5

Las locomotoras ronroneaban en la estación del norte. Corrí hacia el andén número cuatro, desde donde, según la guía de ferrocarriles, debía salir el tren de Castelvetia. Avancé por el interior del vagón, tropezando con los viajeros que acomodaban su equipaje y con los guardas que daban instrucciones y gozaban por unos minutos del poder que les daban el uniforme gris, la gorra y el silbato. En el tercer vagón encontré a Greta y a Castelvetia. Todos los pasajeros parecían nerviosos por la partida, menos ellos, como si pertenecieran al personal del ferrocarril, y su trabajo consistiera en ofrecer a los demás pasajeros una imagen de tranquilidad. Estaban juntos, sin tocarse, los dos serios, como si no se conocieran. Ella estaba sentada junto a la ventanilla y miraba hacia fuera a un grupo de palomas grises que picoteaban unas migas de pan.

Avancé hacia ellos y casi tropiezo con Castelvetia, que en ese momento se paró para sacar un libro de la valija que había acomodado en el portaequipajes. Al verme, el holandés suspiró con fastidio.

—¿Acaso piensa acompañarnos?

Yo había hecho una larga carrera; llegado el momento de hablar, no tenía aire. Castelvetia miró perplejo mi catálogo de señas, que querían reemplazar las palabras que no me salían. Greta, seria, me miraba con sus grandes ojos grises.

Castelvetia habló:

—Una sola cosa podría disculparlo de su traición. Una sola cosa. Que lo que dijo Lawson sea cierto.

—Lawson dijo muchas cosas.

—Sabe a qué me refiero. El crimen de Craig.

No dije nada. Dejé que mi fatiga me venciera, para excusarme de hablar.

El dedo índice de Castelvetia se clavó en mi pecho.

—Por su culpa me quedé fuera de Los Doce Detectives…

—Ya sé. Por eso vine a disculparme.

—No, vino a despedirse. Además, no quiero una disculpa. Quiero la verdad.

Yo bajé la vista, incapaz de sostener su mirada. Entonces me di cuenta de que Castelvetia creía que la respuesta sería negativa, y que esperaba ansioso mi defensa del buen nombre de Craig.

—Diga: Craig no torturó al asesino. Diga: Craig no lo mató.

No pude decir nada, y el silencio habló por mí. El holandés sacó un reloj de su bolsillo y midió la duración de mi silencio.

—Más de treinta segundos. Ahora sé lo que quiere decir.

El holandés estaba pálido. Se acercó para hablarme al oído, como si sospechara de los pasajeros que nos rodeaban.

—Mi expulsión no importa, Los Doce Detectives están acabados.

Castelvetia tocó el hombro de Greta, que se había quedado mirando por la ventana.

—Greta, querida, puedes hablar con el muchacho.

—Nos traicionó —dijo ella, sin apartar la mirada del cristal, como si no quisiera mirarme.

—Ya no tenemos nada contra él, porque nos han expulsado de un sitio que es nada. La ofensa queda borrada.

Ese permiso contrarió a Greta, que se puso de pie con fastidio. Muda, se abrió paso entre los últimos viajeros que llegaban. Bajé primero y traté de darle la mano para ayudarla con los escalones de hierro, pero la rechazó. Llegué a rozar sus dedos, que estaban helados.

—Sabía que no tenía que nombrarte, pero por un momento fui feliz al decir tu nombre. Después me di cuenta de lo que había hecho.

Greta había renunciado a tutearme.

—Ahora puede decir el nombre tantas veces como quiera. Callado, tenía cierto poder. Una vez pronunciada la palabra mágica, ya no vale nada.

—La palabra mágica todavía no ha perdido su poder.

Me miró durante unos segundos. Era mujer, al fin y al cabo, y se sintió halagada por mi insistencia, por mi desaliño, por la carrera insensata que me había llevado hasta allí.

—¿No debería estar trabajando? Hoy esperaban el cuarto crimen.

—Todos los detectives están en sus puestos, custodiando todas las versiones posibles del aire y de la tierra.

Señaló hacia la ventanilla del tren. Castelvetia leía una novela de tapas amarillas, con ornamentos de rosas entrelazadas: una novela sentimental.

—Castelvetia se ríe de sus preparativos. Dice que todos están equivocados, que no se trata del aire ni de la tierra.

—Castelvetia sabe tanto como los demás. Ellos al menos están en sus puestos. El se va.

—Se va porque lo echaron. Se va porque no tiene otro camino. ¿Imagina las cosas que dirá la prensa de Ámsterdam sobre esta expulsión?

—Castelvetia podría quedarse igual. Investigar por su cuenta. Si sabe tanto, debería quedarse, resolver el crimen y negociar después su regreso.

—Usted debería confiar en que va a ser Arzaky quien resuelva el enigma. La fe de un asistente debe sostenerse hasta en los peores momentos.

—Soy un fantasma para él. No me dice qué hacer. No sé qué piensa. Después de la muerte de Paloma…

Dije su nombre verdadero para tomar distancia del traje verde, del cuerpo en el agua, de los versos húmedos de Nerval: dije su nombre para no decir nada. Greta se quedó mirando como si le hubiera dicho una blasfemia inesperada.

—¿Quién?

—Paloma Leska. La Sirena.

—No sabía que se llamaba Paloma.

Yo era joven: mi vanidad pensaba por mí. Me pregunté si estaba celosa de que yo hubiera pronunciado su nombre verdadero, en lugar de su nombre artístico. ¿Iba a recibir en esa estación, entre el vapor y el olor a aceite de las máquinas, la dádiva de sus celos? El tren rugió. Los últimos pasajeros se apuraban a subir con su equipaje, y empujaban sus bultos como podían. Un guarda gritaba, otro hacía sonar con insistencia una campana de bronce. La miré: supe que no había celos. Temblaba. Los dos, casi al mismo tiempo, habíamos comprendido. Nos miramos por última vez.

—¿Hablabas de palabras mágicas? No es mi nombre la palabra mágica. Este es el instante que esperabas cuando fuiste a la cita con Craig, este es el instante que justifica tus demoras y tus traiciones. Este es el instante que justifica que ahora me digas adiós, Sigmundo Salvatrio. Rápido. Rápido.

Greta me empujó y esa fue su despedida. Subió a los saltos la escalera, cuando el tren ya empezaba a moverse. Esperé que el tren desapareciera por completo, como si no tuviera fuerza para moverme. Junto a mí, unas palomas se habían reunido para comer los mendrugos que le tiraba una vieja vestida con harapos; cuando pasé junto a ellas se echaron a volar hacia las grises alturas de cristal.