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La torre parecía terminada, pero todavía había movimiento en las alturas. Los operarios, organizados en equipos de cuatro, continuaban reemplazando los remaches provisorios —colocados en frío— por los definitivos: se calentaban al rojo y se fijaban a golpes de maza. Durante los dos años que demoró la construcción, los problemas no habían faltado: algunos mínimos, como las fallas en las barandillas de protección, que estaban siendo reemplazadas, y otros más graves, como los conflictos gremiales que amenazaron con parar la obra, o las dificultades de los ascensores para subir en diagonal. En sus declaraciones a la prensa, Eiffel se mostraba más seguro ante los problemas de ingeniería que ante sus enemigos: la torre había sido atacada por políticos y por intelectuales, por artistas y por miembros de sectas esotéricas. Pero algo era seguro: cuanto más crecía la torre, más se alejaba de los problemas. Ahora que estaba casi terminada, las voces que se le oponían ya no sonaban con la furia que es afín a la acción, sino con la nostalgia por un mundo perdido. Con los problemas gremiales había ocurrido lo mismo. Era más difícil trabajar a trescientos metros de altura que a cincuenta o a cien, a causa del vértigo, de los vientos helados y del inevitable aislamiento. Pero los obreros, tan díscolos cerca de la tierra, se volvían obedientes cuanto más subían, como si consideraran a la torre un desafío personal y entraran en una soledad orgullosa que ya no toleraba las quejas de la grey. Como buen ingeniero, Eiffel sabía que a veces las dificultades hacen más fáciles las cosas.

Pero a pesar de que la torre estaba casi concluida, había una clase de enemigo que no había cesado de hostigar a los constructores a través de anónimos y de atentados menores. Con Turín y Praga, París era uno de los puntos del triángulo hermético, y las sectas esotéricas pululaban. Todos sus miembros odiaban la torre. El Comité Organizador de la Exposición se había visto obligado a contratar a Louis Darbon para seguir la pista de los anónimos. El ingeniero Eiffel no estaba de acuerdo con esta pesquisa. Cuando alguno de sus colaboradores se burlaba de los fanáticos, Eiffel los defendía:

—Solo ellos, con sus mentes afiebradas, nos han entendido. Estamos en una guerra de símbolos.

La torre era la entrada a la Exposición: una vez franqueada la alta puerta hecha de hierro y de vacío, se veía una actividad frenética y desprovista de centro y jerarquía. En ese caos se extrañaba la voluntad de las enciclopedias de imponer a la variedad del mundo la sucesión alfabética. Todo se estaba construyendo al mismo tiempo: templos, pagodas, catedrales. Por las calles los carros arrastraban enormes cajas de madera, adornadas con sellos y estampillas del tráfico marítimo y de las aduanas, de la que sobresalían copas de árboles africanos o brazos de descomunales estatuas. Disciplinados indígenas del África y de América eran conminados a construir sus viviendas autóctonas en medio del esplendor de pabellones y palacios; pero no era fácil mantener esas islas de naturaleza virgen en medio del ajetreo y de las máquinas: cuando no se incendiaba una choza se derretía un iglú.

La exposición se proponía concentrar en París las cosas del mundo; pero a ese movimiento se le oponía una reacción excéntrica, y la exposición se expandía por toda la ciudad: infectaba teatros y hoteles, donde se armaban vitrinas y se exhumaban tesoros de los sótanos que nadie había visitado en años; aun los cementerios fueron restaurados y las tumbas ahora relucientes ofrecían un aire de artificio, como si las antiguas lápidas se hubieran transformado en símbolos de sí mismas. Porque el mundo que me rodeaba era un mundo sin secretos; ya no quedaba nada que pudiera quedar escondido. Hasta ahora la luz de gas había tolerado imprecisiones y penumbras; era heredera de los cirios y de la luna amarilla, no del sol. Desde la torre y desde la exposición misma, la luz eléctrica prometía un mundo sin vacilación, sin amarillos, sin sombras. Tenía el incoloro color de la verdad.

En esa ciudad abigarrada, yo caminaba hacia un salón vacío: vacío el salón y vacías las vitrinas que lo rodeaban. Después de convencer al conserje de que me dejara pasar, bajé las escaleras del hotel Numancia hacia el salón subterráneo, antiguo centro de reunión de conspiradores y réprobos. Parecía a la vez museo y teatro, porque tenía muebles vidriados en las paredes, pero también sillas dispuestas en semicírculo. En una mesa redonda estaba Arzaky, más viejo que las fotografías; tenía la cabeza apoyada sobre la mesa, como si el sueño lo hubiera alcanzado de golpe; a modo de almohada había hojas de papel amarillento que había llenado con su letra diminuta. A su alrededor, los estantes acristalados destinados a mostrar los instrumentos de los detectives, solo exhibían alguna hoja de periódico, insectos muertos, unas flores marchitas.

El piso, atacado por la humedad del sótano, crujió bajo mis pies, y Arzaky se levantó de un salto con una alarma que me hizo temer por mi vida, como si el detective dormido aguardara la visita de un asesino. Era tan alto que no terminaba de desplegarse, como las escaleras de los bomberos. Al verme abandonó todo intento de defensa, dando por sentada mi falta de peligrosidad.

