10

Volví al hotel abatido, con la sensación de que Arzaky no confiaba en mí y que solo me necesitaba para tareas menores. Me había ocultado que conocía a Grialet y no me decía nada de sus planes de investigación. Me encerré en mi habitación a responder la correspondencia atrasada. Aunque ponía en el encabezamiento queridos padres, no podía evitar pensar que en realidad me dirigía solo a mi madre, que era quien más se interesaba por mi correspondencia. Le hablé de todo lo que me rodeaba pero transformándolo; intenté devolver a este mundo, que empezaba a resquebrajarse, la pátina original, el resplandor de cuando se ven las cosas por primera vez.

Luego de cenar en un antro oscuro, cuya pobre luz estaba en complicidad con las malas artes del cocinero, fui a la sala del hotel para ver si encontraba a Benito o a Baldone. Solo estaba el guerrero sioux, sentado en un sillón, rígido, mirando el vacío. Lo saludé con una inclinación de cabeza.

Tamayak sacó una caja con cigarros y me convidó. Yo había oído que algunas tribus fumaban hierbas que producen efectos alucinógenos, y un escándalo en el salón de madame Nécart era lo único que faltaba para que Arzaky me enviara de regreso a la zapatería de mi padre. Tal vez Tamayak descubrió que yo miraba los cigarros con desconfianza, porque me dijo:

—No tenga miedo, son de la Martinica. Los compré aquí mismo, en el hotel.

Me llamó la atención que el sioux hablara francés, y con cierta osadía, le comuniqué mi sorpresa.

—Hace cuatro años Jack Novarius se puso a estudiar francés para poder entrar a Los Doce Detectives. Saber francés era un requisito para los aspirantes a miembros plenos, no para los asistentes, pero me hizo estudiar también a mí, para tener con quien practicar. ¿Y cómo le va a usted con Arzaky? Llegar a ser asistente del Detective de París debería ser un orgullo, pero yo en usted veo solo abatimiento.

—No soy un verdadero asistente. Estoy seguro de que tiene un plan de investigación, pero guarda silencio. No confía en mí.

—Pero ese silencio es bueno. Cuando empecé a trabajar con Novarius, para la agencia Pinkerton, casi nunca me hablaba. Yo hacía de vez en cuando algún comentario, pero él reservaba sus palabras para la sorpresa final.

—¿Y no le adelantaba nada de la investigación?

—Nada en absoluto. Nuestro primer caso transcurrió en un circo, en el Medio Oeste. Habían matado al hombre bala en plena función. El acróbata había repetido la rutina de siempre, que consistía en saludar al público, mostrar su casco y preguntar: ¿Brilla?, ¿brilla? Y luego se había metido en el cañón. Pero en vez de salir disparado y caer a pocos pasos atravesó la lona del circo y se perdió en la noche.

»La causa de la muerte era clara: el cañón tenía dos mecanismos: una carga explosiva, que servía para hacer ruido, y un resorte, que era la verdadera fuerza impulsora del hombre bala. El asesino había llenado la capacidad del cañón con pólvora, de manera de convertirlo en un verdadero cañón.

»Jack me mostró una lámpara de luz azul que siempre llevaba consigo, y que le permitía descubrir los dólares falsos. Con esa lámpara, me dijo, atraparía al asesino. La pólvora, explicaba Jack, permanece entre las uñas de todo aquel que la manipula hasta diez días después de haber estado en contacto con ella. De nada sirve lavarse, decía Jack: para eliminar la pólvora, esta debe ser quemada. Me pidió que repitiera la explicación a quien la quisiera oír.

»Jack anunció que a la noche siguiente haría su gran experimento, obligando a todos los integrantes del circo a mostrar sus manos en la oscuridad. A las nueve, después de la función, reunimos al elenco en la arena y quedamos a oscuras, iluminados solo por la lámpara azul. A pesar de la promesa de Jack, ninguna mano brilló. El detective, apesadumbrado, pidió disculpas. Los artistas, uno por uno, abandonaron la carpa; el último fue un trapecista de nombre Rodgers, cuya sonrisa de loco no olvidaré; tenía las manos coloradas, llenas de quemaduras, y el agente de policía apostado fuera de la carpa lo arrestó de inmediato.

»Después supimos los pormenores del caso: la mujer de Rodgers, que trabajaba como ecuyére, había estado a punto de irse con el hombre bala. Rodgers se enteró y aumentó la carga del cañón para despedir al hombre bala del circo, de su matrimonio, de la vida. La señora Rodgers le confesó a Novarius que cuando estaban en la cama, en la oscuridad, él le pidió que mirara sus manos a la luz de la luna. Y le preguntó: «¿Brillan?, ¿brillan?».

—Entonces Novarius lo engañó también a usted.

—Sí, pero mi propia fe en el truco había sido fundamental para que todo saliera bien. Si yo hubiera desconfiado, si hubiera puesto a trabajar mi astucia, tal vez habría arruinado su plan. Por eso le digo, mi buen Salvatrio: mientras usted está aquí, y se siente ignorado y abandonado, tal vez sea la pieza esencial de un plan secreto que ha de asegurar el triunfo de Arzaky. Y su propio triunfo como asistente, también.

Como si las palabras de Tamayak fueran premonitorias, a la mañana siguiente me despertaron los golpes de la señora Nécart.

—¡Vamos, Salvatrio! ¡Levántese! ¡Mensaje para usted!

Abrí la puerta tambaleante. Que la primera imagen que uno tenía del mundo fuera la de la señora Nécart sin maquillar, no anunciaba nada bueno para el resto del día. Se lo arrebaté y leí:

Venga cuanto antes a la Galería de las Máquinas.

El mensaje estaba sucio de hollín; sobre el papel amarillo los grandes dedos de Arzaky habían dejado sus huellas negras.