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Arzaky volvió a pedir silencio en voz alta. Magrelli fue el primero en hablar. Sus palabras se impusieron a duras penas por encima de las charlas dispersas que continuaban. Todo el mundo sabía que lo importante era lo que se decía en los rincones, no en el centro de la sala. Las verdades son secretos, y los secretos se dicen al oído.

—Cuando hicimos nuestra primera reunión, hace diez años, solo estábamos presente cinco de nosotros. Craig entre ellos, hoy ausente. Estuvimos de acuerdo en proponer como el arte superior de nuestro oficio «El caso del cuarto cerrado». Pero esa clase de crímenes son cosa del pasado; hoy a nadie llaman la atención. Sin olvidar la gloria y el prestigio que nos dio el encierro, quiero que agreguemos a la lista de nuestros mayores desafíos el crimen en serie.

Lawson intervino:

—Yo estuve en aquella ocasión, Magrelli, y no estoy dispuesto a que cambiemos lo que con tanto esfuerzo nos costó imponer y que hizo posible la formación de Los Doce Detectives. Fundamos un orden, una ortodoxia, una suma de reglas; si empezamos a cambiar una, acabaremos por deshacer todas.

—Vamos, Lawson —se escuchó la voz de Castelvetia. No se había parado, y el hecho de hablar desde el sillón, agregaba una nota de desafío—. Lo que ocurre es que usted no quiere oír hablar de la serie desde «El caso del destripador de Londres».

Durante unos segundos el silencio fue perfecto. Sabíamos que era un tema difícil para Lawson; pero que fuera Castelvetia el que lo mencionara —justo él, que casi arruina, en el pasado, su reputación— hizo que en ese instante todos sintiéramos que Los Doce Detectives estaba en riesgo de desaparecer. ¿Qué asociación, qué club, podía contener el odio que había en la mirada de Lawson, y el desprecio que significaban las palabras de Castelvetia? Como tantas otras asociaciones, Los Doce Detectives había funcionado a la perfección a la distancia, a través de correspondencia y envíos de informes; funcionaba bien mientras era una promesa de una reunión futura, una suma de apretones de manos y abrazos que se enviaban a través del océano. Pero ahora, cara a cara, Los Doce Detectives aparecía en toda su fragilidad.

Todos sabíamos que Lawson había colaborado con Scotland Yard en la investigación de los célebres asesinatos de Jack el Destripador, que aún hoy, casi veinte años después, todavía se recuerdan (no falta una imagen del hipotético asesino en ningún museo de cera). Pero a pesar de sus esfuerzos por ayudar a la policía nunca se produjo un solo arresto fundado. Sospechosos sobraban, pero todos parecían insuficientes frente a la audacia y el encarnizamiento del criminal.

Caleb Lawson intercambió una mirada con su adlátere, y calló, como si obedeciera al hindú. ¿Por qué guardaba silencio, por qué no respondía a su agresor? Fue para todos evidente que si Caleb Lawson callaba era porque tenía preparada alguna clase de sorpresa para el holandés. El as en la manga —lo sabría después— era yo.

Arzaky habló:

—No veo por qué no podemos incluir también la serie entre nuestros desafíos mayores. La serie y el cuarto cerrado se complementan perfectamente. El crimen en el cuarto cerrado ocurre en un horizonte mínimo, pero con un poder de significación máximo, ya que cualquier elemento, circunstancial en apariencia, puede entrar en la cadena de pruebas: una caja de cigarros, una llave, una carta hecha pedazos, o filamentos de una cuerda, como en el caso que nos narró Castelvetia en nuestra primera reunión. El crimen en serie, en cambio, puede extenderse por la ciudad entera, un cadáver aquí y otro allá, y aún en un país entero, e inclusive en el mundo. Pero la cadena de señales es limitada y habrá de armar un patrón común, formado por la obsesión del asesino o por su inteligencia. En un escenario mínimo, la máxima posibilidad de combinaciones; en un escenario máximo, la mínima posibilidad de combinaciones. Propongo que consideremos de aquí en más las dos variantes; y que no juzguemos inferior la inteligencia del detective que se enfrente a una cadena de crímenes, que aquel que se encuentra frente a la famosa puerta cerrada.

—¿Y qué me dice de esta serie, Arzaky? —dijo una voz áspera. Madorakis, bajo y fornido, se había adelantado. Fumaba un puro, vestía un abrigo vulgar, raído y no se desprendía de una especie de valija de cuero gastada, y atada con una cuerda (el cierre estaba roto) de la que pugnaban por escapar papeles amarillentos, libros descuadernados y guantes zurcidos. Rodeado de caballeros, parecía un vendedor ambulante. Arzaky le llevaba dos cabezas al griego.

—¿De qué serie me habla?

—Me refiero a Louis Darbon, y a su amigo, Sorel, al que envió a la guillotina.

Se escuchó un murmullo de sorpresa. Varios de los presentes no estaban al tanto de la identidad del cadáver incinerado en la Galería de las Máquinas.

—No hay ninguna serie. La serie necesariamente se basa en una escena que tiene en mente el asesino, inspirada en el deseo de venganza o en la infancia del criminal. Este, con sus asesinatos, busca repetir esa imagen ideal. Aquí no hay nada de eso.

Madorakis se rió.

—Eso es platonismo puro, y creí que usted quería desterrar el platonismo de la investigación. No hay una escena inicial, arquetípica, que el criminal busca repetir. El criminal comete sus crímenes un poco al azar al principio, hasta que encuentra un elemento que le resulta especialmente significativo, y en los crímenes siguientes aspira a la repetición de ese elemento, de tal manera que, si hay algo que se parece al arquetipo, no lo encontramos al inicio de la serie, sino al final.

Arzaky se acercó, desafiante, aprovechando la impresión que provocaba su altura. Madorakis no retrocedió.

—No crea que me asusta con su pretendida filosofía. Eso es el argumento del tercer hombre aplicado al crimen. Usted piensa que la cadena entre las similitudes entre un crimen y otro, y el vago modelo que los inspira hace que en ninguna parte se encuentre el crimen verdadero, el crimen total que exprese por completo al asesino y que por eso…

Madorakis lo interrumpió:

—Por eso todos los asesinos puros, y así nos lo dice la historia, han seguido matando hasta que alguien los detuvo.

—¿Y qué serie puede haber en estos crímenes sin orden ni propósito?

Madorakis adoptó un aire misterioso.

—Cuando llegue el tercero, ya sabrá la forma de la serie.

—Habla del futuro, habla como un adivino, Madorakis. ¿Filosofía antes y ahora adivinación deifica? Nadie entiende su mensaje.

—Estoy seguro de que usted sí, Arzaky.

Madorakis y Arzaky no eran enemigos, pero se miraron como si lo fueran. ¿Qué había en el ambiente que hacía que las alianzas del pasado hubieran quedado canceladas? ¿Era la electricidad de la Exposición, los millares de lámparas preparadas para hacer que la vida continuara a pesar de la noche? Arzaky mismo parecía alarmado por la agresión del griego. No le molestaba enfrentar a Caleb Lawson, o a Castelvetia, o discutir a los gritos con su amigo Magrelli, pero la irrupción de Madorakis lo había desconcertado.

Saqué el reloj del bolsillo y miré la hora: la discusión proseguía, pero yo debía partir. Me abrí paso entre los adláteres, que ni siquiera me miraron, porque seguían con atención las discusiones cada vez más acaloradas de sus señores. Solo el sioux me saludó con una inclinación de cabeza. Pasé junto a Neska, que fingió no verme.