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En el camino de regreso Arzaky parecía desalentado.

—¿Le parece un caso difícil? —pregunté.

—Hasta el caso más fácil puede complicarse. Lo que me preocupa no es que no se resuelva, sino que se resuelva, pero de un modo trivial; que al final la solución sea algo sin valor. Una amante despechada, un marido celoso, un crimen pasional…

—¿No le gustan los crímenes pasionales?

—No. Prefiero la envidia, la ambición, el deseo de venganza (si es posible, por una causa ridícula, que todos creen olvidada). Inclusive, los suicidios encubiertos. Pero no los asesinatos cometidos por pasión o por locura. No hay mérito alguno; en esos casos el crimen siempre viene con su lista de instrucciones para ser resuelto.

Cada tanto, alguno de los transeúntes con los que nos cruzábamos se daba vuelta para ver al gran Arzaky, cuya fotografía aparecía a menudo en el periódico. Arzaky caminaba a paso rápido, ajeno al efecto de su presencia.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—No sé qué va a hacer usted, yo voy a descansar. A las seis tengo una reunión con la gente de la comisión organizadora de la exposición. En cuanto a nuestro asunto, ¿averiguó algo? —negué con la cabeza—. Supe que Castelvetia anotó en los registros de un hotel a un tal Reynal, pero nadie lo ha visto todavía.

—¿Y qué sospecha?

—Castelvetia fue el último en integrarse a Los Doce Detectives. Craig insistió. Si no hubiera sido por eso, yo no habría aceptado. Caleb Lawson lo detesta, tienen un viejo asunto en común. Cuando cursamos las invitaciones, releí su curriculum vitae: la mayoría de sus casos están fuera de toda comprobación. Es posible que sea un periodista infiltrado, que reúne información para hacer un libro donde nos desenmascare, o un enviado de la reunión anual secreta de las policías europeas.

—¿Un espía?

—Quien sabe. Los detectives siempre somos hombres de pasado oscuro. Nos inventamos nuestro pasado, porque nuestra carrera no cuenta con instituciones que la sostengan, como los médicos o los abogados. Tampoco contamos con esa institución superior, la guerra, que sostiene la reputación de los militares. Nos hacemos a nosotros mismos.

Habíamos llegado a un punto donde nuestros caminos se separaban. Arzaky me ordenó:

—Apenas se levante, siga a Castelvetia y averigüe su secreto. En este momento, cuando la vista de todos está clavada en nosotros, no quisiera recibir una sorpresa.

Ante la insistencia de Arzaky me vi obligado a seguir los pasos de Castelvetia. Desde luego no es fácil seguir a un hombre especializado en seguimientos; puede descubrirnos con toda facilidad. Craig nos había enseñado a volvernos invisibles; lo primero que había que hacer era pensar en otra cosa, caminar como dormidos, acercarnos como por error. Tan obediente era a las enseñanzas de Craig que me olvidé hasta tal punto de que estaba siguiendo al holandés y me choqué con él en medio de la calle. Pedí disculpas casi a los gritos, y con una voz voluntariamente aflautada, para que no me reconociera. Estaba preocupado por sus asuntos y no me miró. De inmediato entró en el hotel Varinsky.

Me alejé unos pasos. La Residencia Varinsky era un hotel para viajeros cansados que se resignan a cualquier cosa; tenía algo de fonda y algo de burdel. Como todos los hoteles y todas las casas de pensión de París en esos días, estaba atiborrado de clientes, ya que las comisiones de los países visitantes habían comenzado a llegar. Esperé afuera que saliera: después, resueltamente, en lugar de seguirlo, entré en el hotel. Un muchacho miope salió a atenderme, es decir, a echarme; puse en sus bolsillos unas monedas mientras pronunciaba el nombre de Reynal.

—Habitación 12 —me dijo.

Craig me había advertido: a veces las investigaciones son fatigosas y complicadas, y otras veces aclaramos el enigma de inmediato. Un detective debe estar dispuesto a trabajar, pero más dispuesto aún a recibir la revelación. Yo estaba bien dispuesto: golpee la puerta y la puerta se abrió, sin dilaciones ni preguntas. En el interior del cuarto había una muchacha: tenía cara de haberse levantado recién. Me han hablado muchas veces de los paseos bajo la luna, y el alcohol y la oscuridad que predisponen a los amantes a la audacia; pero yo, desde ese momento, adoré a las mujeres recién levantadas y todavía un poco presas del sueño. Tenía una sonrisa de la que no era del todo consciente y se desperezaba sin apuro. Estaba aturdido por lo que aquello significaba para Los Doce Detectives, pero más aturdido por lo que aquello significaba para mí. El asistente de Castelvetia era una mujer: no había reglas o había otra clase de reglas que yo ignoraba. Intenté reemplazar en mi cara la expresión de arrobamiento por la de escándalo.

Había llegado ahí en nombre de Arzaky, y tenía que hablar en nombre de Arzaky: pero me quedé callado en mi propio nombre.

—No diga quién soy —dijo la muchacha, como si yo supiera quién era.

Me invitó a pasar, para que no nos vieran en aquel pasillo transitado por simuladores: esos hombres oscuros eran los electricistas que iluminarían la exposición, esas damas discretas eran las encargadas de dar la bienvenida a los extranjeros y justificar así la fama de la ciudad, esos jóvenes que parecían la quintaesencia del parisino eran periodistas sudamericanos intoxicados de ajenjo.

—Yo no sabía que las reglas permitían…

—¿Dónde están escritas esas reglas? ¿Las vio alguna vez?

—En ninguna parte. En el corazón de los detectives.

