6
A la mañana siguiente me despertaron los golpes en la puerta:
—¡Arriba, asistente! Solo se tiene el derecho de dormir hasta tarde cuando se investigó toda la noche.
Era la voz de Arzaky. Salté de la cama y empecé a vestirme. Le dije que pasara, no quería hacerlo esperar afuera. Cuando Arzaky entró, me estaba poniendo las botas.
—Le envidio estas botas tan brillantes.
—Las cepillé ayer a la noche.
—Hago cepillar las mías, pero nunca quedan así.
—Lustro las botas con un ungüento especial que fabrica mi padre y cuya fórmula es secreta. —Abrí mi caja de lustrabotas y le mostré el frasco, con la etiqueta azul, donde se veía la imagen de un zapato y el nombre Salvatrio—. ¿Quiere un poco? Es ideal para los días de lluvia. Mi padre dice que tiene, además, la virtud de curar las heridas.
El detective tomó el frasco, lo abrió y aspiró el olor a humo de la pomada.
—¿Hay que poner el betún en la herida? Mi confianza en su padre no llega a tanto.
Arzaky corrió unos papeles de la única silla del cuarto y se sentó.
—Puedo dejar sus botas brillantes como las mías.
—¿Sí? Hagamos la prueba.
Busqué en la caja de lustrabotas un trapo ya renegrido y un cepillo de pelo de marta. Me senté en el suelo y cubrí la superficie de las botas con la cantidad exacta de betún que necesitaban, y después las cepillé con energía. Pronto brillaron con el resplandor azul del betún Salvatrio.
—Creo que en el fondo usted se avergüenza de que su padre haya comenzado como zapatero.
—Es un hombre trabajador. No tengo nada de qué avergonzarme.
—Pero tampoco se preocupa por decirlo. ¿Acaso cree que los asistentes vienen de familias aristocráticas?
—Supongo que no. Si no, no serían asistentes. Serían detectives.
—¿Eso cree? Tampoco los detectives vienen de grandes familias.
—¿No pertenece Magrelli a una familia aristocrática de Roma? Eso lo leí en alguna parte. Castelvetia tiene un título nobiliario, conde o duque, y los Hatter son los dueños de los grandes diarios de Alemania…
—Condes, duques, millonarios, parientes del Papa… Me temo que estamos muy lejos de sus sueños. El padre de Magrelli era un policía romano. Zagala se crió en un pueblo de pescadores y su padre murió en una famosa tormenta que acabó con la mitad de los barcos de ese puerto. Castelvetia se inventó un título nobiliario, pero es falso. La familia Hatter era dueña de una pequeña imprenta de Núremberg: imprimían papelería comercial e invitaciones a bodas. Los demás ya no recuerdo, los conozco menos, pero le puedo asegurar que Madorakis no aspira a la corona de Grecia, y que el buen Novarius vendía periódicos en la calle. Y en cuanto a mí, soy un hijo bastardo.
Di un respingo casi imperceptible, pero Arzaky lo notó.
—No tema, no voy a decir ninguna grave confidencia que amenace su pudor. Mi madre, cuando era muy joven, tuvo un romance con el cura del pueblo. El cura quedó en su parroquia, pero ella debió marcharse, llevándose el pecado consigo. El niño quedó sin bautizar. Después de mudarse, mi madre tuvo que inventarme un apellido. Había pensado en matarse, en cortarse las venas con un cuchillo afilado que siempre llevaba consigo. Leyó la marca grabada en el acero y ese fue el nombre que me puso: Arzaky. Los cuchillos Arzaky eran muy comunes en ese entonces. Tengo entendido que ustedes en la Argentina son muy católicos…
—Las mujeres; los hombres somos librepensadores…
—… entonces espero que a su madre no le moleste que su hijo trabaje para un detective sin bautizar.
Salimos a la calle y me apuré para no perder de vista a Arzaky.
—¿No me pregunta a dónde vamos? ¿O ya lo ha adivinado?
—No estoy en condiciones de suponer ni de adivinar.
—Tampoco le importa, me imagino.
—Dentro de diez minutos, si tomo una taza de café, todas las cosas del mundo volverán a importarme.
Arzaky caminaba a paso vivo con sus botas ahora relucientes. A la noche estaba despierto y a la mañana también; no sé cuándo dormía, no sé si alguna vez dormía. Hicimos unas quince o veinte cuadras y nos detuvimos en el frente de un edificio cuya placa de bronce anunciaba:
Arzaky golpeó con el llamador, que era un puño de bronce. Nos atendió el mayordomo, un hombre viejo, de ojos tan claros que parecía ciego.
—El secretario de la sociedad, el señor Bessard, me dijo que vendrían. ¿Es por el cuadro, verdad?
Nos invitó a subir por una escalera; él parecía tan viejo que no hubiera apostado por su subida, pero había bajado y subido la escalera tantas veces, que había hecho amistad con ella, y los escalones de roble lo empujaban hacia arriba; sus pasos eran leves, mientras que los nuestros sonaban pesados y marciales. La escalera nos condujo a un salón de reuniones: una mesa larga, cortinas sucias, estantes de biblioteca. Sobre una de las paredes, la pintura mostraba a cuatro hombres caminando entre ruinas y olivos. El más ancho, supuse que sería Platón, pero no había manera de distinguirlo de los demás, todos puras túnicas y barbas. Uno llevaba una antorcha, el otro una jarra, el tercero un puñado de tierra, el cuarto soplaba una hoja seca.
