9

Aunque nadie podía tener interés en seguirme, caminé en la noche mirando hacia atrás cada dos pasos, como un conspirador. Era tarde: esa hora en la que ya no miramos el reloj, y nos cruzamos solo con gente demasiado alegre o demasiado triste. Distraído, estuve a punto de ser atropellado por un coche; oí un insulto, pero por una curiosa alucinación auditiva me pareció que era el caballo y no el cochero el que me gritaba. El insulto sonó con voz grave y tono sensato: no se podía evitar estar de acuerdo. Hay que hacer como los caballos, que nunca cierran los ojos.

Cuando llegué al teatro, los últimos espectadores abandonaban la sala. En las funciones de la ópera o en cualquier obra teatral, sea esta ligera o profunda, se observa siempre el mismo fenómeno: los primeros espectadores dejan la sala entre charlas y risas, y están apurados por abandonar el mundo de la ficción y reencontrarse con el mundo verdadero, con el que se sienten en armonía. Los últimos, en cambio, necesitan ser expulsados por los acomodadores o las luces de la sala o el silencio que sucede a los aplausos; si fuera por ellos, se quedarían a vivir en el mundo imaginario que les propone la función. Así salían los últimos espectadores, mudos, atribulados por abandonar una isla gobernada por La Sirena. No sabían cuál era su lugar allá fuera; en la vida real las butacas se venden sin numerar.

Encontré la puerta lateral de la que me había hablado el mensaje y entré sin golpear. Decorados polvorientos, estatuas de cartón piedra, armaduras y disfraces de otras obras. Recordé el teatro Victoria, donde había actuado el mago asesino; pensé que de alguna manera todos los teatros son iguales, como si los arquitectos los dotaran de innumerables rincones, para que se sepa que por tan solo una escena de ilusión se necesitan cientos de artilugios de madera, de telones comidos por las polillas, de trajes cubiertos por telarañas.

Seguí por un pasillo el rastro de la canción de una mujer. Su voz era tan dulce que me hubiera quedado allí, sin voluntad para romper el encantamiento. Había ido un par de veces a la ópera y otra vez a un concierto, y las tres veces me quedé dormido. Prefiero la música inesperada, la que se oye por error, la música distraída que nos ignora por completo.

Mis pasos atenuaron la voz de la mujer; cuando estuve frente a su puerta, y leí su nombre, La Sirena, ya había dejado de cantar. Me recibió con una sonrisa nerviosa y se asomó al pasillo oscuro para ver si nadie me había seguido. Estaba vestida con un traje verde de sirena; alguna clase de aceite le daba a su pelo el brillo del agua.

—¿Trajo la fotografía?

Había esperado un saludo, una conversación amable: no el pedido imperativo. Entregada la fotografía, se terminaba mi poder. Se la tendí, pero no la solté de inmediato, y ella tuvo que dar un pequeño tirón. Me avergoncé de la actitud de mi mano, que actuaba por su cuenta, sin consultarme siquiera. La Sirena miró la foto para comprobar que era la que buscaba, la dio vuelta, y se quedó leyendo su propia letra:

He soñado en la Gruta donde nada la Sirena

Miraba y miraba su caligrafía verde como si se tratara de un mensaje imposible de descifrar.

—¿Sabía Arzaky de esta postal?

—No —mentí.

—Usted es un caballero, y ha hecho bien en devolverla. Le estaré siempre agradecida.

—No soy un caballero. Un caballero no la hubiera robado.

—¿Por qué la robó? ¿Pensó que le serviría para saber la verdad sobre ese crimen?

—No. No sé por qué la robé. Nunca antes había robado nada en mi vida.

—Eso no se lo creo. Nunca pecamos por primera vez. Siempre hicimos algo antes que anuncia lo que haremos después.

Apenas La Sirena dijo esas palabras recordé una pequeña falta: dos meses antes del viaje, había entrado a la cocina de la familia Craig y había encontrado sobre la mesa de madera un montón de ropa de la señora Craig, recién descolgada y todavía caliente por el sol. No había robado nada, pero había tocado aquellas prendas durante unos pocos segundos, hasta que oí los pasos de la cocinera. Si alguien me sorprendía, ¿qué hubiera podido decirle? Lo que me preocupaba de esa clase de actos no era que fueran los más vergonzosos, los más prohibidos, sino que me parecían más verdaderos que todas mis palabras, mis amabilidades, mis deducciones.

