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En los días siguientes al asesinato de La Sirena, nada se supo de Arzaky. Yo no tenía dudas de que había sido la conmoción provocada por la visión del cuerpo de la muchacha lo que lo había obligado a ausentarse. Había llegado al teatro, alertado por uno de los informantes que tenía en la policía, se había asomado para ver el cuerpo hundido de La Sirena, y luego, sin decir una palabra, había desaparecido por completo. Después de unas horas, los detectives empezaron a inquietarse: reunidos en el salón del hotel Numancia, formaban ahora una especie de cónclave perpetuo. Caleb Lawson me recomendó que permaneciera en el estudio de Arzaky, por si este aparecía de improviso.

La ausencia de Arzaky había causado más inquietud que el mismo crimen. Al día siguiente comenzaron a llegar representantes de las autoridades de la exposición, con mensajes urgentes que yo acumulaba sin prisa en una caja de cartón. Lo que yo había visto de la vida de Arzaky era una parte ínfima de su vida real, de las personas con las que trataba, de los múltiples asuntos que lo ocupaban: su ausencia hacía que ese mundo hasta entonces subterráneo saliera a la luz. Así desfilaron por la oficina mujeres desesperadas, hombres que le debían la vida, esposas de falsos acusados que purgaban condena, vendedores de información que esperaban ganar el día con la revelación de un secreto. A todos procuré despedirlos con tranquilidad y prisa:

—El señor Arzaky volverá de un momento a otro. Me cansé de la espera y salí a buscarlo. Recorrí las tabernas que el detective frecuentaba, busqué informantes que me hablaban de otros lugares más secretos; dejé los terrenos del pernod para entrar en los fumaderos de opio. Cuanto más preguntaba, más lejano me parecía Arzaky; no me inquietaba la ausencia de pistas sino su abundancia. Arzaky discutió con un húngaro, Arzaky golpeó a una mujer, Arzaky le arrancó el puñal a un cocinero chino, esa sombra en la pared es la sombra de Arzaky. Un ciego, intoxicado de opio, abrió los ojos blancos y me dijo:

—Arzaky está muerto, y fue usted quien lo mató. No podía recorrer esos cuartos sin probar lo que me ofrecían; así que a medida que los sitios se envilecían, yo también. Primero el vino, luego los licores improvisados en alambiques secretos, el ajenjo adulterado, que me hacía olvidar los sinsabores de la vida, y al fin el opio, que me hacía olvidar también todo lo demás. En pocos días se acabó mi capital: lo que Arzaky me había pagado, lo gasté en su búsqueda.

En mi peregrinar había notado que aquello que se predicaba de Arzaky podía predicarse de cualquiera. Una mujer me había susurrado al oído que Arzaky dormía en una casa de mala reputación, en las afueras; cuando entré, un marsellés entrado en años, borracho, me atacó con una cuchilla de carnicero. Pude escapar, pero regresé a la noche siguiente a preguntar por Arzaky. Me respondieron:

—Estuvo aquí ayer a la noche: un marsellés lo atacó con una cuchilla de carnicero.

Decidido a salvarme, estuve un día entero sin tomar nada y sin salir de mi habitación. No había pruebas de que Arzaky se hubiera abandonado a la congoja: podía estar trabajando en secreto, volviendo sobre viejas pistas. Al anochecer, ya lúcido, decidí visitar la casa de Grialet. El me abrió en persona: vestía una especie de largo atuendo negro. Me pregunté si habría interrumpido alguna ceremonia.

—Ah, mi amigo, el ladrón de fotografías. Tendrá que disculparme, no me queda ninguna.

—Estoy avergonzado. Ya devolví esa fotografía a su dueña.

—El dueño era yo. ¿Qué busca ahora?

—Preguntarle sobre Arzaky.

—¿Arzaky? Dicen que se fue, que desapareció, que está muerto.

—¿No le hizo una visita?

—No tuve el gusto.

—La Sirena era la amante de Arzaky —le dije, con algo de desafío. No se inmutó.

—Ya lo sé. Era mi amante también. Él la envió para investigarme. Y ahora lo envía a usted.

—Yo vengo por mi cuenta.

Grialet se rió.

