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En la entrada del templo me recibió un oso embalsamado, cuya mandíbula abierta daba la bienvenida a su mundo de simulada eternidad. En estantes acristalados y en largas mesas de madera negra, anidaban pájaros pequeños como insectos e insectos grandes como pájaros. Una jirafa del zoológico de París, cuya muerte había anunciado el periódico seis meses antes, permanecía en la caja de madera donde había sido transportada, y se asomaba al mundo de una vez y para siempre.

Pasó junto a mí un hombre bajo y robusto, vestido con un guardapolvo gris; le pregunté por los taxidermistas y murmuró, entre dientes, el nombre de «Doctor Nazar» y me señaló una puerta cerrada.

Golpeé, y sin esperar respuesta, abrí. Un médico de guardapolvo blanco escribía una carta, de espaldas a mí. A su lado había una camilla vacía.

—Rufus, espere un segundo, que ya le entrego esta carta: es para el Comité…

Me adelanté.

—No soy Rufus, doctor. Mi nombre es Sigmundo Salvatrio, y…

Dejó la pluma y se dio vuelta para mirarme. Nazar tenía la barba crecida, los ojos enrojecidos por las largas horas de trabajo nocturno. Miraba desde una prisión hecha de pensamientos.

—Ahora estoy ocupado… Tal vez más adelante acepte aprendices…

—No quiero ser aprendiz. Me envía el detective Arzaky.

Pensé que me iba a echar, pero se puso de pie con entusiasmo, como si hubiera pronunciado una palabra mágica.

—¡Eso es exactamente lo que necesito, un detective! Acaba de desaparecer un cuerpo. Era nuestra mejor obra y se lo han llevado en medio de la noche.

—Por eso estoy aquí —dije con una sonrisa de suficiencia.

Nazar se quedó mirándome.

—¿Pero cómo sabe usted eso, si todavía no informé de su desaparición?

—Estamos al tanto de todo lo que ocurre en la Exposición —respondí, feliz de que alguien, en medio de una confusión, me considerara útil y oportuno.

—Su acento y su soberbia me parecen familiares —dijo el doctor Nazar en perfecto español—. ¿Usted es argentino? Yo también.

El doctor Nazar se acercó como para abrazarme, con el guardapolvo manchado de productos químicos, sangre y otras sustancias cuya naturaleza prefería no averiguar. Asustado, retrocedí con pasos de esgrimista y le tendí una mano distante. El abrazo, así postergado, se desvaneció. Al ver el brusco entusiasmo de Nazar cualquier espectador hubiera pensado que era rarísimo encontrar un compatriota en París, cuando en realidad la ciudad estaba llena.

—¿Así que trabajando en París? —No pude evitar que el doctor Nazar me palmeara la espalda, confianzudo.

—Por poco tiempo. Me envió el detective Craig, para la primera reunión de Los Doce Detectives.

—Conocí a Craig en una reunión del Club del Progreso hace cinco años. Dio una clase magistral sobre la diferencia entre la deducción y la inducción.

—Uno de sus temas favoritos.

—Brillante. No entendí nada, pero me pareció un hombre superior. Supe que en los últimos tiempos se había apartado de la profesión.

—Por problemas de salud.

—Y por «El caso del mago». Bueno, usted lo debe saber mejor que yo.

Me quedé sin palabras. A menudo me parecía que yo era la única persona que estaba al tanto del caso de Kalidán y de la muerte de Alarcón; y cuando aparecía a la luz aquel viejo asunto, sentía una horrible vergüenza, como si yo mismo hubiera cometido en aquella oportunidad una falta imperdonable. La culpa, he notado a menudo, no tiene relación alguna con nuestros actos: nos sentimos culpables de cosas que nada tienen que ver con nosotros, y libres de culpa ante verdaderos pecados. Con brusquedad, volví al asunto que me había llevado hasta allí.

—Vine porque encontraron un cuerpo, y creemos que es el mismo que le fue robado.

La cara de Nazar se encendió.

—Sabía que no podía haber ido muy lejos. ¿En buen estado?

Negué con la cabeza.

—¿Despegaron la cabeza del cuerpo? —preguntó—. Mire que me va a costar mucho trabajo volver la cabeza a su sitio.

—Me temo, doctor, que no habrá necesidad de que se tome ese trabajo. —Nazar dio un respiro de alivio, que de inmediato corregí—: Lo quemaron.

Abatido, Nazar cayó sobre una silla.

—¿Qué día es hoy?

—Jueves.

—En una semana inauguramos. En una semana. Y todo lo tuve que hacer yo, todo este pabellón, conseguir los permisos… Las autoridades del Pabellón Argentino no quisieron hacerme un lugar. Lo único que les importa es mostrar sus caballos, sus ovejas, su trigo y sobre todo sus vacas (tienen una obsesión enfermiza por las vacas), pero no quieren que mi arte se muestre allí. La vida, la vida, me dijeron. La vida, repiten, con los ojos en blanco. ¿Pero acaso saben ellos lo que es la vida?

Movía la cabeza de un lado a otro y se miraba las puntas de los dedos.

