5

Cuando llegué al hotel de madame Nécart, los asistentes estaban reunidos. Nunca se los veía de a tres o cuatro: o estaban todos o no estaba ninguno. Tal vez se ponían de acuerdo a mis espaldas para aparecer o desaparecer. Baldone me gritó desde lejos, con sobriedad napolitana:

—¡El argentino, por fin! ¡Venga, venga!

Me sentí cohibido. Hubiera querido desaparecer, pero tomé asiento al lado del japonés, que me miraba con severidad. Me saludó con una inclinación de cabeza, que le devolví, algo exagerada. Faltaban Tamayak y Dandavi.

—¿Y qué dice Arzaky de lo que ocurrió en la Galería de las Máquinas? —quiso saber Benito, el mulato. Fui sincero:

—Arzaky no sabe qué pensar.

Baldone se apuró a decir, con suficiencia:

—Magrelli dice que los dos hechos están relacionados. Ocurrieron el mismo día: un miércoles.

Linker intervino:

—Su detective romano tiene una marcada tendencia a descubrir series en casos aislados.

—Esa es nuestra misión, ¿o no? —dijo Baldone—. Descubrir el patrón en el devenir caótico de las cosas. Que los policías vean hechos aislados; después los detectives trazan las constelaciones.

—Me alegro por Magrelli. Cuando se retire de la investigación podrá dedicarse a la astrología, que es, me han dicho, un negocio mucho más rendidor. Al menos en Italia.

Baldone prefirió quedarse callado. Benito parecía estar de acuerdo con Linker:

—Pero aquí no hay serie. En un caso, asesinato; en otro, robo e incineración de un cadáver. Si es una serie, va en camino decreciente, ya que quemar un cuerpo, por desagradable que sea, es menos grave que ejecutar un asesinato. ¿Qué puede seguir? ¿El robo de una billetera? El asesino podría cerrar la lista de sus crímenes con un último acto: marcharse del restaurante sin pagar.

—O del hotel Numancia —dijo Linker—. Los Doce Detectives son un club de detectives, pero también de rivales. Es inapropiado hablar de eso, pero sabemos que muchos se odian, y no deberíamos descartar que el asesino esté entre nosotros.

—Entre ellos, querrá decir —lo corrigió Baldone.

La cara redonda de Linker se puso roja, no sé si por haber sugerido que uno de los asistentes podía estar complicado en el caso, o si por haber incluido a detectives y asistentes en un grupo común.

—Entre ellos, por supuesto.

Hubo un silencio embarazoso. Todos querían hablar del tema, pero nadie se animaba a empezar.

—Me gustaría saber quiénes son los que están enemistados —los animé.

—Enemistades sobran —dijo Baldone—. Pero la grave, la más grave, mejor no decirla.

—¿No merezco ni siquiera una pista?

Benito se acercó a mi oído y dijo en un susurro:

—Castelvetia y Caleb Lawson.

Linker se puso rojo de indignación.

—Aprovechen a hablar mal de los detectives cuyos asistentes no están aquí.

Benito se encogió de hombros:

—Usted sacó el tema, Linker. Además no es nuestra culpa que el hindú no aparezca nunca, y que Castelvetia tenga un asistente invisible.

—Esa es una cuestión vieja y no tiene sentido recordarla. El argentino es joven; las impresiones que se forje ahora lo perseguirán toda la vida.

—Tiene tiempo para olvidar todo lo que corre el peligro de aprender —dijo Baldone.

—Quiero enterarme de todo lo que haya que saber de los detectives —insistí—. Además, es injusto que ignore lo que todos saben. Podría llegar a decir cosas inapropiadas delante de ellos.

Se miraron en silencio. Sabían que existían dos posibilidades: o me incluían en el grupo, de tal manera que se estableciera una fidelidad entre ellos y yo, o me excluían del todo. Porque, si yo estaba a medias, podía oír expresiones imprudentes, y luego comunicárselas a los detectives. Yo no era un soplón, pero ellos no podían saberlo. Tenían que decidir si yo formaba o no parte del grupo. Después de consultar con la mirada a los que aún no habían hablado, Linker dijo:

—Entonces, yo mismo lo contaré. Soy una voz imparcial, y detesto los chismorreos de Baldone y de Benito. Cuando ocurrió esta historia, Caleb Lawson era ya un famoso detective, miembro prominente de Los Doce; a Castelvetia, en cambio, no lo conocía nadie. El caso que los enemistó para siempre fue la muerte de Lady Greynes, cuyo padre había sido presidente de la North Steambouts Company, una compañía naviera. Lady Greynes sufría de problemas nerviosos y prácticamente no salía de una torre que le había hecho construir su marido, Francis Greynes, para facilitar su voluntario alejamiento del mundo. La gente del pueblo la llamaba La Princesa en la Torre. Lady Greynes abandonaba muy pocas veces su refugio, que ella misma aseaba; decía que no soportaba el contacto con otras personas, que los otros podían contagiarle enfermedades infecciosas y mortales. Su marido administraba la fortuna familiar, pero para todo necesitaba la firma de su esposa. Una noche de tormenta, la mujer cayó por la ventana este de la torre. Su cabeza golpeó contra un león de piedra, y murió de inmediato.