—Cuando más creemos actuar por nuestra voluntad, más somos manejados por fuerzas que desconocemos. Pase. Estamos entre amigos.

En la sala estaban reunidos otros tres hombres. Reconocí el perfil de pájaro de Isel. Me saludó con una inclinación de cabeza, dando a entender que se acordaba de mí. Cerca del piano había un hombre en hábito sacerdotal. Tenía la cara redonda e infantil, sin indicios de barba. El otro, más joven, vestía una camisa blanca con el cuello abierto y miraba con los ojos ansiosos de los tísicos.

—Aquí nos ve: las bestias negras de Darbon. A Isel ya lo conoce, los otros son el sacerdote Desmorins y el poeta Vilando. Desmorins fue expulsado por los jesuitas por sus juegos de nigromante; pero él no ha aceptado esa decisión y continúa usando el hábito.

Desmorins habló con voz aflautada:

—El Papa debería volver a Avignon: nuestra iglesia es hoy, más que nunca, no una piedra, ni una catedral, ni la nave que toda catedral esconde: es un puente roto, que no conduce a ninguna parte.

—Desmorins se empeña en escribir esa clase de cosas. Empezó como Superior de todas las bibliotecas de la orden, y su trabajo consistía en quemar los libros imprudentes; hace tiempo que abandonó el fuego y se dedicó a la literatura. El joven Vilando, en cambio, ha seguido el camino opuesto: ha pertenecido al círculo del conde Villiers y de Huysmans, pero ahora todas las noches escribe y hace arder sus poemas. Quiere que solo existan en la mente del Dios desconocido.

Grialet hizo una pausa. Los cuatro me miraban, a los cuatro les gustaba ser observados por alguien de afuera: durante toda su vida habían cultivado el secreto, y ahora querían decir con sus rostros, con sus vestimentas un poco extravagantes, con sus gestos de conspiradores, la importancia de todo lo que callaban.

—Estos son los enemigos del progreso, de la Torre, de la Exposición —continuó Grialet—. Los discípulos de las enseñanzas secretas de Cristo. No somos tan peligrosos como Darbon sospechaba. ¿No cree?

Me señaló una silla vacía. Me senté con ellos. Pronto hubo frente a mí un vaso de vino con especias.

—Estamos en contra de la Exposición. Al menos en eso, Darbon no se equivocó —dijo Grialet.

—¿Por qué?

—Porque creemos que el mundo no vive sino por el secreto. La ciudad de París ha sido durante largos años un refugio para todos los saberes esotéricos. Ahora se han propuesto iluminarla. La luz eléctrica, el positivismo, la Exposición, la Torre: son formas de lo mismo. La ciencia ya no es un conjunto de respuestas, sino un exterminio de las preguntas.

Bebí hasta el final de la copa; como no era todavía un bebedor nato, me gustaba el sabor dulzón, el olor de la canela, y los otros gustos sin nombre que se superponían; cuando la copa de cristal de roca se vació, Grialet volvió a llenarla.

—Durante años los iniciados nos hemos enfrentado. Gnósticos, rosacruces, nostálgicos de la alquimia, valentinianos, fíeles de la iglesia martinista, cristianos, anticristianos, satanistas. Pero ahora estamos unidos. Ahora todos tenemos un enemigo en común. El positivismo, el deseo de comprender todo, de explicarlo todo, es la enfermedad de la época. La torre, desde donde se ve la ciudad entera, y la Exposición, que quiere mostrar todo lo que existe, no son sino los signos mayores de un mundo sin secretos. Y sus detectives alientan a los constructores, alientan a los científicos; no saben que ellos también viven porque existe el secreto, y que cuando el secreto desaparezca ellos mismos se extinguirán.

Isel acercó a mí su perfil de pájaro:

—Grialet habla con la verdad: los detectives se han convertido, sin sospecharlo, en la señal más extravagante en esa confianza en que todo puede ser explicado. No hay salvación para ellos. Ninguno puede salvarse, salvo Arzaky.

—¿Por qué Arzaky?

—Porque es polaco —dijo Isel—. Porque no ha renunciado a la fe en Cristo, aunque la esconda. Porque cree en las fuerzas oscuras y en los límites de la Razón. Pero esa batalla tiene lugar en su corazón, y acabará por destruirlo. Se cree un racionalista, un materialista; pero es un soldado de Cristo.

