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Sacamos entradas para la función y nos instalamos en las destartaladas butacas del teatro Victoria. Primero, el espectáculo: queríamos encontrar alguna semejanza entre aquellos juegos con espadas y guillotinas y los asesinatos de verdad. Pero el mago ejecutaba sus trucos entre bromas, lejos de la seriedad que, en nuestra inexperiencia, esperábamos de los asesinos. En lugar de exagerar el aire misterioso de su nombre y de sus maniobras, Kalidán bromeaba con su fingido exotismo.

Después de ese primer encuentro con el mago y sus ardides, cada uno ejecutó su propia estrategia: Trivak se hizo pasar por periodista de La Nación y fue a entrevistarlo en su camarín; Miranda sedujo a una acomodadora y pudo revisar a su gusto los biombos chinos, las cajas con perforaciones para hospedar las espadas, y aun el baúl con la mano cortada de Edgar Poe, que sobre la escena escribía, incansable, el estribillo de «El cuervo». Federico Lemos Paz, cuyo tío era dueño del hotel Ancona, donde se alojaba el mago, se hizo contratar como botones del hotel y buscó pistas en la habitación. A la hora del crepúsculo nos encontrábamos en el café que estaba en la esquina del teatro para intercambiar noticias de nuestros progresos, que eran siempre retrocesos; solo Alarcón faltaba a nuestros encuentros. Celosos y apesadumbrados, imaginábamos que Craig lo había enviado a una misión más importante, mientras que a nosotros nos distraía con los juegos de un mago. Como desconfiábamos los unos de los otros, siempre callábamos aquello que considerábamos esencial. Con aire de secreto y revelación, enumerábamos detalles irrelevantes. A mí me tocó el trabajo de archivo.

Cuanto más avanzábamos, más nos convencíamos de que nuestro falso hindú, de nacionalidad belga, era culpable, y si no lo habían atrapado era porque había elegido siempre víctimas sin importancia, hijas de inmigrantes, muchachas solas a las que nadie reclamaba.

Al cabo de una semana, nos reunimos en el Salón Verde para presentar nuestros informes: sobre la mesa polvorienta estaban las huellas de nuestras manos, como recuerdo de la reunión anterior. Leímos los hechos comprobados, comentamos, jactanciosos, los diversos ardides para entrar en la vida del mago y espiar su pasado. Craig, aburrido, simulaba escucharnos; de vez en cuando felicitaba a alguno por su inventiva —le gustó que Lemos Paz se hubiera hecho pasar por botones del hotel, admitió que mi búsqueda en los archivos había sido metódica y responsable—, pero esa felicitación era tan desganada, tan insípida, que hubiéramos preferido un grito, una reprimenda, una señal de desprecio.

Solo cuando empezó a hablar pareció salir de su melancolía. Escuchaba el sonido que más le agradaba: su propia voz.

—La investigación es un acto de pensamiento, el último rincón donde la filosofía busca su refugio. La filosofía académica se ha convertido en historia de la filosofía o en mera filología. Somos la última esperanza del pensamiento organizado. Por eso les pido que den a las pistas su lugar correcto, sin exagerar su importancia. La interpretación correcta del pétalo de una flor puede tener más valor que el hallazgo de un cuchillo bañado en sangre.

Mientras hablaba y nos confundía, Craig miraba hacia la puerta; esperaba a Alarcón, esperaba que su promesa hiciera su entrada y lo relevara a él de su vigilancia, a nosotros de nuestros torpes intentos. Que Alarcón entregara la prueba definitiva. Era tarde y empezamos a marcharnos; al final quedamos solos Trivak, Craig y yo. Para distender el ambiente, Trivak dijo que seguramente Craig había enviado a Alarcón tras un caso de los buenos, un crimen de «cuarto cerrado», que se consideraba entonces el non plus ultra de la investigación criminal, mientras a nosotros nos distraía con el falso mago hindú. Sin sacar la mirada de la puerta, Craig respondió:

—Un asesinato siempre es un caso de «cuarto cerrado». Ese cuarto cerrado es la mente del criminal.