—¿Y su esposo? —pregunté.

—Estaba a varias millas de allí, en el castillo de Rutheford, en una fiesta: como reunión no estuvo nada bien, porque faltó el vino, el champagne, y la comida, pero sobraban testigos. El señor Greynes los necesitó, y fueron tan convincentes (apenas habían probado alcohol) que no se lo acusó formalmente de nada. Pero como los rumores corrieron de boca en boca, y quedaron impresos en los periódicos gracias a las malas lenguas de tres o cuatro corresponsales de la región, Francis Greynes decidió depurar su buen nombre y honor. Para eso llamó a su antiguo camarada de Oxford, el doctor Caleb Lawson, a quien pidió investigar el caso, y despejarlo de dudas.

—Acudir a la llamada de un amigo, y terminar acusándolo de asesinato, es impropio de la amabilidad inglesa —dije—. Espero que Lawson no haya hecho algo así.

—Por supuesto que no —siguió Linker—. Lawson entrevistó a los sirvientes, al médico que atendía a Lady Greynes y a los invitados sedientos y hambrientos de Lord Rutheford, y corroboró la coartada de Greynes. Dictaminó suicidio. Todos sabían que Lawson era el detective más famoso de Londres y el juez no iba a actuar contra su opinión. Y sin embargo el juez, que era un funcionario de provincia, cuando estaba a punto de dar por cerrado el caso… decidió esperar. Se vio obligado a hacerlo.

—¿Caleb Lawson se arrepintió?

—Nada de eso. Caleb Lawson jamás en toda su carrera reconoció un error. Pero Lady Greynes tenía una hermana, Henriette, que desconfiaba de la teoría del suicidio. Henriette estaba casada con un pintor flamenco, que conocía a Castelvetia y que le pidió que investigara. Castelvetia trabajaba en ese entonces con un asistente ruso, un hombre de una fuerza formidable, Boris Rubanov: este tal Boris había tomado la costumbre, cada vez que se presentaba un caso, de acercarse a la servidumbre sin preguntar nada; los dejaba hablar de su familia, de sus pequeñas miserias cotidianas, los invitaba copa tras copa, y después de unos días de confianza y alcohol ya no había secretos entre ellos. Gracias a Boris, Castelvetia resolvió un caso en el que, aparentemente, no había nada por resolver.

—¿Castelvetia contradijo a Caleb Lawson? —pregunté.

—¿Si lo contradijo? ¡Castelvetia casi acaba con la fama de Lawson! Después del caso, su asistente Dandavi tuvo que obligar a Lawson a practicar esos ejercicios de respiración que hacen los hindúes para que no sucumbiera a un soponcio. Boris había reunido la siguiente información: antes del crimen, una cocinera y un cochero habían oído ruido de muebles en la habitación de la torre. Estos ruidos nocturnos le permitieron al holandés resolver el caso. Lo que Castelvetia sostuvo frente al juez fue lo siguiente: Francis Greynes había planeado el asesinato de su esposa desde mucho tiempo antes. Había mandado construir la torre de tal manera que había dos ventanas iguales, una al Este y otra al Oeste. Una daba a un pequeño balcón de piedra, la otra al vacío. Ningún detalle arquitectónico quebraba la simetría del cuarto. Cada noche el gato maullaba y Lady Greynes salía al balcón a ver qué quería su gato. Esa noche, Greynes, duplicó la dosis de medicamentos, para que su esposa se quedara dormida en el comedor. Cuando la llevó en brazos a la torre, había tomado una precaución: había cambiado los muebles de lugar, de manera que la ventana del Este, en lugar de estar a la izquierda de la cama, estuviera a la derecha. Luego fue al castillo de Lord Rutheford, para contar con testigos de su inocencia. A la noche el gato maulló, como siempre, y Lady Greynes, atolondrada por los medicamentos, se asomó a la ventana equivocada.

—Pobre mujer —dije, por decir algo.

—Pobre Lawson —siguió Linker—. La prensa se burló de él, hasta se habló de soborno, y él juró odio eterno a Castelvetia. Antes de que Castelvetia informara los resultados de su investigación, Francis Greynes, alertado por alguna voz amiga, escapó. Se dice que huyó a Sudamérica. Esa fuga salvó a Lawson, porque la prensa le dio menos importancia al juicio que la que le hubiera dado si el acusado hubiera estado presente en la sala. Los juicios in absentia son más aburridos que las ejecuciones in effigie.

