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Había en la academia, en el primer piso, un salón de reuniones que no se usaba nunca; tenía en el centro una mesa ovalada y sillas a su alrededor, y tanto las mesas como las sillas eran pesadas, inamovibles, como si la madera hubiese entrado en un proceso de fosilización. Lo llamábamos el Salón Verde, porque había ramas y enredaderas pintadas en el techo por la mano de un pintor que había comenzado con paciencia y empeño y había terminado por hartarse de la botánica. La exacta caligrafía de tallos y nervaduras se convertía, a medida que el techo se alejaba de la ventana, en ramajes confusos borrados por la tormenta. Las paredes estaban revestidas en madera oscura, de la que colgaban espadas, arcabuces y escudos de armas; todo tenía un aire vagamente falso, como en las casas de los anticuarios. La sala parecía la ruina de algún proyecto dejado de lado: sede de un cónclave masónico, o un comedor que la señora Craig había ideado para visitantes ilustres que nunca se habían presentado. Nos sentamos en torno a la mesa, vacía de todo, excepto de polvo, y Craig habló.

—Señores: en los últimos años ustedes han aprendido todo lo que se puede enseñar en materia criminal. Quiero decir, lo que se puede enseñar en un aula, porque la vida es una maestra constante, más aún cuando su materia es la muerte. El conocimiento teórico tiene un límite; después de ese límite está la intuición, que no tiene un carácter sobrenatural, como insiste nuestro amigo Trivak, futuro miembro de la cofradía espiritista, sino que consiste en la relación brusca que establecemos con otros mundos del saber, menos visibles, menos centrales. Intuir es recordar; por eso la experiencia es la maestra de la intuición; esta no es sino una forma especializada del recuerdo. Su meta es encontrar en los distintos bordes de esta vida caótica un patrón común.

Distraído, dejé que mi dedo dibujara mi nombre en la capa de polvo que cubría la mesa.

—Hace tiempo que esperaba que se presentase un caso apto para la investigación teórica; ahora lo tengo aquí.

Craig extendió sobre la mesa una página de periódico. Buscamos un gran titular que hablara de un honesto sastre asesinado a tiros o de una mujer que flotaba en el río, pero no había otra cosa que el anuncio de las funciones del mago Kalidán; el mismo mago que había desembarcado en la ciudad cuando Craig anunció la creación de su academia. La visita de grandes magos, que ahora ha decrecido, era muy común en ese entonces. Las diversas formas de la fantasmagoría estaban de moda en Europa y el público llenaba los teatros para ver batallas de esqueletos, fantasmas luminosos, decapitados que hablaban y otras maravillas construidas con lámparas y espejos.

—Hace tiempo que he notado que los viajes del mago coinciden con asesinatos y desapariciones. Las víctimas son siempre mujeres: en Nueva York desapareció una corista, en Budapest una vendedora de flores, en Montevideo apareció desangrada una vendedora de cigarrillos. La policía de Berlín lo detuvo por la muerte de una enfermera, pero nada pudieron probarle. Los pocos cuerpos que se encontraron (porque nuestro asesino intenta siempre esconder o destruir los cuerpos) revelan que él desangra a sus víctimas y luego las lava con lejía. Repite siempre una especie de ritual de purificación.

Craig exponía su caso con frialdad; seis de nosotros hacíamos crujir nuestros dedos, encendida nuestra ira por el crimen; solo Alarcón parecía responder a su maestro con idéntica apatía. Los dos iban a la lucha desprovistos de odio.

—El mago se quedará quince días más en la ciudad. Cuando haya continuado su viaje rumbo al Brasil, ya no tendremos nada que investigar. Ahora seguiré hablando, seguiré explicando el caso, hablaré de la importancia de distinguir la coincidencia de la necesidad, pero si son realmente buenos me dejarán hablando solo, dejarán al detective Craig desvariando en la soledad de este salón polvoriento.

Los seis nos apuramos a la salida, pero para entonces Alarcón ya había desaparecido.