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Era la primera vez que salía de mi país, la primera vez que abordaba un barco. Y sin embargo el verdadero viaje había sido otro, porque fue en el momento en que entré en la casa de Craig cuando abandoné mi mundo (mi casa, la zapatería de mi padre), y a partir de allí todo fue por igual el extranjero. París era una continuación de la casa de Craig; y más de una vez desperté en la habitación del hotel con la sensación de que me había quedado dormido en uno de los helados salones de la Academia.

Siguiendo instrucciones de mi maestro, tomé una habitación en el hotel Nécart. Sabía que allí se alojarían los otros asistentes. Mientras la señora Nécart anotaba mi nombre en un grueso cuaderno de contabilidad, yo intentaba adivinar quiénes, entre aquellos caballeros que fumaban en el salón, eran mis colegas. Debían ser lo más discretos, los más observadores, capaces de colaborar con la investigación sin molestar: sombras.

Acostumbrado a las grandes habitaciones de Buenos Aires, el cuarto me pareció de casa de muñecas. Era una de esas habitaciones que visitamos en sueños y que concentran diversos lugares reales en un solo espacio: la falsa alfombra persa, los cuadros con motivos mitológicos, la mesita endeble, el falso escritorio chino, todo era incongruente, teatral. En los teatros, nunca se deja espacio entre los muebles, porque en la escena solo da sensación de vida lo abigarrado, la saturación de detalles; pero en el mundo real se necesitan los espacios vacíos para respirar.

Apenas estaba desempacando cuando golpearon a mi puerta. Había un napolitano de bigotes exagerados, que juntaba los tacos con aire marcial.

—Soy Mario Baldone, asistente de Magrelli, el Ojo de Roma.

Le tendí la mano, que sacudió con fuerza.

—Conozco todos los casos de su detective. Recuerdo en especial aquel que comenzó con una monja flotando en el río, con una carta prendida a su cofia con un alfiler de oro.

—«El caso de las cartas de tarot». Tuve el honor de asistir a Magrelli en ese asunto. Fue uno de los casos más bellos. Había tanta simetría, tanto equilibrio en esos crímenes… Eran elegantes, claros, sin una gota de sangre de más. El asesino era el doctor Bernardi, el director del hospital San Giorgio; de vez en cuando le escribe a Magrelli desde la prisión.

—¿Quiere pasar?

—No, solo quería invitarlo a la reunión de esta noche. Ya hemos llegado unos cuantos.

—¿Aquí mismo?

—En el salón, a las siete.

Seguí desempacando con la sensación de que desarmaba mi vieja vida, y que aquellos elementos —mi ropa sin estrenar, que mi madre había insistido en comprar, el bastón de Craig, mi libreta de anotaciones, con todas las páginas en blanco— eran las piezas para armar la nueva.

El cansancio del viaje —nunca pude dormir a bordo una noche entera— hizo que mi siesta se prolongara y despertase a las siete y media. Bajé las escaleras somnoliento y atolondrado. En el salón estaban reunidos siete de los asistentes. Baldone, que no mostró ninguna alarma por mi demora, me los presentó. El primero fue Klaus Linker, asistente del detective berlinés Tobías Hatter, que me tendió una mano enorme y blanda: era un gigante de aspecto estúpido y sus ropas de tirolés acentuaban la impresión de tontería de sus ojos claros. Yo sabía muy bien, sin embargo, que sus preguntas obvias, su insistencia en hablar del tiempo, y sus chistes idiotas, que tanto exasperaban al detective, no eran más que simulación.

Benito, el único negro, o más bien mulato, era el asistente del portugués Zagala, famoso por resolver misterios en alta mar. Su caso más famoso había sido el enigma de la desaparición de la tripulación completa del Colossus. El caso había alimentado durante meses las páginas de los periódicos. Se decía que la habilidad de Benito con las cerraduras era proverbial y que usaba sus talentos no solo para colaborar con la verdad sino también para conseguir ganancias adicionales, ya que Zagala tenía fama de avaro.

Sentado en uno de los cuatro sillones verdes, sin hablar con nadie, había un indio que parecía concentrado en la telaraña que crecía en un rincón. Baldone me lo señaló, pero el indio ni siquiera giró la cabeza. Era Tamayak, de antepasados sioux, asistente del detective Jack Novarius, un norteamericano que había trabajado en su juventud con la agencia Pinkerton, para fundar luego su propia oficina. Tamayak llevaba su largo pelo negro tirante hacia atrás, y vestía una chaqueta con flecos; era vistosa, pero me extrañó no encontrar en su atuendo una pluma o un hacha o una pipa de la paz o esas cosas que suelen llevar los indios en las ilustraciones de las revistas. Novarius era criticado a menudo por los otros detectives porque prefería usar los puños al razonamiento, pero tenía entre sus grandes méritos haber dado con el llamado «estrangulador de Baltimore» que había matado a siete mujeres entre 1882 y 1885. En esa ocasión Tamayak había sido de ayuda fundamental, aunque su relato, lleno de metáforas que solo los lectores sioux pueden entender, había malogrado el efecto.