La voz de La Sirena me arrancó de mis recuerdos involuntarios:

—¿Le contará a Arzaky de nuestra conversación?

—No.

—Mejor así. Recuerde que yo trabajo para Arzaky, pero no puedo decirle todo. Arzaky no sabría qué hacer con todas las cosas que encuentro. El me envía a las grutas y cavernas, para que le traiga las pistas que están sumergidas, las piezas gastadas de los barcos hundidos.

—¿El la envió con Grialet?

—Arzaky tiene sus agentes. Pero a veces no cree en nosotros. Viktor cree que Grialet asesinó a Darbon.

—¿Y no es así?

—No.

Sentí su mano sobre mi brazo.

—Venga a la luz. Sus botas brillan. ¿Es cuero argentino?

—Sí, pero no brillan por eso. Las lustro con un ungüento que prepara mi padre.

—Está lloviendo. Pero sus botas siguen relucientes.

—Y dice mi padre que este betún sirve también para curar heridas.

—No me vendría mal un frasco.

—Le enviaré uno cuando regrese a mi país. ¿Tiene zapatos negros?

—No, pero ya conseguiré o zapatos o alguna herida para probar la eficacia del ungüento.

En el camarín se oyó un crujido. Había un perchero cubierto de prendas que formaban una montaña informe. Por un momento imaginé que la bailarina me llevaba a una trampa, porque era evidente que detrás se escondía alguien.

—Puede salir —dijo La Sirena.

Pensé en un amante escondido, pensé en Grialet, inclusive en Arzaky, pero era Greta. Sentí una mezcla de cólera y alivio.

—Estos teatros son un laberinto. Ella le podrá mostrar la salida.

Lamenté que la función terminara tan pronto. Empezaba a ser de los que querían salir últimos. La Sirena cerró la puerta de su camarín. Greta y yo caminamos juntos, al principio en silencio.

—¿Necesitaban bailarinas? Es bueno probar un nuevo oficio. No creo que Castelvetia pueda tenerte mucho tiempo como adlátere.

Su voz sonó despreocupada:

—Los detectives tienen cosas más importantes de qué ocuparse. Los secretos de Castelvetia no son temas urgentes.

—Caleb Lawson va a caer sobre él, tarde o temprano.

—A Castelvetia no le importa Caleb Lawson, ni su hindú. Lo venció una vez y va a volver a vencerlo. Le preocupa Arzaky.

—¿Por qué Arzaky?

—No quiso decírmelo. Pero lo menciona en sueños.

Me pareció que se arrepentía por haberlo dicho. No me animé a preguntarle por qué estaba al tanto de los sueños de Castelvetia. ¿Iría ella en secreto al hotel Numancia, para su cita clandestina? ¿O sería él quien la visitaría a ella?

Llegamos hasta el hotel, pero nos mantuvimos a prudente distancia, porque los detectives conversaban en la puerta. Los adláteres se organizaban para marchar en procesión rumbo al Nécart.

—¿Para qué fuiste a ver a La Sirena?

—Quería preguntarle sobre «El caso de la profecía cumplida».

—Es un caso viejo.

—Que quedó sin resolver. Castelvetia piensa que aquella vez fue Grialet el verdadero culpable, y que a pesar de que Arzaky envió a La Sirena con Grialet, no pudo probar nada. Tal vez La Sirena protegió a Grialet aquella vez. Tal vez lo esté protegiendo ahora.

—¿Y qué te dijo?

—Nada. Me habló de Arzaky y se puso a cantar una canción; ella había cantado esa misma canción la noche en que se conocieron. Pensé que después de la canción iba a estar dispuesta a hablar. Pero algo la interrumpió.

—¿Qué?

—Los pasos de un idiota.

Ahora Greta miraba a los detectives y asistentes, que ya se perdían en la noche.

—¿Es la primera vez que los ves?

—No. Ya estuve aquí antes. Me gusta mirarlos, imaginar el día en que me toque entrar al círculo de los adláteres. Si entro yo, es como si mi padre entrara.

No puse objeciones a sus fantasías. ¿Quién era yo para distinguir, entre las ambiciones y las cosas del mundo, las posibles de las imposibles? Greta dio un paso hacia delante y la luz del farol la iluminó; pero su cara brillaba tanto que parecía ser ella la que iluminaba el farol. Era la cara de una niña que mira, detrás de una vidriera, los destellos de un juguete inalcanzable.