CAPÍTULO XVI

EL REENCUENTRO

Ensimismada, Mercy no oyó cómo se abría la puerta ni el rumor de voces en el invernadero. Durante la última semana había sentido la necesidad, una terrible necesidad de desahogarse, la misma que la acorralaba en estos momentos. Debía reparar la injusticia cometida con Grace Roseberry, y confesar la verdad. Cuanto más tardara en hacerlo, más cruelmente estaba hiriendo a la mujer cuya identidad había robado; una mujer sin amigos ni papeles que pudieran atestiguar en su favor. Pero por más que se lo dijera a sí misma, Mercy no sabía cómo vencer el miedo que la asaltaba al pensar en admitir lo que había hecho. Había dejado pasar los días sin haber tenido nunca el valor de proceder a aquella horrenda confesión.

¿Era el miedo a lo que le pudiese pasar lo que sellaba sus labios? Temblaba —como cualquier otra persona habría temblado en su lugar— ante la idea de encontrarse otra vez en la calle, sin sitio ni esperanza para ella. Sin embargo, era lo suficientemente fuerte como para superar ese terror y asumir su fatalidad.

No, no era el miedo a la confesión en sí misma, o el miedo a sus posibles consecuencias, lo que la obligaba a guardar silencio. La intimidaba tener que confesarles a Horace y a Lady Janet que les había mentido. Cada día Lady Janet era más buena con ella, y Horace se desvivía más y más. Era incapaz de confiarle su secreto a Lady Janet. ¿Cómo decirle a Horace que había abusado de su amor? «No puedo hacerlo. Son tan buenos conmigo. ¡No puedo hacerlo!». La desesperanza la había envuelto durante los últimos siete días. La misma desesperanza en que estaba envuelta ahora.

El murmullo de las dos voces del invernadero había cesado. La puerta del salón de billar se abrió con sigilo. Mercy seguía en el mismo lugar, ignorante de lo que pasaba a su alrededor. Acosada por la fuerte tensión que la invadía, su mente se había sumergido poco a poco en nuevos pensamientos. Ahora, por primera vez, había reunido el valor suficiente para cuestionar su futuro desde otro punto de vista. Suponiendo que confesara la verdad, o suponiendo que la mujer a la que había suplantado descubriera el fraude, «¿qué partido?», se preguntaba, «¿obtendría Miss Roseberry del infortunio de Mercy Merrick?».

¿Podía Lady Janet dejar de querer a alguien que no era de su familia porque se presentaba una mujer que sí lo era? Nada en el mundo lograría que la Grace verdadera ocupara el lugar de la falsa Grace. Mercy había sabido ganarse el cariño de Lady Janet por sus propios méritos. Lady Janet podría hacer justicia, pero no entregaría sin reservas su corazón a una desconocida por segunda vez. Grace Roseberry sería formalmente reconocida y punto.

¿Había alguna esperanza en la nueva manera en que veía las cosas?

Sí: la falsa esperanza de reparar el perjuicio que había hecho sin tener que recurrir a la confesión del fraude. ¿Qué había perdido Grace Roseberry con el daño ocasionado a su persona? El salario de señorita de compañía y lectora de Lady Janet Roy. Digamos que reclama el dinero; Mercy tenía ahorrada parte de la generosa paga de la propietaria de Mablethorpe House; Mercy podría indemnizarla con ese dinero. O digamos que reclamaba su empleo; Mercy podría buscarle un trabajo por mediación de Lady Janet Roy, si se avenía a un arreglo.

Entusiasmada por aquellas nuevas expectativas, Mercy se puso de pie presa de gran excitación, convencida de que estaba sola en la estancia. Ella, a quien hace unos minutos le repelía la idea de tener que ver otra vez a Grace Roseberry, no deseaba ahora otra cosa que entrevistarse con ella. No había que perder tiempo, ese mismo día, si fuese posible, o mañana, a más tardar. Miró a su alrededor mecánicamente, pensando en cómo llevar a cabo su propósito. Su mirada reparó por casualidad en la puerta del billar. ¿Era una ilusión o vio realmente que la puerta, que primero estaba entreabierta, después se cerraba con sigilo? ¿Era una ilusión u oía voces en el invernadero?

