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Hay gente que necesita estar quieta para pensar, yo pienso mejor caminando y aun mejor corriendo. Sabía adónde iba, pero no sabía por qué iba hacia allí. Contra la opinión de Craig y la de los otros detectives, sentí que el enigma no era ni un cuadro de Arcimboldo, ni una «pizarra de Aladino», ni una esfinge ni una página en blanco; era lo que había sido desde mi niñez: un rompecabezas. Mi padre entraba a casa con la gran caja envuelta en papel de seda azul; junto a la ventana, yo desgarraba el papel, volcaba las piezas en el suelo y disfrutaba durante unos segundos de ese caos brillante que esperaba que pusiera orden y encontrara, tras las formas, La Forma. Ahora tenía frente a mí las grandes piezas: el cuerpo de Darbon, caído desde la torre; el cadáver de Sorel, antes ejecutado con guillotina y luego vuelto a ejecutar por el fuego; y la otra pieza, la única que dolía, la silueta fatal de La Sirena. También había otras piezas: el aceite negro que había empujado a Darbon al vacío, las palabras de los testigos, el fuego, las citas oscuras en las paredes de la casa-libro de Grialet. Había leído los versos de Nerval, que no me podía sacar de la cabeza, pero eran otras palabras las que valían, las que explicaban:

Llegará el día en que Dios sea la reunión de un anciano, un ajusticiado y una paloma…

La solución estaba escrita en la pared de Grialet, a la vista de todos. Ahora sabía con certeza que los detectives, distribuidos por la Exposición en busca de la Tierra y el Aire, esperaban en vano: la serie no era de cuatro, sino de tres. No se trataba de los cuatro elementos, las cuatro raíces que los griegos veían detrás de todo, sino de la Trinidad. El anciano era Darbon, el ajusticiado, Sorel; la paloma, la Sirena…

Llegué sin aire al frente de la casa de Grialet. Subí los escalones de mármol y estaba por golpear, cuando Desmorins, el sacerdote, abrió la puerta. El también estaba agitado y transpiraba, como si hubiera llegado hasta mí a través de una simétrica carrera.

—Tiene que detener a Arzaky —me dijo.

—¿Dónde está?

—Arriba. Cree que Grialet es el asesino. Voy a buscar a la policía.

El no llegó a salir y yo no llegué a entrar. Era tarde para todos: el disparo hizo temblar las paredes. Sonó como un pistoletazo, más que como un tiro de revólver o de carabina. Había en el ruido mismo algo de irreparable, como si se tratara de la explosión de una bomba. Un disparo se puede errar: una explosión siempre habrá de tener consecuencias para alguien. Subí las escaleras: ni tan rápido como lo exigía la escena, ni tan lento como pedía mi cansancio. Mientras subía me acompañaban las palabras de las paredes, que no leí.

Arzaky estaba de pie en una habitación que la mañana no se decidía del todo a iluminar. Sostenía en su mano el bastón de Craig, que humeaba; parecía menos un arma de fuego que el báculo de alguna eficaz mitología. En el suelo, sentado, con la espalda apoyada sobre la pared escrita, estaba Grialet. El disparo le había dado en el cuello y le había desgarrado la carótida. Durante unos segundos, Grialet puso la mano sobre la herida, negra de pólvora; pero después, por debilidad o resignación, abandonó. Quiso decir algo, pero no pudo. Sus piernas se agitaron dos o tres veces, y quedó quieto.

Arzaky hizo entonces algo inesperado: se persignó. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en nombre del Anciano, del Ajusticiado y de la Paloma. Se quedó mirándome, como si tratara de esforzarse por recordar quién era yo. Dijo después:

—Grialet era el asesino. Esta noche daré los detalles. Arzaky me tendió el bastón. Al principio no me animé a tocarlo. Yo había traído el bastón como una reliquia, y ahora era el arma que acababa de matar a un hombre. El bastón estaba caliente.

—Devuélvalo a la vitrina. Ya puede ocupar su lugar.