El vino había empezado a marearme. Temí por unos segundos que se tratara de un brebaje, de un hechizo. Traté de ordenar las palabras que flotaban en mi boca; lentamente, las traduje al francés:

—Darbon los investigaba a ustedes. Darbon sabía que querían usar la torre para difundir sus creencias.

Grialet se rió:

—¿Difundir? ¿Cree que somos periodistas? —pronunció la palabra con infinito desprecio—. Hemos hecho todo lo posible para esconder nuestras creencias. Cristo predicaba a todos, pero su verdadero mensaje era un mensaje secreto: nosotros somos los destinatarios de ese mensaje, y lo trasmitimos según nuestras reglas. No importa que todo lo iluminen con luz eléctrica: cuanta más luz haya habrá más sombras; nosotros nos esconderemos en lo más oscuro, como los cristianos en las catacumbas.

Quise arrancar a Grialet de la superioridad con la que me hablaba. Quise llevarlo de nuevo al mundo de las acusaciones, las pruebas y las coartadas. Le pregunté de golpe:

—¿Cuándo vio por última vez a La Sirena?

Grialet se puso de pie. Pensé que lo había ofendido y que me echaría en ese mismo instante. Pero respondió con la voz más triste que he escuchado nunca:

—Ojalá fuera así. Ojalá hubiera dejado de verla. No puedo dejar de verla. Voy a la ventana y me parece que está a punto de aparecer.

—¿Usted la mató?

—¿Yo? ¿Por qué iba a matarla?

—Por celos de Arzaky. Porque trabajaba para él.

—La Sirena murió de lo que mueren las sirenas: el llamado de un mundo que no entienden.

La voz se le había quebrado a Grialet; se alejó de nosotros y fue hacia la ventana. El sacerdote Desmorins escuchaba todo con la mirada baja, sin intervenir. El poeta tísico clavó en mí sus grandes ojos húmedos. Parecía que estaba a punto de decir algo, y levantaba la mano, como si estuviéramos en clase y esperara la aprobación del maestro, pero enseguida, arrepentido, la bajaba. Debía ser cierto que quemaba los manuscritos, porque las puntas de sus dedos mostraban ampollas y cicatrices.

Isel me clavó sus dedos como garras en el brazo.

—Es verdad que somos los hombres oscuros, y que nuestras ceremonias acaban por contagiarnos cierto disgusto por la vida, que a veces nos lleva a perdernos. Entre nuestros antecesores, el número de suicidas es más elevado que entre el resto de los hombres. Dichosos los que mueren de una muerte rápida, de una muerte que la Iglesia reprueba, escribió el barón Dupotet. Pero no crea que sus detectives son los hombres de la luz. También ellos, sin saberlo, buscan en sus peligros una muerte a la altura de su leyenda. ¿Acaso no son habituales los riesgos sin sentido? Y también está la otra tentación, la de cruzar la línea.

—¿Qué línea?

—La que los separa del bando de los asesinos —dijo Isel.

Grialet me chistó desde la ventana. Tuve oportunidad de liberarme de la garra de Isel.

—¿Usted creía buscar a Arzaky? Yo creo que es Arzaky el que lo sigue a usted. Venga.

Miré a través del vidrio a un hombre que buscaba esconderse en la sombra. Miraba la casa-libro sin animarse a entrar. Estaba despeinado, no se había cambiado ni afeitado en días. El hombre que encarnaba a la Razón era un loco que no sabía qué dirección tomar, y ante la duda volvía al refugio de la sombra. A mis espaldas, la pared, en tinta negra, susurraba:

Yo soy el Tenebroso, —el Viudo, —el Inconsolado

El Príncipe de Aquitania de la Torre abolida…

Sentí una mezcla de alegría y decepción; porque así como me sentía feliz de encontrarlo, había tenido la esperanza de que Arzaky hubiera gastado ese tiempo en el desvelamiento final de todos los enigmas. Y el hombre que estaba abajo, desmañado y taciturno, no parecía saber siquiera en dónde estaba.

Cuando salí a la calle, con los brazos abiertos, había desaparecido.