Se detuvo y miró en dirección a las voces; aguzó el oído. El murmullo —estaba segura de haberlo oído— había desaparecido. Se dirigió al salón del billar para cerciorarse de que no había estado soñando. Alargó el brazo para abrir la puerta cuando oyó de nuevo las voces, reconocibles ahora como las de dos hombres. Ahora sí podía entender las palabras que se oían.

—¿Algo más, señor? —preguntaba un hombre.

—Eso es todo —contestó el otro.

Mercy se sonrojó cuando la segunda voz respondió a la primera. Indecisa, junto al salón de billar, no sabía qué hacer. Tras unos segundos la segunda voz se dejó oír de nuevo, pero esta vez aproximándose al comedor: «¿Está ahí, tía?», preguntó con cautela. Hubo un momento de silencio. Entonces la voz se oyó por tercera vez, ahora más fuerte y más cerca: «¿Está ahí?», repitió, «tengo algo que contarle». Mercy se armó de valor y respondió.

—Lady Janet no está aquí —al hablar se dirigió a la puerta del invernadero, hasta quedar frente a frente con Julian Gray.

Se miraron sin decirse nada el uno al otro. La situación, por muy distintos motivos, era embarazosa para ambos. Allí —a ojos de Julian— estaba la mujer prohibida; la mujer amada.

Allí —a ojos de Mercy— estaba el hombre que ella temía; el hombre cuyas acciones (o como ella las interpretaba) probaban que sospechaba de ella.

Aparentemente se repetían con exactitud las mismas circunstancias que habían marcado su primera entrevista, con la única diferencia de que ahora era él, y no ella, quien deseaba escabullirse. Fue Mercy quien tomó la palabra.

—¿Esperaba encontrar aquí a Lady Janet? —se preguntó en forma forzada.

Él contestó de manera más forzada todavía.

—No se preocupe —dijo—. Ya la veré más tarde.

Julian retrocedió un paso mientras contestaba. Ella avanzó con resolución, dispuesta a impedir que se retirase obligándole a seguir hablando. El gesto de retroceder un paso y su forma forzada de contestar le habían confirmado instantáneamente a Mercy su erróneo convencimiento de que él, y solo él, había adivinado la verdad. Y en tal caso, si lo que secretamente hubiera descubierto la ponía a su merced, el esfuerzo de llegar a un compromiso con Grace sería completamente inútil. Ahora, su principal preocupación era saber qué opinaba Julian Gray de ella. Muerta de miedo, helada de pies a cabeza, se interpuso en su camino y se dirigió a él con lo que piadosamente podría llamarse una sonrisa.

—Lady Janet tiene visitas —dijo—. Si desea esperarla aquí, vendrá enseguida.

El esfuerzo de esconder su angustia hizo que se sonrojara. A pesar del cansancio y de su aspecto descuidado, el hechizo que producía su belleza era tan fuerte como para retener a Julian contra su voluntad. Todo lo que tenía que hacerle saber a Lady Janet era que había hablado con uno de los jardineros, en el invernadero, y con el guardián de la puerta de entrada de la finca sobre las medidas que debían tomarse con la intrusa. Le habría resultado fácil, pues, escribirlo en una nota y salir de la casa. Por su propia tranquilidad, por respeto para con Horace, estaba obligado a disculparse educadamente con lo primero que se le ocurriera, y dejar a Mercy tal como la había encontrado, es decir, sola en la habitación. Hizo un intento, pero dudó. Despreciándose por hacerlo, se permitió mirarla. Sus ojos se encontraron. Julian entró en el comedor.

—Si no la molesto —dijo con turbación—, aguardaré aquí a Lady Janet, como usted amablemente me sugiere.

