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A pesar de mi cansancio, tardé en dormirme. Estaba rodeado de cosas nuevas, y mi mente trataba en vano de adaptarse a aquel continuo estreno de ideas, de personas y escenarios; el sueño se me negaba, porque había demasiadas cosas con las cuales soñar. Pensaba en las palabras de la reunión, en las exposiciones de los detectives, en los comentarios secretos de los asistentes; una y otra vez me imaginaba a mí mismo escapando del círculo exterior de los satélites, y caminando seguro hacia el centro de la escena. Era inmensamente afortunado de ser un adlátere, de haber llegado hasta Los Doce Detectives, y eso me bastaba durante el día; pero en las horas del sueño quería algo más.

Dormí varias horas, aunque tuve la sensación de que apenas había cerrado los ojos. Me despertaron ruidos en el pasillo: gente que corría, y luego portazos y voces. Me lavé, rasuré mi boceto de barba y me vestí. Salí al pasillo mientras me ajustaba el lazo de la corbata. Linker, el ayudante de Tobías Hatter, me embistió, y sin decir nada siguió corriendo, como si se hubiera llevado por delante una de las mesitas del pasillo; detrás venía Benito, también a la carrera.

—Han asesinado a Louis Darbon —dijo Benito cuando pasó a mi lado.

Me pareció que el sueño continuaba, que no era posible que hubieran matado a uno de los detectives. ¿No eran un grupo de inmortales? ¿No estaban ellos a salvo de los estoques silenciosos, de las saetas de hielo disparadas a través de las cerraduras y de las espinas envenenadas de las rosas perfectas?

Los seguí por las escaleras y luego por la calle. La mañana estaba fresca; había tomado la precaución de llevar conmigo mi ponchito de vicuña. Íntimamente lamenté perderme el desayuno: es lo único que me gusta de vivir en hoteles. Todos los asistentes habíamos dejado el hotel de madame Nécart casi al mismo tiempo y corríamos hacia el mismo lugar; por momentos nos acercábamos unos a otros y parecíamos formar un grupo de corredores de fondo, pero luego volvíamos a dispersarnos, separados por los obstáculos que prodigaba la futura Exposición: carros que llevaban materiales a la torre, una jaula de hierro con un rinoceronte, medio centenar de soldados chinos quietos como estatuas que esperaban órdenes de algún capitán ausente.

Después de veinte minutos de carrera y caminata llegamos al pie de la torre de hierro forjado. Periodistas y fotógrafos se empujaban y cedían y volvían a empujar, en una especie de baile colectivo. La ambulancia de la morgue judicial esperaba a un lado, tirada por caballos pálidos, pacientes, pensativos.

Quise ver el cuerpo, pero la multitud se me hizo impenetrable. Alto y a los gritos, Arzaky se abrió paso hasta mí:

—Usted, el argentino, venga aquí.

Me arrimé a los codazos, hasta una zona a la que solo los elegidos tenían acceso. No hubiera podido superar el cerco si la voz de Arzaky no me hubiera abierto el camino, como si me tirara de una soga. Las lámparas de los fotógrafos explotaban sobre la cara del muerto y el aire se llenaba del olor agrio del magnesio.

—Ahora tengo un caso, pero no tengo ayudante. Soy el único detective sin ayudante: en su país salvaje puede ser una costumbre, pero en mi ciudad es una excentricidad. Observe bien todo. Quiero que trabaje conmigo. Cualquier comentario que se le ocurra, hágalo: no hay mayor inspiración para un detective que las palabras tontas de la plebe.

—¿Qué pasó?

—Darbon estaba investigando a los enemigos de la torre, que en los últimos tiempos habían mandado cientos de anónimos y habían provocado algunos atentados menores. Subió de noche, solo, detrás de alguna pista; y cuando estaba en la segunda plataforma cayó. No sabemos más. ¿Acepta?

—¿Acepto qué?

—Ser mi asistente.

—¡Claro que acepto! —dije de pronto, sorprendido. Sin querer había respondido a los gritos y a mi alrededor, a pesar del bullicio, todos se dieron vuelta para mirarme. Me había convertido en asistente gracias a Craig, que me había enviado a París, y gracias a Arzaky, que me aceptaba, pero también gracias al detective despeñado desde lo alto de la torre, que ahora los empleados de la morgue (uniformes grises, gorras de franela) levantaban del suelo con una mezcla de ceremonia y de fastidio, para remitirlo al ámbito recóndito de la disección y el desciframiento.