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Dediqué la mañana a escribir cartas a mis padres y a la señora Craig; preferí no dirigir la correspondencia al detective, por temor a que mi carta permaneciera sin abrir, sin leer, en algún escritorio de la ya abandonada academia. Durante el día di largos paseos, en los que de a poco iba creciendo en mí un sentido de estar en el lugar equivocado: Craig me había enviado como ayudante de Arzaky, pero el polaco no parecía necesitar un ayudante. Esperé, ansioso, que pasaran las horas para ir al hotel y conocer a Los Doce Detectives, que eran once, que pronto serían diez.
Salí vestido con un traje que estrenaba, un chambergo y un poncho de vicuña que mi madre me había insistido en que llevara. Usar el chambergo era una gran felicidad: lo tenía desde hacía ya un tiempo, pero en Buenos Aires no podía usarlo, porque bastaba que llevara sobre la cabeza un sombrero así para que a uno lo tomaran por hombre de avería y lo retaran a duelo criollo. Como había tomado algunas clases de esgrima, me parecía que no era leal aceptar tales encuentros, y para no caer en la tentación evitaba el sombrero. Pero en París el chambergo no tenía significado alguno.
Al entrar al hotel Numancia, donde se alojaban los detectives, me descubrí; pero no fue suficiente, porque un negro alto de librea azul me impidió la entrada. Bastó que pronunciara el nombre de Arzaky para que se hiciera a un lado, casi con una reverencia. Pensé que no había en la vida mayor gloria que hacer del propio nombre un salvoconducto capaz de abrir puertas y comprar voluntades. Bajé al salón con la alegría que deben sentir los conspiradores ante cada secreto, ante cada símbolo que les señala que están fuera de las cosas triviales de la vida.
En el centro del salón subterráneo estaban sentados los detectives. A su alrededor, en desperdigadas sillas algunos, de pie los otros, los asistentes. Me saludaron con una inclinación de cabeza, que respondí con la acostumbrada zozobra del que irrumpe en una reunión ajena y teme haber llegado temprano o tarde o con la vestimenta inadecuada.
Arzaky se puso de pie:
—Antes de comenzar, caballeros, quisiera recordarles que mis vitrinas todavía están vacías y esperan sus artefactos. Esta exposición es para celebrar su inteligencia y no su indiferencia.
—Mandaremos nuestros cerebros en formol —dijo un detective que llevaba las manos llenas de vistosos anillos con piedras de colores. Por su acento, imaginé que era Magrelli, el Ojo de Roma.
—En mi caso, mandaré el cerebro de mi ayudante Dandavi, que cada vez piensa más por mí —dijo Caleb Lawson. Alto y narigón, miraba el mundo a través del humo de su pipa de espuma, que tenía la forma de un signo de interrogación. Era idéntico a las ilustraciones de sus aventuras.
—¿Qué podríamos poner? —preguntó el portugués Zagala—. ¿Una lupa? Trabajamos con nuestro poder de abstracción. Somos el único oficio que no tiene algo para mostrar, porque nuestros instrumentos son invisibles.
Hubo un murmullo de aceptación, hasta que se levantó la voz de Arzaky.
—No sabía que estaba en una reunión de espíritus puros. Magrelli, usted tiene el mayor archivo de antropología criminal de Italia, supervisado por el mismo Cesare Lombroso. Y no quisiera hablar de los delicados instrumentos que usa para medir orejas, cráneos y narices. ¿Son invisibles, como dice Zagala? Y usted, doctor Lawson, nunca sale de Londres sin su microscopio portátil. Si tuviera uno solo no se lo pediría, pero sé que colecciona microscopios, con especial interés en los diminutos: microscopios que deben verse con microscopio. Y además tiene esos instrumentos ópticos que ha reunido durante años y que le permiten trabajar en la niebla —Arzaky señaló a un hombre alto, que estaba dando cuerda a su reloj—. Tobías Hatter, hijo de la ciudad de Núremberg, ha dotado a nuestro oficio de al menos cuarenta y siete juguetes que son el terror de los criminales de Alemania. Cuando el asesino Maccarius lo amenazó con su cuchillo de carnicero, ¿no dejó que hiciera fuego un inocente soldado de juguete? ¿Acaso no diseñó una caja de música cuya melodía atormenta el insomnio de los asesinos y los obliga a confesar? Sakawa, ¿dónde está mi invisible amigo Sakawa…?
El japonés había aparecido de la nada. Era un hombre de cabellos blancos, mucho más bajo que su asistente Okano y tan delgado que debía pesar como un niño.