—¿Qué es usted? ¿Un mensajero?

—Sería un honor que me considerara así. Me envía Renato Craig.

—¿Y trae las manos vacías?

—Traje este bastón.

—Un trozo de madera con cabeza de león.

—Está lleno de sorpresas.

—Hace tiempo que nada me sorprende. Después de los treinta, todo son repeticiones. Y ya pasé los cincuenta.

Sostuvo el bastón en sus manos, sin intentar descubrir ninguno de sus mecanismos.

—Además, me pidió que le contara su último caso. No quiso escribirlo, me pidió que se lo contara en persona. Y que nadie más escuchara.

Arzaky pareció entonces despertar por completo.

—¡Una historia! ¿Creen todos que puedo llenar las vitrinas con historias? Necesito cosas, pero todos se las guardan. Se guardan sus métodos de investigación, sus artefactos, sus armas secretas. Todos quieren ver qué traen los demás, que los otros muestren primero sus cartas. Los redactores del catálogo me pidieron ya cinco veces que les entregara algo, y estoy obligado a despedirlos con excusas. Es más fácil hacer una reunión de sopranos que una de detectives. No mire así, con esa congoja, no es su culpa. Vamos a ver lo que el viejo Craig tiene para decir.

Yo iba a empezar a hablar, pero Arzaky me hizo callar con un ademán.

—Aquí no. Vamos al salón comedor. Esta humedad arruina mis pulmones.

Subí apurado tras los pasos gigantescos de Arzaky. El salón comedor estaba todavía vacío. Venía de la calle la luz indecisa de la tarde; ya se habían empezado a encender los faroles de gas. En el salón había algunos reservados, con mesas de madera; el resto de las mesas eran redondas, de mármol. Arzaky eligió una junto a la ventana El camarero se acercó: yo pedí una copa de vino, pero a Arzaky le bastó con hacer una señal que significaba lo de siempre.

—No empiece a hablar todavía: espere que termine mi copa. Algo me dice que sus palabras no me harán feliz. Las buenas noticias llegan por carta; en estos tiempos, si hay un mensajero, es que la noticia es mala.

El camarero trajo mi copa de vino y una copa cónica, llena hasta la mitad de un líquido verde, para Arzaky. El detective puso sobre el vaso una cuchara perforada con un terrón de azúcar; luego echó un poco de agua helada. El líquido tomó un color blanquecino.

El necesitaba darse ánimos para escuchar, yo también. Bebí hasta la mitad, intentando mostrar una familiaridad con el alcohol que no tenía. Empecé a contar la historia: mi mal francés me incitaba a terminar rápido con todo, pero a la vez quería retrasar el final, que me parecía imposible de contar; así el relato se llenó de pormenores y desvíos. Arzaky no daba muestras de interés ni de impaciencia, y yo empecé a hablar como si estuviera solo.

Me interrumpió un bostezo del detective.

—¿Lo aburro? ¿Prefiere que me apure?

—No se preocupe. Las fábulas de pocas líneas y los folletines que siguen durante meses, todos alcanzan en algún punto su fin.

El fin estaba cerca. Conté la escena en el galpón; describí el cuerpo lacerado del mago, la indiferencia de Craig hacia su propio crimen. Me faltaba vocabulario para expresar el horror que había sentido esa noche. De tanto en tanto Arzaky corregía mi francés con una voz desprovista de emoción.

—Craig me envió para que le contara esto. No puedo decirle por qué; yo mismo no lo entiendo.

Arzaky terminó el tercer ajenjo. Sus ojos tenían ahora los reflejos verdes del licor.

—¿Me permite que le cuente yo ahora una historia? La cuenta un filósofo danés. La filosofía, como sabe, es el vicio secreto de los detectives. Un gran visir envió a su hijo a controlar una rebelión en una comarca distante. El hijo llegó, pero como era muy joven y la situación confusa, no sabía qué hacer. Entonces le pidió consejo a su padre a través de un mensajero. El visir vacilaba en dar una respuesta clara: el mensajero podía caer en manos rebeldes, y bajo tortura revelar el mensaje. Entonces hizo lo siguiente: llevó al mensajero al jardín, le señaló un grupo de altos tulipanes y los cortó con su bastón, de un solo golpe. Le pidió al mensajero que transmitiera exactamente lo que había visto. El correo pudo llegar a esa región distante sin ser advertido por el enemigo. Cuando le contó al hijo del visir lo que había visto en el jardín, este comprendió de inmediato, e hizo ejecutar a los grandes señores de la ciudad. La rebelión fue sofocada.

Arzaky se levantó de inmediato, como si hubiera recordado una urgencia.

—Esta noche hablaremos en el salón. El tema de hoy será el enigma. Estaremos todos: detectives y asistentes, aunque los asistentes, por supuesto, tienen prohibida la palabra. Conozco a los argentinos, así que me veo obligado a aconsejarle: vaya ensayando su silencio.