La enemistad entre dos detectives era un tema desagradable y delicado, y los asistentes permanecieron en silencio, meditando sobre las consecuencias de ese lejano episodio. Yo mismo me sentí un poco avergonzado de haber llevado la conversación a un tema tan difícil.

Afortunadamente Benito interrumpió el silencio:

—Pero además, los dividen cuestiones teóricas. Tengo información de que Castelvetia sostiene que un asistente, en determinadas circunstancias, puede ascender.

—Basta, Benito, eso ya lo hemos discutido —dijo Linker—. No sueñe con cosas imposibles. Son Los Doce, no Los Veinticuatro. ¿Quién recuerda haber visto, con sus propios ojos, el ascenso de un asistente? Nadie.

—Pero tal vez en las leyes diga que…

—¿Y quién ha visto las leyes? Son leyes orales, a las que ellos hacen veladas referencias cuando están a solas; no se las dirán ni a usted ni a mí. No tiene sentido discutir sobre lo que nunca hemos visto ni veremos.

—Pero yo sí las vi —dijo Okano, el japonés; y su voz, a pesar de que fue apenas el susurro de un papel de seda, nos sobresaltó a todos—. Yo vi el reglamento.

Linker atribuyó su frase a un problema idiomático:

—¿Sabe de qué estamos hablando?

Okano respondió en un perfecto francés, superior al de Linker:

—Mi señor es muy metódico, y cada vez que mantuvo correspondencia sobre las leyes, las escribió aparte. Tuve tiempo de leer los papeles, antes de que los quemara.

—¿Quemó las leyes?

—Para que nadie más tuviera acceso a ellas. Las quemó en el jardín de una posada en la que nos alojamos, durante una investigación que hicimos en un pueblo del sur. Era verano y se oía el canto de las cigarras: mi señor quemó los papeles en un farol de piedra.

—¿Quiere decir que leyó sobre el paso de asistente a detective?

—Así es. Mi señor no me pidió que guardara el secreto, por eso me atrevo a decirlo. Hasta pienso que Sakawa dejó que yo leyera a propósito esos papeles, para que supiera que existe esa remota posibilidad y para que otros algún día la conozcan también. Que exista esa posibilidad nos obliga a ser mejores asistentes; no porque tengamos ambiciones de ser detectives, sino porque el mero hecho de que esa posibilidad exista nos ennoblece.

El japonés había hablado en ese momento mucho más que en todas las otras jornadas anteriores, y ahora parecía que se había quedado sin aire. En su mano había una copa de ajenjo puro; probablemente se debiera a eso su brusca locuacidad. Pero ahora que el hada verde parecía haberlo abandonado, Linker se impacientó:

—Vamos. ¿Cómo se da ese paso?

Okano entrecerró los ojos para hablar, como si tuviera que recordar un hecho muy lejano.

—Se han establecido cuatro normas que autorizan el paso de uno a otro estado. La primera: cuando el detective propone a su asistente para que ocupe su lugar, porque él se retira por su propia voluntad. Debe estar dispuesto a cederle su buen nombre y también su archivo. El asistente se convierte en un continuador de su maestro, como si se tratara del mismo detective. Se exige la aprobación de nueve de los once miembros restantes. Es el principio de herencia.

—¿Y la segunda?

—La segunda norma recibe el nombre de principio de unanimidad. Es cuando todos los detectives, de común acuerdo, deciden completar una silla vacía con el nombre de un asistente que les parezca excepcional por su desempeño.

—¿Y la tercera?

—Es el principio de superación. Cuando un misterio haya desafiado a tres detectives, y haya un asistente en condiciones de resolver el caso, este puede presentar su solicitud de membresía. Su incorporación a los detectives se dispondrá según una votación positiva de los dos tercios de los integrantes totales, no de los presentes.

Benito sonrió, feliz con su triunfo.

—¿Y ahora, Linker, qué me dice? ¿No tenía razón yo?

Linker lo miró con fastidio:

—Pero son situaciones hipotéticas. Pura teoría. En la práctica no se ha aplicado nunca ninguno de esos tres principios. Pero… ¿no dijo que eran cuatro?

Okano ahora estaba arrepentido de haber hablado tanto. Baldone sostenía la botellita verde y Okano miraba su copa vacía. Tenía que hablar para recibir su premio.

—Había un cuarto principio, al que mi señor llamó principio de la traición inevitable. Pero Sakawa no anotó más que eso en el papel, como si le hubiera parecido tan escandaloso que ni aun entregando el papel al fuego podía borrar la infamia. Todas las cláusulas son secretas, pero esta lo es el doble.

Todos se habían quedado en silencio. Baldone sirvió dos dedos de ajenjo en la copa de Okano. Este lo bebió puro. Al rato, se quedó dormido.

—Sueñen —dijo Linker—. Sueñen con reglamentos susurrados al oído y cláusulas secretas. Sueñen con papeles quemados en la linterna de piedra de un jardín japonés.

Me despedí de los adláteres y subí a mi habitación.