explicar que aún sigue usted aquí. Puede estar segura de que se las tendrá que ver con la policía. Decida usted misma; le doy un minuto para que se lo piense. Y recuerde que si me expreso con rudeza es porque me obligan las circunstancias. Estoy intentando ayudarla, y si le propongo todo esto es por su bien.

Sacó su reloj para contar el minuto. Grace lanzó una mirada furtiva que mostraba bien a las claras su resolución. Ella no se había impresionado por la forma tan ruda en que Julian se había expresado, pero comprendió que él no se andaría con chiquitas. Después de todo, habría otras ocasiones para volver a Mablethorpe House en secreto. Optó por rendirse, no sin que ello le causara a Julian cierta decepción…

—Bien, vámonos —dijo con falsa sumisión—. Ahora tú ganas —murmuró para sí misma, mirándose en el espejo mientras se arreglaba el chal—, pero mañana ¿quién sabe?

Julian intentó acercarse, como si fuera a ofrecerle su brazo, pero se detuvo. Convencido de que estaba ante una mujer perturbada —si bien estaba dispuesto a aceptar que ella merecía indulgencia dado lo que estaba sufriendo— le repugnó la idea de tocarla. La imagen de la otra joven, víctima de viles acusaciones —imposible desprenderse del recuerdo de Mercy, desamparada, en sus brazos—, aún estaba muy fresca en su memoria cuando abrió la puerta que daba al recibidor y se apartó para dejar pasar a Grace. Dejó que el sirviente la ayudara a subir al carruaje. Julian se sentó frente a Grace, mientras el criado le anunciaba:

—La señora me encarga que le diga que tiene lista su habitación, señor, y que le aguarda para la cena.

Absorto en los episodios del día, Julian había olvidado que iba a alojarse en Mablethorpe House. ¿Podría regresar, conociendo lo que pasaba en su corazón?, ¿podría permanecer quizás durante varias semanas, bajo el mismo techo que Mercy, consciente de la impresión que le había causado? No. Debía renunciar a la invitación de su tía.

—Dile a la señora que no me espere —dijo Julian—. Ya le escribiré una carta explicándole mi decisión.

El coche se puso en marcha. El sirviente se quedó en las escaleras, perplejo, viendo cómo se alejaba. «No me gustaría estar en el pellejo de Mr. Julian», pensaba, imaginando la embarazosa situación del joven pastor. «Ella se va con él, pero ¿qué hará él con ella?».

El propio Julian, si alguien le hubiese formulado la pregunta, no habría sido capaz de contestarla.

Lady Janet se tranquilizó cuando vio que Mercy volvía en sí, y dio la orden de que se la trasladara a su habitación. Mercy parecía muy angustiada. Una y otra vez le aseguraron que la mujer que la había insultado no volvería a poner sus pies en Mablethorpe House. Le insistieron en que ninguno de los que la rodeaban habían considerado dignas de atención las acusaciones de la extraña. Sin embargo, dudaba de si le decían la verdad. Empezó a desconfiar. Cada vez que Lady Janet se acercaba a su cama parecía estar más angustiada. Temblaba cuando la besaba. Se negaba rotundamente a que Horace la viera. Hacía preguntas extrañísimas sobre Julian Gray, y negó con la cabeza cuando le dijeron que se había ido, como si no creyera lo que le decían. A ratos, escondía la cara bajo las sábanas y murmuraba: «¡Ay! ¿Qué debo hacer? ¿Qué hago?». Otras veces pedía que la dejaran sola. «No quiero que entre nadie», gritaba con desesperación. «Nadie».

Llegó la noche, y no trajo consigo ninguna mejoría. Lady Janet, siguiendo el consejo de Horace, hizo llamar a su médico. Este movió negativamente la cabeza. Los síntomas, decía, indicaban un grave trastorno del sistema nervioso. Recetó un calmante, y soltó un discurso absurdo que podría resumirse en el siguiente consejo: «Le conviene un cambio de aires; llévensela a la costa». Lady Janet, con su habitual energía, no lo dudó ni un momento. Dispuesta a partir con Mercy la mañana siguiente, dio las oportunas órdenes para hacer los preparativos esa misma noche.