—Este es Manuel Araujo, sevillano —dijo Baldone, mientras se adelantaba hacia nosotros un hombre bajito con una sonrisa llena de dientes.

—Torero fracasado, y asistente del detective toledano Fermín Rojo, cuyas hazañas superan en mucho las de los otros once detectives —dijo Araujo, y ya empezaba a recordar algún episodio, cuando el napolitano lo interrumpió.

—Seguro que el argentino las conoce —dijo Baldone. Y era cierto; también sabía que Araujo exageraba hasta tal punto las aventuras de su detective que había perjudicado grandemente su fama, contagiando de sospecha aun los hechos probados; pero los más avezados seguidores del toledano decían que Rojo dejaba a su asistente llevar sus aventuras hasta más allá de lo creíble para poder mantener en secreto el verdadero contenido de sus investigaciones. Algunas de sus aventuras, que yo había leído en La Clave del Crimen, me habían llenado de inquietud. En «El caso de la gallina dorada», Rojo bajaba a un volcán; en «El círculo de ceniza», peleaba con un pulpo gigante en el acuario municipal de Zaragoza.

Hundido en un sillón, y con aspecto de estar a punto de dormirse, Garganus, asistente del detective griego Madorakis, me tendió una mano desganada. Sabía que Madorakis se había enfrentado en los aspectos teóricos de la investigación con Arzaky; Craig me había hablado a veces de esta rivalidad:

—Todos los detectives somos o platónicos o aristotélicos. Pero no siempre somos lo que creemos ser. Madorakis se tiene por platónico, pero es aristotélico; Arzaky se cree aristotélico, pero es un platónico sin cura.

Yo no había entendido entonces las palabras de mi maestro. Sabía que el otro rival de Arzaky —el verdadero rival, porque la competencia con el griego no pasaba de veleidades intelectuales— era Louis Darbon, con quien se enfrentaba por el dominio de París. Darbon siempre había considerado que Arzaky era un extranjero que no tenía derecho a ejercer la profesión en su ciudad. Arthur Neska, su asistente, enteramente vestido de negro, estaba de pie en un rincón, con el aspecto de quien está a punto de partir. Con el correr de los días, comprendí que esa era su actitud constante: siempre en los umbrales, en las escaleras, nunca sentado ni instalado ni absorbido por una conversación. Era delgado y tenía un aire juvenil y labios delgados y femeninos, en los que parecía haber una mueca de desagrado por todo y por todos. Cuando me acerqué para saludarlo no movió la mano hasta el último minuto.

Yo había seguido las aventuras de algunos de aquellos hombres desde mi niñez en La Clave del Crimen, y también en otras publicaciones como La Marca Roja y La Sospecha y ahora estaba estrechando sus manos. Aunque asistentes y no detectives, eran para mí personajes legendarios que habían vivido en otro mundo, en otro tiempo, y sin embargo ahora estábamos todos en el mismo salón, envueltos en la misma nube de humo de cigarro.

Mario Baldone levantó la voz para vencer los murmullos:

—Señores asistentes, quiero que demos la bienvenida a Sigmundo Salvatrio, de la República Argentina, quien viene en nombre del fundador de Los Doce Detectives: Renato Craig.

Todos aplaudieron al oír el nombre de Craig, y fue grato para mí comprobar hasta qué punto respetaban el nombre de mi maestro. Balbuceando en francés, expliqué que era un inexperto, y que solo una serie de coincidencias desafortunadas me habían hecho llegar hasta allí. Mi modestia causó buena impresión entre quienes me rodeaban: en ese momento vi en el fondo a un japonés alto que vestía una especie de camisa azul de seda con vivos amarillos: era Okano, asistente de Sakawa, el detective de Tokio. Okano parecía uno de los más jóvenes —debía tener unos treinta años—, pero siempre me ha sido difícil adivinar la edad de los orientales, que parecen más viejos o más jóvenes de lo que son, como si también su fisonomía hablara una lengua exótica.

Los problemas siempre nos despabilan y nos mantienen alerta; pero cuando todo marcha bien, como aquella velada, nos olvidamos de los peligros. Me habían servido cognac, y como no estoy acostumbrado a beber, me excedí del límite de lo conveniente; la modestia ya empezaba a resultarme insípida, y consideré justo destacar algunas de mis virtudes. Omití que era hijo de un zapatero, pero señalé mi habilidad con las huellas.