Ella advirtió su desasosiego; se dio cuenta de que él estaba luchando consigo mismo para no mirarla otra vez. Mercy bajó la vista cuando se dio cuenta de ello. Se quedó sin aliento; su corazón galopaba. «Si vuelvo a mirarle», pensaba ella, «me postraré a sus pies y le contaré la verdad». «Si vuelvo a mirarla», pensaba él, «me postraré a sus pies y le confesaré que la amo». Con la vista baja, él colocó una silla para ella. Ella, a su vez, con la vista baja, asintió con una inclinación y aceptó el asiento. Siguió un silencio sepulcral. Nunca en la historia de los malentendidos humanos hubo un malentendido como el que existía entre los dos.

El cesto de costura estaba a su lado. Lo cogió, e intentó rehacerse, haciendo como que arreglaba los ovillos de color. Julian, de pie detrás de ella, admiraba la elegante forma de su cabeza, contemplaba su hermoso cabello. Descubrió que era el hombre más vulnerable y el más falso de los amigos por seguir allí todavía, y a pesar de ello no se movió.

Nada rompía el silencio. La puerta del salón de billar volvió a abrirse sin hacer ruido. El rostro de la mujer que había estado escuchando se entrevió en el umbral. En ese momento, Mercy se levantó.

—Siéntese, por favor —dijo con amabilidad, pero sin atreverse a levantar la vista, fija en la cesta de la costura.

Julian se dio la vuelta para coger una silla pero lo hizo con tanta rapidez que alcanzó a ver cómo se cerraba velozmente la puerta del billar.

—¿Hay alguien en esa habitación?

—No sé. Hace un rato me pareció oír cómo se abría y cerraba la puerta.

El pastor se dirigió al salón del billar. En ese instante, a Mercy se le cayó un ovillo de lana. Julian se detuvo a recogerlo, y después abrió la puerta y miró en el interior del salón. Encontró la habitación vacía.

¿Había estado alguien escuchando, alguien que se había retirado antes de que se le descubriese? La puerta abierta del salón de fumar dejaba ver que en esa habitación tampoco había nadie. Había una tercera puerta abierta, la del vestíbulo, que daba al jardín. Tras reflexionar unos instantes, Julian optó por cerrarla y regresar al comedor.

—Tal vez —le dijo a Mercy— la puerta no estaba bien cerrada y una corriente de aire la abrió…

Ella aceptó la explicación en silencio. Él, a ojos vista, no estaba muy convencido de lo que había dicho. Mercy lo miró sin pestañear, algo incómoda. Entonces la antigua fascinación que había sentido por ella lo atrapó de nuevo. Otra vez se entretuvo contemplando la forma de su cabeza y su hermoso cabello. Ahora que él se había quedado en el comedor tras habérselo pedido, ella no era capaz de reunir el valor que ya antes le había faltado para hacerle la pregunta cuya respuesta ansiaba. Seguía ocupada con su labor; demasiado ocupada como para alzar la vista o hablar con él. El silencio se hacía insoportable. Julian lo rompió con una pregunta tópica: se interesó por su salud.

—Estoy bien, pero avergonzada por los trastornos y la angustia que he causado —contestó—. Hoy he bajado por primera vez. Voy a intentar trabajar un poco.

Reparó en el cesto de la labor. Las lanas estaban muy enmarañadas, hechas un revoltijo de colores, hebras y ovillos.

—Todo está revuelto, —suspiró con timidez, y con una leve sonrisa en los labios—. ¿Cómo voy a arreglarlo?

—Déjeme ayudarla —dijo Julian.

—¡Usted!

—¿Por qué no? —preguntó él, recobrando el singular humor que ella recordaba—. Olvida que soy un pastor. Y los pastores tenemos el privilegio de ayudar a las jóvenes más necesitadas. Déjeme intentarlo.

Puso un taburete a sus pies y se sentó a deshilvanar una de las madejas enredadas. En un minuto, desenmarañó la lana y se la entregó a Mercy para que hiciera ovillos con ella. Esta escena tan hogareña, cuyo carácter acogedor inspiraba confianza, logró tranquilizar a Mercy Merrick. Distraída, enrollaba la lana hasta formar ovillos. Por fin se atrevió a pronunciar las osadas palabras que, poco a poco, delatarían las sospechas de Julian, si es que este sospechaba la verdad.