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Así habló Castelvetia:

—Hay una imagen que usamos a menudo y que es la que mejor define a nuestro trabajo: el juego del rompecabezas. Es un lugar común decirlo, ¿pero a qué se parecen nuestras investigaciones, sino a la paciente búsqueda de la forma escondida? Juntamos las piezas una por una, buscando que las imágenes o las formas nos recuerden a otras imágenes o formas; cuando parece que estamos perdidos, de pronto encontramos la pieza correcta, que nos devuelve un atisbo de la imagen total. ¿Quién de nosotros no jugó de niño con rompecabezas? ¿Quién no siente ahora que al buscar en los callejones, bajo la luz de la luna o el halo verde de los faroles de gas, continuamos con los juegos de la niñez? Solo que el tablero se ha extendido y complicado y ahora ocupa ciudades enteras.

»Recuerdo el asesinato de Lucía Railor, bailarina del teatro nacional de Ámsterdam; la ahorcaron en su camarín con una cuerda de utilería. Los revólveres de utilería no sirven para disparar, pero las cuerdas de utilería ahorcan igual. Fue uno de los pocos casos de cuarto cerrado que tuvimos en Ámsterdam. El camarín estaba cerrado por dentro, la llave estaba en la cerradura. La bailarina fue encontrada con la cuerda alrededor de su cuello. El cuerpo estaba tan cerca de la puerta que la bloqueaba. Como nadie más había entrado en la habitación, la policía supuso que Lucía se había ahorcado utilizando un gancho donde solía colgar su abrigo; el peso del cuerpo había terminado por soltar la cuerda. Un suicidio insólito, pero en ese entonces para la policía de Ámsterdam elaborar una hipótesis, por errada que fuera, ya significaba un importante avance. Me hice la pregunta de siempre: ¿cómo había podido escapar el asesino? Durante días, rastreé el cuarto, como si fuera una isla de la que era el único habitante. Me arrastré por el suelo…

—¿Con ese traje blanco? —preguntó una voz socarrona, que no logré identificar.

Castelvetia continuó sin prestar atención:

—Primero me ocupé de las cosas pequeñas, luego de las imperceptibles, finalmente de las que ni siquiera se podían encontrar con lupa. Así junté las piezas para armar mi rompecabezas: vestigios de tulipanes en las suelas de los zapatos que Lucía usaba en la obra, fragmentos de vidrio delgado, hilachas de una cuerda de algodón, un libro de poemas de Víctor Hugo, en francés, que Lucía guardaba en un cajón. Y la posición del cuerpo, junto a la puerta.

Castelvetia dejó que se hiciera un silencio. Estoy seguro de que cada uno de los detectives tenía una hipótesis sobre el caso, pero preferían callar, por cortesía. Solo se oía el lápiz de un hombre de aspecto poco aseado, que parecía haber dormido con la ropa puesta, y que estaba demasiado abrigado para la temperatura del salón y de la ciudad entera.

—¿Ese que toma nota quién es? —le pregunté a Baldone—. ¿El adlátere de Castelvetia?

—No, ese es Grimas, director de Traces. Va a publicar en las páginas de la revista un resumen de las charlas. Al menos, hasta que empiecen las peleas.

Yo había visto, en casa de Craig, algún viejo ejemplar de Traces; a pesar de que era una publicación lujosa, con papel de buen gramaje, yo prefería La Clave del Crimen, con su papel amarillento, su tipografía encimada y sus ilustraciones a pluma, que tanto habían impresionado mi niñez. Recuerdo todavía los ojos abiertos de un ahorcado, un baúl del que sobresalía una mano, la cabeza de una mujer en una caja de sombreros…

—¿Y cómo se completó la figura? —quiso saber Caleb Lawson.

—Seré breve, iré pieza por pieza. El ramo de tulipanes: el asesino, que era su viejo amante, el actor Roddelbach, acostumbraba a llevarle flores; los_ tulipanes pisoteados señalaban que Lucía había decidido romper con él. Los pedacitos de vidrio: Roddelbach durmió a la bailarina con éter, pero la ampolla se rompió y el asesino no pudo recoger todos los pedazos. Los filamentos de soga: luego de dormirla, Roddelbach pasó una cuerda alrededor de su cuello y pasó a la vez el extremo de la soga por sobre la puerta. La delgada cuerda permitía que la puerta se cerrase sin dificultad. Una vez fuera, tiró de la cuerda para ahorcar a la actriz. El roce contra la puerta y el marco hizo que algunas hilachas de la soga se desprendieran. Roddelbach había usado una dosis leve de éter para que la mujer, ante el dolor, con el lazo en torno a su cuello, despertara. Así fue.

—No se me ocurre de qué le pudo servir el libro en francés —dijo Arzaky.

—El libro me llevó a investigar la verdadera nacionalidad de la bailarina. Lucía se había hecho pasar por holandesa para conseguir el trabajo, pero era francesa, y Roddelbach lo sabía. Supuso que en su estado de confusión procuraría abrir la puerta tal como lo haría en su país: en sentido contrario a las agujas del reloj. Pero las antiguas cerraduras que todavía se usan en Holanda tienen un mecanismo invertido. Al tratar de abrir, Lucía cerró la puerta. Fue su último acto. Roddelbach estaba tan convencido de la eficacia de su mecanismo, que no se preocupó siquiera por buscar una coartada. Casi parecía ansioso por que lo descubrieran. Pensaba, como muchos asesinos, que la eficacia del mecanismo asegura la impunidad del crimen; y sin embargo he observado que son a menudo los crímenes impulsivos, ejecutados según la inspiración del momento, los más difíciles de resolver. La vanidad de Roddelbach fue la última pieza del rompecabezas.