—Aquí está: Los cuatro elementos. Robado por Sorel.
—Un cuadro que provocó una muerte —dije.
—No, recuerde bien: fue la mujer la causa de la muerte, no el cuadro. Si hubiera matado por el cuadro, Sorel estaría hoy en los archivos dorados del crimen; pero en cambio cayó en la lista interminable y gris de todos los que matan por amor, por celos, por envidia, por ceguera. El amor inspira más crímenes que el odio y que la ambición.
Me quedé mirando el cuadro, tan solemne y estático.
—Quisiera encontrar una relación entre Sorel y Darbon —dijo Arzaky, como si hablara con los personajes de la pintura.
—¿Tuvo alguna relación Darbon con la recuperación del cuadro?
—Ninguna.
—¿Entonces?
—Entonces, nada. El primer hecho: la muerte de Darbon. El segundo hecho: la cremación de Sorel. ¿Qué tienen en común esos dos hombres?
—Nada.
—Algo sí. Yo los conocía a los dos. Los dos eran mis rivales. Estoy buscando la pieza del rompecabezas que me falta para unir a Darbon con Sorel.
—Usted dijo que una investigación no se parece en nada a un rompecabezas.
—¿Eso dije?
—Le dio la razón al japonés. Dijo que la investigación era una página en blanco. Que creemos ver misterios donde quizás no haya nada.
—Me parece bien que recuerde mis palabras; si llego a resolver este caso, a usted le tocará redactar el informe. Yo no recuerdo nada de lo que digo, pero me acuerdo de todo lo que dicen los demás. Entonces no buscaremos una pieza de rompecabezas, sino una línea en una página en blanco.
Me acerqué al cuadro.
—Usted conoce a mucha gente. Esa coincidencia tal vez no signifique nada. A Darbon lo pueden haber matado los criptocatólicos, y a Sorel lo puede haber quemado alguien relacionado con su pasado, con su crimen.
—Tal vez tenga razón. Nuestra mente siempre está buscando correspondencias secretas. Nos gusta que en el mundo las cosas rimen. No nos resignamos al caos, a la estupidez, a la propagación informe del mal. Nos parecemos más a los criptocatólicos de lo que creemos.
Como nos demorábamos frente a la pintura, el cuidador de la casa había venido a vernos.
—¿Alguien más vino a ver el cuadro? —quiso saber Arzaky.
—Una muchacha. Era bonita y parecía muy decidida.
—¿Dijo su nombre?
—Sí, pero no lo recuerdo. Se quedó mirando el cuadro. Yo la miraba a ella. Tenía el cabello del color del fuego.
—Una aficionada a la filosofía —dije yo.
El viejo, para mi preocupación, movió la cabeza.
—Aquí nunca vienen mujeres, solamente viejos, algunos más viejos que yo. Y de pronto entra esta muchacha. Me dijo que no dijera a nadie que había venido.
—Entonces está traicionando su secreto.
—Es verdad. Pero desde que vino me pregunté si había sido un sueño o no. Ahora que veo la cara de este joven, me doy cuenta de que no, no fue un sueño.
Arzaky me miró con severidad.
—¿Sabe de qué habla este hombre?
—No. Tal vez el señor tiene razón y fue un sueño. ¿Por qué iba a venir una muchacha a este lugar?
El viejo pareció pesar mis palabras.
—Entonces fue un sueño —dijo—. Eso no es tan malo, después de todo. Un sueño puede volver a soñarse.
Bajamos las escaleras. Al pie de la puerta agradecimos al viejo su amabilidad.
—Soy yo el agradecido —dijo el viejo—. He podido conocer al gran Arzaky. Dicen que es el único filósofo platónico que existe.
—Me temo que para un detective esa caracterización no sea un elogio. Son mis enemigos los que la han propagado.
—Usted mismo dijo que los enemigos siempre dicen la verdad y que solo las difamaciones nos hacen justicia.
—Si eso dije, soy menos platónico que sofista.
Temía que Arzaky me interrogara sobre la muchacha, pero, apenas se cerró la puerta, se alejó a paso rápido, porque lo esperaban en una reunión.
Mientras caminaba rumbo al hotel, pensaba que con mi silencio traicionaba la confianza que Arzaky había depositado en mí. Solo esto voy a ocultar, esto y nada más, pensé. Al llegar al hotel Nécart el conserje me tendió un billete doblado en dos. La tinta era verde, la letra de mujer:
Sé que usted sacó la fotografía de la casa de Grialet. Si no le ha avisado a Arzaky, no lo haga. Quiero verlo esta noche en el teatro, después de la función. La puerta del fondo estará abierta. Suba las escaleras.
LA SIRENA
No era todavía el mediodía, y ya había encontrado otra ocasión de traicionarlo.