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Para ser aceptado había que enviar una carta de puño y letra donde se explicara la razón por la que se estaba escribiendo esa carta. Una regla rigurosa: «No anote antecedentes: nada de lo que haya hecho significa ningún mérito en la investigación». Le pedí a mi padre algunas de las hojas que usaba para su correspondencia comercial, con el membrete que decía Zapatería Salvatrio, y el dibujo de una bota de charol. Corté la parte superior de la hoja: no quería que Craig supiera que era hijo de un zapatero.

En mi primera versión de la carta, escribí que quería aprender el arte de la investigación porque siempre me habían interesado los casos de grandes crímenes que aparecían en el periódico. Pero rompí el papel y decidí empezar de nuevo. En realidad no me interesaban los crímenes sangrientos, sino los otros: los enigmas perfectos, a primera vista inexplicables. Me gustaba sentir como en un mundo desordenado pero previsible se abría paso un razonamiento ordenado, pero del todo imprevisible.

Yo no podía aspirar a ser un detective: ser asistente ya era una meta inalcanzable. Pero a la noche, solo en mi cuarto, me soñaba distante, irónico, puro, mientras me abría paso, como Craig, como el polaco Arzaky, como el portugués Zagala, como el romano Magrelli, por entre el mundo de las apariencias, para descubrir la verdad enterrada bajo las pistas falsas, las distracciones, la mirada ciega de la costumbre.

No sé cuantos fuimos los que escribimos, nerviosos y esperanzados, a la casa del detective Craig en la calle De la Merced 171, pero debimos ser muchos, porque meses más tarde, ya alumno aventajado de la academia, encontré en una habitación un montón de sobres polvorientos. Muchos estaban sin abrir, como si a Craig le hubiera bastado una mirada a la caligrafía para saber si convenía un postulante u otro. Craig sostenía que la grafología era una ciencia exacta. Entre las cartas encontré la que yo le había enviado: también estaba cerrada, lo que me dejó perplejo. Cuando Craig me ordenó quemar la correspondencia, lo hice con alivio.

El 15 de marzo de 1888, a las diez de la mañana, llegué hasta la puerta del edificio de la calle De la Merced. Había preferido ir caminando en vez de tomar el tranvía, pero tuve tiempo de arrepentirme porque una lluvia helada, que anticipaba el otoño, cayó durante todo el camino. En la puerta encontré a otros veinte muchachos, todos tan nerviosos como yo; al principio me pareció que eran aristócratas, y que yo era el único que llegaba sin reputación ni apellido o fortuna familiar. Todos lucían nerviosos, pero intentaban grabar sobre sus caras el gesto despectivo con que Craig salía retratado en la portada de los periódicos y en las portadas amarillas de La Clave del Crimen, folletín quincenal que se vendía a 25 centavos.

Craig en persona abrió la puerta, y nos sorprendimos, porque esperábamos alguna clase de mayordomo que se interpusiera entre el detective y el mundo. Esa sorpresa hizo que todos, en lugar de entrar, comenzáramos a cedernos el paso, con desmesurada cortesía, y hubiéramos seguido por horas con la comedia si Craig no hubiera aferrado el primer brazo que encontró para tirarlo hacia dentro. Como si hubiésemos estado atados por una soga, entramos todos a la vez.

Había leído sobre aquella casa en La Clave del Crimen, versión local de la revista Traces, órgano oficial de Los Doce Detectives. Como Craig no tenía asistente, escribía él mismo sus aventuras, y la vanidad del detective transformaba la casa en un templo dedicado al conocimiento. Los diálogos que cada detective debía sostener con su adlátere, encargado de representar el sentido común, Craig los tenía consigo mismo. Esta conversación en la que él mismo preguntaba y respondía causaba la impresión de que se estaba ante un loco. En sus escritos Craig se retrataba a sí mismo en la soledad de su estudio, admirando su colección de acuarelas flamencas o limpiando sus armas secretas: puñales escondidos en abanicos, pistolas en biblias, estoques en paraguas. Su arma secreta favorita era, por supuesto, su bastón, que había aparecido en muchas de sus historias: su empuñadura con forma de león había abierto más de una cabeza, su estilete retráctil se había apoyado, amenazante, en la carótida de los sospechosos, y su disparo estruendoso había perforado la noche, más para amedrentar que para herir. Al entrar, recorríamos las habitaciones buscando en las altas paredes, en muebles y en repisas algunas de aquellas armas e instrumentos, que eran para nosotros como el cáliz sagrado, la espada Excalibur, el yelmo de Mambrino de la investigación.