Castelvetia inclinó la cabeza, como si fuera un actor después de una función, y volvió a su silla.

—Una afirmación puede ser verdadera o falsa, pero no una metáfora; por eso diré que su metáfora es, si no falsa, al menos insuficiente —dijo Arzaky—. En un rompecabezas, la imagen aparece de a poco: cuando aparece la última pieza, hace tiempo que sabemos de qué se trata. Da la impresión de un trabajo progresivo, mientras el detective a menudo encuentra la verdad como si se tratara de una revelación.

—Habla de revelación: había olvidado que usted es católico —respondió Castelvetia.

—Soy polaco; soy todo lo que se deriva de esa premisa.

Arzaky señaló a Magrelli, que levantaba la mano para hablar, como un escolar.

—Estoy de acuerdo con Arzaky: la revelación del enigma no es algo progresivo, aunque el camino hacia ella nos exija paciencia. Odio a Milán y odio a los milaneses, pero hay un pintor de esa ciudad llamado Arcimboldo, un genio ignorado, cuyas pinturas no abandonan mi cabeza. Arcimboldo dibuja un montón de frutas unas sobre otras, desordenadas y múltiples; o flores monstruosas, o criaturas del mar; y en esas frutas que parecen a punto de pudrirse y deshacerse, o en esas flores carnívoras y venenosas, o en esos peces y pulpos y cangrejos, descubrimos, dibujados por la superposición, un rostro humano. Por un momento vemos las cosas, y de pronto la cara: la nariz, los ojos, la mirada; un instante más y de nuevo hay solo flores o frutas. Sus cuadros, que se conservan en Praga, en el gabinete de maravillas del emperador, al que tuve que asomarme a causa de un asesinato que prefiero no recordar, parecen la obra de un mago interesado no solo en el engaño de los ojos, sino en pasar del encanto a la repulsión. Así es el enigma para nosotros; no una revelación progresiva, sino un salto, un completo cambio de perspectiva; acumulamos detalles, hasta que vemos que dibujan una figura escondida.

Magrelli se puso de pie. Baldone, orgulloso de su detective, me dio un codazo, como diciendo «ahora sí viene lo bueno».

—Hace ocho años, una serie de robos de pinturas sacudió a Venecia. Las grandes familias guardaban en sus casas pinturas valiosísimas, pero el ladrón había elegido obras menores, ubicadas en salones periféricos, en pasillos poco frecuentados, en las habitaciones de los sirvientes; obras fáciles de robar. Como los robos se repitieron, me llamaron: los dueños de los cuadros no estaban tan alarmados por el valor de las obras robadas, como por la insistencia del ladrón. Me considero un entendido en pintura: sin embargo, por más que leía la lista de las obras robadas, no comprendía los motivos que podía haber tenido el culpable. Una escena marina de un desconocido pintor inglés, el domo de San Marco pintado por un tío de cierto duque, con mejor intención que resultado, el retrato de un obispo del que nadie se acordaba, unas cabras pastando en un atardecer… (siempre atardece en los cuadros malos). Trataba de imaginarme esos cuadros y de descubrir entre ellos una relación, pero no hacía ningún avance. No pude resolver el caso hasta que los cuadros se hicieron invisibles para mí.

—Ya eran invisibles: los habían robado —intervino Caleb Lawson.

Magrelli lo miró con fastidio.

—Pero yo me había atiborrado de descripciones y los cuadros estaban colgados en la galería que tengo en la cabeza. Así como los vi, dejé de verlos. Renato Craig llamaba a esto la ceguera del detective, la capacidad de dejar de ver lo obvio para descubrir lo que está detrás. Entonces dejé de prestar atención a las descripciones de los cuadros y me concentré en la de los marcos. Se repetían las molduras exageradas, los dorados trabajados con betún de Judea para simular antigüedad. Todos los cuadros habían salido del taller de marcos de Egidio Vicci, cuyos trabajos ofrecían pocas variantes. Les ahorro detalles: pronto descubrí que Vicci no era sino Cornelio Valgrave, famoso falsificador y ladrón de pinturas. Valgrave había robado diez años antes la colección Tabbia: un error fatal puso en aviso a la policía. Como sabía que tarde o temprano lo encontrarían, Valgrave se dedicó a ubicar las piezas robadas detrás de las malas pinturas que llegaban a su taller. Detrás de la cara del obispo, o de las cabras, o del Domo de Venecia, había un Giorgone, un Veronese y un Tiziano. Cercado por la policía, el ladrón se entregó, sin revelar dónde estaban las pinturas. La policía registró su casa y las de sus familiares y amigos: nunca encontró nada. Cuando Valgrave salió de prisión contrató a una pandilla de ladrones para recuperar el botín. No lo habría descubierto si no hubiera invertido mi perspectiva: eso es lo que hacemos siempre cuando resolvemos un enigma, como en las repulsivas pinturas de Arcimboldo.

Hubo un murmullo, no sé si de aprobación o de desconcierto. A esta altura, los asistentes que me rodeaban estaban aburridos, y esperaban ansiosos el momento de regresar al hotel. Traté de unir mentalmente a asistentes con detectives: el de Anders Castelvetia no estaba ni había estado presente; Benito había aprovechado un descuido para desaparecer; el alemán, Linker, seguía firme, Baldone, a pesar de la devoción que había mostrado por su maestro, había elegido un sillón apartado para dormirse.