Poco después de que se marchara el médico llegó una carta de Julian dirigida a Lady Janet. Empezando con las excusas debidas a la ausencia del autor, proseguía de la siguiente manera:

Antes de permitir que mi acompañante hablase con mi abogado, vi la necesidad de ponerle al tanto de mi posición en relación con ella. Le conté, pues —y me tomo la libertad de repetírselo a usted—, que no me parece justo basarme en mi opinión de que esta mujer tiene la mente perturbada. En el caso de esta desvalida mujer quiero conocer la opinión autorizada de su médico; es más: necesito las pruebas que me permitan tanto tranquilizar mi conciencia como confirmar mis puntos de vista.

El abogado, al ver que insistía en este punto, tomó las medidas necesarias y consultó con un médico especialista en enfermedades mentales. Después de hablar con él, el abogado me pidió que llevara a la dama a su despacho al cabo de media hora, para que ella le explicara su historia al especialista. La propuesta me sorprendió; le pregunté cómo íbamos a lograr que ella se sincerase con el médico. Él rio y me contestó: «Presentaré al médico como si fuese mi socio; así, mi “colega” será capaz de establecer un diagnóstico». Usted sabe que odio los tapujos; incluso si el fin los justifica. Sin embargo, en esta ocasión no había otra alternativa. O el abogado tomaba las riendas del caso, o retrasábamos el asunto y agravábamos la situación.

Esperé fuera (me sentía bastante incómodo, por cierto) a que el médico terminara con la entrevista y se reuniera conmigo. Al acabar, su diagnóstico fue el siguiente:

Hasta ahora, observó, tras un examen detallado de esta desafortunada criatura, él considera que existen síntomas inconfundibles de aberración mental, pero se ve incapaz de decir hasta qué punto ha llegado el trastorno y si el caso es lo suficientemente grave como para ordenar su reclusión. Dijo: «sabemos muy poco en lo que se refiere a su delirio. Este es el quid de la cuestión. Comparto la opinión de la señora de que los resultados de las pesquisas del cónsul de Mannheim están lejos de ser satisfactorios. Procure averiguar si realmente existe o no una persona llamada Mercy Merrick, y entonces le podré dar una opinión definitiva del caso».

A causa de las palabras del médico he decido partir al Continente y tomar por mi cuenta la búsqueda. Mi amigo, el abogado, duda de si estoy en mis cabales. Su consejo es que me dirija al juez más próximo y que usted y yo nos desentendamos así del caso.

Quizá opine usted lo mismo, pero, querida tía, yo no soy como las demás personas, como usted bien dice. Quiero resolver este asunto. No puedo abandonar a una mujer desamparada, que se me ha confiado, mientras se pueda averiguar algo que quizá le ayude a restablecerse.

Salgo esta noche en el tren correo. Mis planes: ir primero a Mannheim, hablar con el cónsul y los médicos del hospital; después, localizar al médico alemán y hablar con él; y por último, seguir la pista de la ambulancia francesa y penetrar por fin en el misterio de Mercy Merrick.

En cuanto vuelva me pondré en contacto con usted y le contaré mis éxitos o mis fracasos. Mientras tanto, no se preocupe porque esta infeliz pueda reaparecer en Mablethorpe House. Ahora está ocupada, siguiendo mi consejo, escribiendo a sus amigos de Canadá; está al cuidado de la propietaria de la casa donde se hospeda, una mujer capacitada y de confianza, que nos ha parecido muy adecuada para la tarea que se le ha encomendado, tanto al médico como a mí.

Por favor, comuníquele todo esto a Miss Roseberry cuando usted lo crea oportuno, con un respetuosa expresión de mi simpatía hacía ella y con los mayores deseos por su pronta recuperación. Una vez más, disculpe que no pueda disfrutar, bien a mi pesar, de la hospitalidad de Mablethorpe House.

Lady Janet dobló la carta de Julian con un sentimiento de insatisfacción. Reflexionó un buen rato sobre lo que su sobrino le había escrito. «Una de dos», pensaba la vivaz anciana. «O el abogado tiene razón y Julian es un digno compañero de esta loca, o Julian tiene alguna secreta intención para hacer este absurdo viaje y no quiere contármela. No se me ocurre cuáles puedan ser sus motivos».

A ratos, estos pensamientos volvieron a ella durante la noche. Les daba vueltas una y otra vez, hasta el agotamiento, y finalmente concluyó que lo mejor sería esperar pacientemente a que Julian regresara y, según le gustaba decir a la dueña de Mablethorpe House, «intercambiar impresiones» con él.

A la mañana siguiente, Lady Janet y su hija adoptiva salieron hacia Brighton; Horace, que quería acompañarlas, tuvo que quedarse en Londres por expreso deseo de Mercy. El porqué, nadie lo sabía, y ella se negaba a revelarlo.