—¿No acostumbra usted a pensar frente a las piedras de su Jardín de Arena, y frente al Biombo de las Doce Figuras? ¿No deja guiar su pensamiento por los demonios pintados en el biombo?
El japonés inclinó la cabeza en señal de disculpa y dijo:
—Me gustan las vitrinas vacías: dicen más sobre nosotros que los instrumentos que podamos incluir. Pero sé que eso no conformará a los curiosos que vengan a visitar nuestra pequeña exposición. Dediqué muchas horas a pensar qué poner en el espacio que me está destinado, pero aún no me decidí. No quiero quedar como exótico, como irracional. Preferiría mostrar algo más…
—Ya lo sé: usted, que es oriental, quisiera mostrar algo occidental; Lawson, acostumbrado a la ciencia, se conformaría con algo despojado de todo rigor científico; Tobías Hatter no quiere que lo tomen por un fabricante de juguetes y tampoco me muestra nada. Nunca encuentran algo que merezca ser mostrado. Todos están escondiendo sus secretos y yo sigo con las vitrinas vacías.
Me arrimé a Baldone y le fui preguntando los nombres de los detectives. A muchos los conocía por las publicaciones de Buenos Aires, que recogían sus hazañas con devoción hagiográfica. Pero no era lo mismo ver sus caras en los dibujos a pluma que ilustraban La Clave del Crimen o La Sospecha que verlos en persona. Los dibujantes dejaban que un rasgo de la expresión dominara sobre los otros: mientras que allí cada cara contaba varias cosas a la vez.
Todos habían hablado hasta ahora con el tono ligeramente exagerado de los juegos; pero se dejó oír una voz hecha de seriedad e impaciencia:
—Señores, ustedes están de vacaciones, pero esta es mi ciudad y yo sigo con mi trabajo de todos los días.
El que había hablado era un hombre de unos sesenta años, de barba y cabello blanco. Mientras en la vestimenta de todos los demás había un toque de exotismo, como si quisieran que se los reconociera como seres excepcionales, el veterano detective podía confundirse con cualquier caballero de París.
—Es Louis Darbon —dijo Baldone a mi oído—. Arzaky y Darbon se han dado a sí mismos el título de Detective de París. Pero como Arzaky es polaco, muchos lo resisten. Hace un tiempo Arzaky le propuso que se repartieran las márgenes del Sena, pero Darbon no quiso.
—Comprendemos su apuro y su escándalo por nuestro afán de ocio, y disculparemos su temprana partida, señor Darbon —dijo Arzaky con una sonrisa.
Darbon se acercó desafiante a Arzaky. Era casi tan alto como él.
—Pero antes de irme quiero mostrar mi desacuerdo con el modo como lleva las cosas. ¿Qué son todas estas reuniones que se empeña en hacer? ¿Debemos arrodillarnos ante el método? ¿Somos sacerdotes de un nuevo culto? ¿Una secta? No, somos detectives y tenemos que mostrar resultados.
—Los resultados no son todo, señor Darbon. Hay una belleza en el enigma que a veces nos hace olvidar el resultado… Además necesitamos el ocio, las charlas de la sobremesa. Somos profesionales, pero no puede ser un verdadero detective quien no tiene algo de dilettante. Somos como viajeros, llevados por los vientos de la casualidad y de la distracción hasta el cuarto cerrado que esconde el crimen.
—¿Viajeros? Yo no soy ningún viajero, ningún extranjero, Dios me guarde. Pero estoy apurado, y no voy a discutir precisamente con usted, Arzaky, de principios ni de patrias.
Louis Darbon hizo un saludo general. Arthur Neska, su asistente, lo iba a seguir, pero Darbon le hizo un gesto enérgico para que se quedara.
—Darbon se va, pero quiere enterarse de cada palabra que pronuncie Arzaky —dijo Baldone a mi oído.
Un caballero vestido con un traje blanco con vivos azules, más propio de una obra teatral que del mundo de los detectives, se adelantó. Hizo palmas con reprobable afectación; oí, a mis espaldas, las risas sofocadas de los adláteres. Con un gesto, pregunté a Baldone de quién se trataba:
—Es Anders Castelvetia.
—¿El holandés?
—Sí. Magrelli intentó frenar su aceptación como socio pleno, pero no hubo caso.
Arzaky le cedió la palabra a Castelvetia.
—Si me permiten, caballeros, seré el primero en hablar del enigma. Y lo haré, si me disculpan, con una metáfora.
—Hable usted —dijo Arzaky—. Libérenos de nuestra obsesión por las pistas invisibles, las colillas de cigarrillos y los horarios de los trenes. Y no se avergüence: durante el día adoramos los silogismos, pero la noche es la hora de la metáfora.