—Soy yo el que sabe lo que es la vida. Soy yo el que conoce los procesos de la corrupción. Soy yo el que logra detenerlos. En fin. Voy a tener que ir a ver el desastre. Muéstreme el camino.

—No servirá de nada. Además, si va ahora, lo van a demorar con preguntas. El comisario Bazeldin lo va a citar en la jefatura y lo va a tener una tarde entera a la espera de que lo interroguen. Usted tiene la suerte de que Arzaky todavía no le dijo a la policía que el cuerpo es de los suyos. ¿No tiene otras cosas para mostrar?

—Sí, venga conmigo.

Nazar me hizo pasar a la sala del fondo. Allí se acumulaban los animales aún no clasificados: había un león con las fauces abiertas, una cigüeña, un largo cocodrilo, un avestruz… En los rincones, una multitud de piezas menores: zorros, nutrias, faisanes, serpientes… Algunos no tenían ojos; otros se habían descosido; unas tarjetas amarillas, colgadas de un hilo, señalaban el origen de la pieza, la fecha, el nombre del taxidermista.

En el centro de la sala había cuatro camillas, y en ellas tres cuerpos humanos. El primero era una momia, el segundo, una estatua de piedra; el tercero, una mujer, parecía hecho de polvo y a punto de deshacerse en el aire de la habitación. La última camilla estaba vacía.

—Pensábamos mostrar cuatro cuerpos según distintos modos de embalsamamiento. Ahora deberemos conformarnos con tres. Esta, como ve, es una momia egipcia, que reprodujimos con total fidelidad a los procedimientos tradicionales. Inclusive recitamos las antiguas fórmulas que pronunciaban los sacerdotes. Si le interesa, por allí están los frascos con las vísceras.

Se levantó para buscar los frascos en un armario, pero le aseguré que no era necesario.

—Este otro cuerpo fue embalsamado según un antiguo método chino que consiste en utilizar la lava del volcán, de tal manera de convertir al cuerpo en piedra. El método es interesante pero los resultados son muy discutibles. Parece piedra, ¿ve? Hay taxidermistas que no me creen que se trata de una cuerpo humano, piensan que lo hice con arcilla.

—¿Cómo consigue la lava?

—La producimos por medios artificiales, calentando a altas temperaturas barro, cal y arena. Me dio un enorme trabajo. No pasaba un día sin que me quemara las manos. Guimard, mi más estrecho colaborador, todavía está en el hospital; espero que le den el alta pronto para que asista a la inauguración.

Nazar se acercó a la tercera camilla y tocó con delicadeza la piel de la mujer. Vestía un vestido blanco y todavía conservaba la cinta que había atado unas flores ya desintegradas hacía años. El cabello, con algunas hebras grises, era idéntico al de una mujer viva. Nazar me hizo una señal, como invitándome a tocar la piel apergaminada, pero yo retrocedí.

—Esta obra no es mía; es obra del tiempo, del clima, de la casualidad. El tercer método, que a menudo mantiene intactos algunos cuerpos que se conservan en las iglesias, es la reducción de humedad en el ataúd: esta mujer que ve aquí se la compramos a un traficante de reliquias. Murió hace medio siglo, parece como si acabara de morir.

Por último, el doctor Nazar señaló la camilla vacía.

—Pero el señor X, trabajado según el método tradicional, occidental, era el mejor: se trataba de un ejecutado en la guillotina a quien le volvimos a poner la cabeza en su lugar borrando toda señal del corte.

Yo había sacado de mi bolsillo una libreta negra que acababa de comprar; era cuadriculada, idéntica a la que usaba Arzaky, y sin darme cuenta, imitaba su gesto al escribir, entrecerrando la libreta, como si temiera que alguien espiara mis anotaciones.

—¿Cómo pueden haber sacado el cuerpo de aquí?

—Forzaron la cerradura y se llevaron el cuerpo en una carretilla. En la Exposición se trabaja toda la noche, sobre todo ahora, cuando falta tan poco tiempo para la inauguración. ¿Quién hubiera notado el transporte de un bulto, en medio de cientos de carros y carretillas con materiales de construcción, máquinas, estatuas, animales africanos?

—¿Quién le da los cuerpos con los que trabaja?

—La morgue judicial. Este pabellón depende del ministerio de salud pública.

—Y el cadáver del señor X también.

—Sí, claro.

—¿Por qué lo llama así… señor X? Me gustaría saber su verdadero nombre.

—¿Eso es importante para la investigación?

—Claro. Puede haberlo quemado alguien que le tenía aversión personal…

—No sabemos el nombre. No sabemos nunca el nombre de ninguno. Es más fácil trabajar con gente que no tiene nombre; ¿sabe? Así uno se olvida de que caminaron por la tierra, de que alguien los engendró, de que alguien nota su ausencia en una mesa, en una cama. Pero es inútil que busque por ese lado: este fue un ataque dirigido contra mí por taxidermistas rivales. Me tocó el trabajo de aceptar las piezas que ve aquí y de rechazar las que no están. Los taxidermistas somos vengativos: uno manda un conejo mal cosido, con botones en lugar de ojos, se lo rechazan, y queda el odio de por vida. En nuestro oficio, es el resentimiento lo que mejor se conserva.