—Pero solo tienen cerebro. No tienen corazón.

Me senté en el borde de una silla, como si estuviera a punto de irme de inmediato. Quería escandalizarme, pero mi capacidad de escándalo estaba embotada. «Cuando le cuente esto a Arzaky», pensé.

Se lavó la cara en una jofaina.

—Me llamo Greta Rubanova. Soy hija de Boris Rubanov. Mi padre se fue de Rusia cuando tenía veinte años y en Ámsterdam conoció a mi madre, una francesa: ella murió cuando yo nací. Cuando mi padre se puso a las órdenes de Castelvetia, este era casi un niño. Tenían una oficina en Ámsterdam, que Castelvetia alquilaba a una compañía naviera. Juntos resolvieron decenas de casos. Mi padre me enseñó todo lo que había aprendido de Castelvetia, y todo lo que le había enseñado a Castelvetia. Pero a mi padre le gustaban las mujeres, y en particular las mujeres peligrosas; una húngara a la que abandonó, se despidió con una puñalada. Cuando Castelvetia lo encontró, mi padre agonizaba. Castelvetia le preguntó quién había sido; mi padre respondió: algunos casos no deben ser resueltos. Castelvetia respetó su última voluntad. En el mismo funeral yo le pedí que me dejara entrar a su servicio. El aceptó, al principio en broma, y luego en serio.

—¿Y cómo logró Castelvetia mantenerla oculta todo este tiempo?

—Los detectives buscan la fama, y saben que su renombre es una parte esencial de la investigación: antes de llegar a una ciudad, ya su nombre se les adelanta, y en los pasillos y en los cafés no se habla de otra cosa. Esto a veces ayuda al trabajo, y otras lo estorba, porque donde hay un detective las fantasías se multiplican. Castelvetia, en cambio, eligió siempre el silencio; desde que entró a Los Doce Detectives, su obsesión por el secreto se hizo mayor. En Ámsterdam hay pocos crímenes: somos demasiado educados, estamos acostumbrados a ignorarnos. Estamos tan distantes unos de otros que nunca llegamos a matarnos: no hay necesidad. Así que debemos viajar a menudo. Eso ayuda a que nuestros casos pasen desapercibidos. Por mi causa, Castelvetia ha renunciado a la fama: muchos dudan de que sea un verdadero detective, pero todo lo ha hecho por ocultarme.

Se acercó a mí. Tenía el olor de la ropa que se ha dejado secar al sol.

—Confiábamos en que en esta reunión las cosas por fin podrían aclararse. Castelvetia estaba dispuesto a pedir que fuera reconocida como asistente.

—¿Una mujer? Jamás —dije indignado.

Tan laboriosamente había llegado al cargo de asistente y ahora me enteraba de que el cargo no solo podía ser ocupado por negros o por gente de razas exóticas y culturas lejanas, sino hasta por una mujer.

—¿Quién es usted, el guardián del reglamento?

—Soy un simple portador del sentido común.

—No se alarme, que lo que tanto teme no ocurrirá. Las cosas se han complicado y Castelvetia ya se ha echado atrás. Ahora todos los detectives están conspirando unos contra otros, hasta sospechan de que el asesino de Darbon está entre ellos. Si alguien presenta un caso semejante, todos caerán sobre él. Caleb Lawson, que lo odia, aprovechará el momento.

—¿Por qué lo odia?

—Caleb Lawson considera como rivales a tres de Los Doce Detectives: Craig, Castelvetia y Arzaky. A Craig y a Arzaky los tiene por enemigos porque él quiere dirigir Los Doce Detectives. Craig ya abandonó la carrera, y solo le queda Arzaky, que es el más hábil y difícil. Pero a Castelvetia lo odia porque durante un viaje a Londres Castelvetia resolvió «El caso de la princesa en la torre».

—No conozco ese caso.

—¿No? Se lo puede preguntar a Lawson. Le gustará recordar los viejos tiempos. Y ahora que ya me ha visto, puede irse. ¿O quiere ver algo más?

—¿De qué sirve un asistente escondido?

—Puedo llegar adonde los hombres no pueden. Se me han abierto puertas que usted no soñaría en cruzar.

—Estoy seguro de que prefiero no cruzarlas.

—¿Lo ve? En los hombres, la curiosidad es un arte laborioso, una cosa prestada y a la larga, una impostura. Los hombres preguntan las cosas cuya respuesta ya creen tener. Yo pregunto lo que no sé.

—¿Y no sale de aquí? ¿Castelvetia la tiene encerrada?

—Voy adonde quiero. Nos vemos en secreto.

—¿Cómo amantes?

—Como conspiradores. Como revolucionarios. Como padre e hija.

—Padre e hija —repetí, incrédulo.

—Padre e hija. ¿Puedo confiar en su honor?

—Nadie se preocupó nunca por mi honor.

—Dependo por completo de ese honor improbable. Imagine las consecuencias del escándalo, ahora que el arte de la investigación está expuesto a la vista de todos. Un escándalo ahora, ¿y quién conservaría su fe en Los Doce Detectives?

Tenía que marcharme, pero eso no era fácil; estaba cómodo dentro de mi incomodidad. Por un segundo, miré las cosas desde lejos. Los detectives, los reglamentos, las jerarquías, el crimen mismo: solo se trataba de un juego. Yo era como un coleccionista de estampillas que descubre, en un instante, que está jugando con papelitos sin valor.

—Ahora le pido que mantenga el secreto y que se vaya. Tengo que terminar de vestirme.

Me levanté de la silla que apenas había ocupado. Iba a decir algo, pero ella llevó sus dedos a mis labios. Sabía cómo pedir silencio.