—Esas son virtudes de detective, no de asistente —dijo Linker. Miré sus ojos demasiado claros, y reconocí, afortunadamente sin hablar, que su representación de la tontería era perfecta.

Pero no era el único al que mis palabras molestaron.

—¿Dónde aprendió esas habilidades? —preguntó desde su eterno umbral Arthur Neska, asistente de Louis Darbon.

Hubiera debido mantenerme callado, pero el alcohol suelta la lengua y anuda el entendimiento:

—En la academia, el detective Craig nos enseñó toda clase de métodos de investigación, inclusive los principios de antropología fisionómica.

—¿Pero es una academia de asistentes o de detectives? —quiso saber el alemán.

—No lo sé. Craig nunca lo dijo. Tal vez esperara formar asistentes tan buenos que alguna vez llegaran a ser detectives.

Jamás en mi vida escuché un silencio tan profundo como el que siguió a mis palabras; el efecto del alcohol se fue de golpe, como si el silencio estuviera hecho de agua fría. ¿Cómo explicarles que había sido el cognac, no yo; cómo decirles que era un argentino y que estaba geográficamente condenado a hablar de más? El japonés, que hasta ese momento había mirado todo como si fuera incapaz de entender nada, se retiró tan consternado que pensé que iría a buscar su sable para rebanarse o rebanarme. Linker me miró a los ojos y me dijo:

—Usted es nuevo y perdonaremos su falta de información, pero recuerde esto tan bien como recuerda que el fuego quema: ningún asistente llegó jamás a detective.

Yo no iba a abrir la boca, ni siquiera para disculparme, por temor de que también mi disculpa fuera inadecuada. Pero entonces Benito, el mulato, recordó:

—Sin embargo, siempre se dijo que Magrelli, el Ojo de Roma, empezó como asistente…

Era evidente que se trataba de un viejo asunto por todos conocido —conocido y callado— porque bastó que Benito abriera la boca para que Baldone saltara sobre su cuello, como si el mulato hubiera insultado a su señor. Había sacado una navaja de marino, de hoja curva y la blandía en el aire para buscar el cuello del negro. Entre el alemán y el andaluz lo detuvieron.

Baldone había abandonado el francés —idioma internacional de los detectives— y maldecía en dialecto napolitano. Benito retrocedía lentamente hacia la salida, sin dar la espalda al italiano, por temor a que superase la resistencia de los otros y quedara libre. Cuando desapareció de la vista, Baldone pareció serenarse.

—Maledetto Benedetto.

Linker, el alemán, me dijo casi al oído:

—Ese es un viejo rumor sin sentido. Sobre todos los detectives hay rumores. Pero no debemos repetirlos.

Baldone recuperó el ímpetu, para afirmar:

—¡Claro que no debemos repetirlos! ¡Siempre hubo rumores, pero nunca los creímos! ¡Yo oí rumores sobre todos los detectives: de uno oí que es adicto a la morfina, de otro que aprendió todo lo que sabe en prisión, de un tercero que las mujeres le son indiferentes! ¡Pero me cortaría la lengua antes de difundirlos!

Algunos de los dardos habían dado en el blanco porque ahora Neska y Araujo y también Garganus se abalanzaron sobre el italiano como si fueran a arrancarle los bigotes. Baldone había vuelto a empuñar su navaja y la movía de un lado hacia otro, de un modo tan exagerado que por un momento temí que acabara por herirse a sí mismo. Una estatua de la diosa Minerva, que adornaba un rincón, recibió una involuntaria estocada. Todos estaban agitados, excepto Tamayak.

Entonces se oyó una voz que hizo tranquilizar a los hombres. Era una voz grave y profunda: era sabia, pero a la vez un poco lenta, y podía conducir tanto a la reflexión como al sueño. Era Dandavi, el asistente hindú de Caleb Lawson. En medio de la discusión, no habíamos notado su presencia, a pesar de que su vestimenta no podía pasar inadvertida en un círculo de hombres vestidos con decencia: llevaba una camisa amarilla y un turbante y al cuello una cadena de oro. Nos miró a todos como si leyera nuestros corazones. Habló largo tiempo, trazando con la palabra amplias generalizaciones. Yo solo recuerdo sus últimas palabras:

—No hay nada malo en que un detective haya sido asistente. Todos nosotros somos asistentes. ¿Y quién no soñó alguna vez con ser un detective?

Estas palabras hundieron a los hombres en una especie de turbación melancólica. Baldone, al ver que los otros habían abandonado su actitud belicosa, guardó la navaja y su orgullo herido. Las puntas de sus bigotes, antes atusadas, ahora señalaban el piso. Algunos volvieron a su sillón, a su copa, a la charla que habían abandonado; otros prefirieron ir a dormir. Me alegró saber que no eran tan distintos de mí: todos soñábamos con las mismas cosas.