Entrar en esa casa era para mí entrar en un edificio espiritual. Cuando uno toca aquello con lo que ha soñado, lo que le sorprende no son los detalles sino el hecho de que se trate de algo real, compacto, cerrado sobre sí mismo, sin esa urgencia por cambiar de forma que tienen las personas y las cosas en los sueños; es un deleite y una decepción a la vez, porque significa que la fantasía tenía una base real, pero también que la fantasía ha terminado.

Craig vivía con su esposa, Margarita Rivera de Craig, pero la casa tenía ese frío húmedo de las casas deshabitadas, alimentado por cuartos sin muebles y paredes sin cuadros. En el tercer piso estaban los dormitorios de los Craig; en el primero su estudio, alfombrado, con un escritorio inmenso donde descansaba una máquina de escribir Hammond, que en aquel momento era una novedad. Fuera de su estudio se repetían los cuartos deshabitados y los salones vacíos, y por un momento tuve la impresión de que Craig había decidido armar la academia solo para vencer la húmeda soledad de aquella casa. La casa era demasiado grande para las dos personas de servicio con las que contaban: Ángela, una gallega que se ocupaba de la cocina, y una criada. Ángela casi no se hablaba con Craig, pero le preparaba dos veces por semana arroz con leche con canela, el postre favorito del detective, y siempre se quedaba esperando la aprobación de Craig.

—Ni en el Club del Progreso lo preparan mejor. No sé qué haría sin usted —decía el detective. Y era el único comentario que le hacía.

La cocinera acusaba bruscos cambios de ánimo, como si el poder que la casa ejercía sobre ella fuera intermitente. A veces mientras pasaba el plumero cantaba a los gritos viejas canciones españolas, tan fuerte que la señora Craig la chistaba, pero ella no la oía o simulaba no oírla. Otras veces adoptaba una actitud de derrota y resignación. Cuando a la mañana me abría la puerta yo hacía algún comentario sobre el clima; hiciera el tiempo que hiciese, ella lo veía como un mal augurio.

—Mucho calor. Esto que está pasando no es bueno.

O, si hacía frío:

—Demasiado frío. Esto no puede ser bueno.

O, si no hacía ni frío ni calor:

—Una no sabe cómo salir a la calle. Mala señal.

La llovizna, la lluvia, la falta de lluvia, las tormentas, los largos períodos sin tormentas, todo episodio climático recibía de Ángela idéntica condena.

—Hasta ayer, sequía. Ahora, el diluvio.

Los Craig habían perdido, quince años atrás, a un hijo de pocos meses, y no habían vuelto a tener niños; por eso cuando entramos, a pesar de nuestro intento de respetar el silencio inhumano, la casa pareció acusar un alboroto al que no estaba acostumbrada.

Ese día, uno de los más felices de mi vida, Craig nos habló del método de la investigación; pero su charla parecía pensada para desanimarnos, para que nos fuéramos a casa y no volviéramos, y desembarazarse así de quienes no estábamos realmente destinados a aquel oficio hecho de demora y paciencia. Enumeraba obstáculos y describía derrotas. Pero ninguno de nosotros conocía el idioma de la derrota, porque cualquier cosa que sucediera durante el aprendizaje, aun las malas, formaba parte de una experiencia que ansiábamos tener, de manera que solo se nos podía amenazar con el curso normal de la vida, con el ejercicio del derecho, con la paternidad responsable, con ir a la cama temprano. Los veintiuno que llegamos el primer día volvimos al día siguiente, y comenzamos a recibir sus clases. La casa, vacía hasta entonces, se empezó a llenar: continuamente llegaban las cosas que Craig había encargado. El hecho de que aquella acumulación irracional debiera contribuir al culto de la razón es una contradicción que aún me persigue. Desde un primer momento la enseñanza de Craig estuvo destinada a alertarme sobre esa ambigüedad: es en el instante en que pensamos con más claridad cuando más cerca estamos de la locura.