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Arzaky tenía un departamento en el último piso del hotel Numancia, por el que pagaba una renta mensual. La primera sala funcionaba como su oficina: allí recibía a sus clientes y tenía su archivo. La oficina de Arzaky estaba literalmente cubierta de papeles: cuando uno entraba, no podía evitar pisar las hojas que cubrían por completo los pisos: informes forenses, deudas impagas, correspondencia atrasada, cartas de mujeres. Aquella hojarasca, que parecía haber adquirido vida propia, trepaba hasta los cajones del escritorio y hasta la mesa; tal despliegue servía para esconder armas de fuego, frascos con insectos muertos, pañuelos con manchas de sangre de quién sabe qué crimen remoto, una mano momificada, boletos para teatros, para trasatlánticos, para viajes en globo.
—La lectura de los documentos me aburre. ¿Por qué no busca usted mismo las pistas en los papeles de Darbon? De paso ordene sin alterar.
—Haré lo posible. Pero usted sabe, mi inexperiencia…
—La experiencia es engañosa: nos enseña que alguna vez ya hicimos esto que estamos haciendo ahora. Nada más falso. Todo ocurre por primera vez.
Arzaky se marchó y me dejó a solas con los papeles. Dijo que tenía que ir a supervisar la marcha de la exposición de Los Doce Detectives. Me pareció absurdo que en medio de un asunto criminal se preocupara por bastones y lupas abandonados en vitrinas polvorientas. Pero los detectives son como los artistas: en la vida de actores, de músicos, de cantantes, de escritores, siempre hay un momento en que empiezan a actuar de sí mismos, y todo lo que hacen en el presente no es sino la ceremonia con la que evocan algo que pertenece a su pasado. Y la vida se convierte, para el artista o el detective, en el acomodamiento incesante a su propia leyenda.
Al principio temí que la viuda de Darbon nos hubiera engañado, que hubiera confeccionado ella misma los documentos para enviarnos hacia pistas falsas y peligros verdaderos. Pero no era así: en esas páginas se concentraba el trabajo metódico de Darbon. Había un diario de trabajo, donde el viejo detective consignaba los avances de su investigación. No trabajaba en un solo caso a la vez, pero había dedicado más tiempo al affaire Eiffel que a cualquier otro asunto.
La investigación había comenzado siete meses atrás. Desde su comienzo, la construcción de la torre había encontrado numerosos enemigos que la acusaban de destruir la belleza de la ciudad. Al principio se trataba de enemigos inofensivos, que no querían que el monumento de hierro forjado conviviera con los antiguos palacios. Eiffel había recibido el ataque de asociaciones de viudas de antiguos combatientes, de estudiosos de la historia de la ciudad, de conservadores de museos y monumentos. Pero luego se había incorporado a la batalla un grupo radicalizado: los anónimos se habían convertido en amenazas; las amenazas, en hechos: una rosa con las espinas envenenadas, enviada en una caja a nombre del ingeniero Eiffel, una Estatua de la Libertad en miniatura con una bomba sin activar en su interior. El más singular de los atentados había consistido en envenenar a las palomas que acudían a la torre, de tal manera que cientos de aves cayeron muertas a la vez sobre la construcción, paralizando el motor de los ascensores y alarmando a los desprevenidos obreros.
Louis Darbon estaba convencido de que los responsables de los ataques eran un grupo de intelectuales que él llamaba «criptocatólicos». La mayor cantidad de observaciones estaban referidas a un tal Grialet, a quien atribuía la fundación de una célula rosacruz.
«Grialet es el incansable buscador de oscuridades: ha pasado de la astrología a la magia, de la alquimia a los rosacruces. Como tantos otros, está más fascinado por las jerarquías y los ritos de iniciación que por los verdaderos misterios. Estos individuos siempre son así: viven sospechando unos de otros; apenas establecen una norma, surgen el cisma y la herejía; ese cisma se convierte en norma y sobreviene una nueva herejía. Grialet es el alma de ese proceso de continua desintegración, ese movimiento constante que busca crear en todo, siempre, la sensación de que hay algo escondido». Darbon consideraba a Grialet como el principal sospechoso. Los papeles incluían los nombres de dos posibles cómplices: el escritor Isel y el pintor Bradelli.
Estaba hundido en los documentos, tratando de entender los principios de ese círculo de escritores esotéricos, cuando golpearon a la puerta. Abrí: había una mujer alta, de cabello negro. Olía a una mezcla de perfumes, y el olor cambiaba paso a paso, como si se tratara de un complejo mecanismo, sustancias dormidas que de pronto despertaban siguiendo el estímulo de la luz o el paso del tiempo. Se sorprendió de verme.
—¿Y el señor Arzaky?
—Ha salido.
—¿Usted…?
—Soy su asistente.
—No sabía que había conseguido asistente. Pensé que nunca iba a resignarse a reemplazar a Tanner. ¿No dejó ningún mensaje para mí?
—No. Si me dice su nombre, yo le avisaré que usted estuvo aquí.
—Soy Paloma Leska, pero puede llamarme La Sirena, como todos. Es mi nombre artístico.
—¿Su nombre artístico? ¿Acaso es actriz?
—Actriz y bailarina. ¿No ha oído hablar del Ballet de la Noche?
—Hace poco tiempo que llegué a París.
—Hay cosas que se deben hacer apenas uno llega a la ciudad, cuando todavía se tiene dinero. Después los bolsillos se vacían y hay que convertirse en alguien respetable. Vamos a hacer una obra llamada En las montañas de hielo. Arzaky ya ha visto los ensayos. Si es nuevo en la ciudad, le aseguro que no verá nunca nada igual. ¿Usted es friolento?
—Sí, pero estamos en primavera.
—En la obra, yo me sumerjo desnuda en un lago de hielo. Tal vez eso le dé escalofríos. ¿Cree que podrá soportarlo?
Miré los brazos descubiertos de la mujer. El corset apretaba un poco; lo usaba ella pero era a mí a quien quitaba el aire.
—Arzaky no me había dicho que le gustaba el ballet.
—No viene solo por el ballet.
Anoté en un papel: La Sirena. Tuve que hacer un esfuerzo para poner una letra detrás de la otra y no todas en el mismo lugar. Había nacido en España, por eso llevaba un nombre español, Paloma; pero era hija de un matrimonio de actores polacos, que la tuvo durante una gira. Ella se consideraba polaca.
—¿Tan polaca como Arzaky?
—Más. Yo recuerdo mi tierra y viajo a Varsovia dos veces al año y él no. El quiere ser un buen francés. Ni siquiera prueba nuestra comida. No importa: para sus enemigos seguirá siendo el maldito intrigante polaco, o el maldito polaco a secas, como lo llaman los íntimos. Está trabajando, no quisiera interrumpirlo…
—No se preocupe por esto. Es letra muerta…
No sé si alcanzó a oírme. La mujer había desaparecido, como si yo la hubiera soñado. Los perfumes, que habían llegado de a poco, se fueron en orden, uno por uno. Al final volví a quedar solo, con el olor que se desprendía de los recortes de periódico y de los legajos amarillentos.