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Caleb Lawson no había levantado la voz para mencionar a Craig, pero el nombre sonó como un trueno, como un grito irreparable. Sin saber por qué di un paso atrás, y hubiera dado otro pero choqué con Dandavi, que parecía puesto allí para vigilarme.
Ahora se había hecho un silencio perfecto, porque todos querían saber qué tenía que ver Craig con un asunto que le era tan ajeno:
—No quiero que lo que diga sea tomado como un ataque a Craig, sino como una defensa de nuestro oficio. Desde siempre, aun desde los nebulosos tiempos en que fue iniciada nuestra profesión (que algunos gustan situar en China, nebuloso origen de todas las cosas que carecen de origen conocido), siempre que pronunciamos la palabra detective murmuramos la otra, asistente o adlátere, palabra impuesta justamente por Craig. Aunque no los miremos, aquí están, junto a nosotros, silenciosos, nuestros asistentes. El uso de la razón nos precipita a veces a la locura; pero nuestros adláteres, con su constancia, nos devuelven a la realidad. Hay algunos que son una guía para los otros: mi fiel Dandavi, por ejemplo, o el viejo Tanner, que acompañó a Arzaky en la época de gloria del detective, ya lamentablemente terminada; también el mismo Baldone, aunque no cumpla siempre con la discreción que su oficio exige. Con su charla, a menudo sensata, a veces trivial, los adláteres nos recuerdan lo que piensan los otros seres humanos, y, por contraste, nos invitan a pensar distinto, a ejecutar con audacia nuestros silogismos, a despertar el asombro.
Imperceptiblemente, los adláteres se habían ido acercando al centro de la sala, vagamente admirados de que se los mencionase con tanta profusión. El inglés continuó:
—Craig, sin embargo, no estaba de acuerdo con eso. El quiso ser distinto. Quiso improvisar un nuevo camino: investigar solo, narrar sus propias historias. Quiso ser Cristo y los cuatro evangelistas a la vez. Ahora nos llegan noticias que lo acusan de la mentira, del crimen, de la tortura. Su último caso, que debería haber sido la culminación de toda sabiduría, es un asunto turbio, lleno de hechos inexplicables, y que el mismo Craig se ha negado a aclarar. Y si se confirma la versión de que participó del asesinato del culpable, podemos estar seguros de que su acto es una amenaza para todo aquello en lo que creemos. ¿Quién se preocuparía por seguir pistas si están autorizadas la tortura y la ejecución sumaria?
Caleb Lawson dejó flotando su pregunta. Me mordía la lengua para no interrumpirlo; los adláteres teníamos prohibida la palabra. Arzaky lo hubiera hecho callar de inmediato, pero estaba ausente, y Lawson hablaba con la autoridad que le daba ese vacío. Castelvetia lo seguía sin interés, mientras se miraba las uñas esmaltadas; los otros estaban demasiado perplejos para actuar. Empresarios, criminales, jefes de policía, habían difundido sobre los detectives toda clase de infamias, pero nunca un detective había sido acusado de un crimen por otro detective.
—Pero quizás estoy siendo injusto con él y Craig merezca alguien que lo defienda, alguien que haya estado con él en esos días oscuros. Si nadie se opone, quiero autorizar la palabra a Sigmundo Salvatrio.
Dandavi me empujó y me adelanté a los tropezones. Caleb Lawson se acercó a mí.
—Salvatrio, ¿qué piensa usted de las acusaciones contra Craig?
Recordé el cuerpo del mago Kalidán, con los brazos abiertos. En mi memoria, la nube de moscas seguía zumbando, y temí que de tanto pensar en ella entrara al salón para rodearme.
—Craig fue mi maestro, y a él le debo todo. Para todos los que lo conocemos, es un hombre sabio. Jamás haría algo así.
—¿Nunca, en ningún momento, llegó a pensar que la ausencia de asistente podía llevarlo a olvidar el método y a perder la razón?
—Es cierto que Craig trabajó durante muchos años sin asistente. Pero en el último tiempo decidió fundar una academia dedicada a la investigación. Entre los estudiantes decíamos que había armado todo eso solo para que el mejor de nosotros se convirtiera en su asistente…
—O detective…
—No dijo nada de detectives. Eso lo quisimos creer nosotros.
—¿Y quién fue elegido para ser su asistente?
—Nadie. El mejor de nosotros murió asesinado. Eso todos lo saben.
—¿No era usted el mejor?
—No.
—¿Y entonces cómo llegó aquí?
—Porque resistí hasta el fin. Porque me quedé con Craig cuando todos los demás lo abandonaron.
Mis palabras despertaron un murmullo de aceptación. Si bien todos eran muy reconocidos en su profesión, muchas veces habían pasado por momentos difíciles: escándalos en la prensa, asesinatos irresolubles, trampas de los criminales. Nunca se valoraba más la fidelidad del asistente que cuando el detective caía en el descrédito.
—Y vino aquí como un mensajero.
—Sí. A traer un bastón.
—¿No es posible que el mensaje de Craig haya sido más complejo y no se haya limitado solamente a un bastón? ¿No es posible que la infección que dominó la mente de Craig se le haya contagiado a usted?
—¿Qué infección?
—La atracción por el crimen. La tentación por cruzar la línea. Todos sentimos alguna vez esa tentación.
—Me atrae la investigación. Desde niño leía las aventuras que muchos de ustedes protagonizaban y soñaba con hacer algo semejante algún día.
—Pero los niños dejan de ser niños. Y aquello con lo que soñaban se transforma, se borra, se corrompe.
—Yo sigo soñando con las mismas cosas —respondí, sin saber si mentía o decía la verdad.
—Los adláteres son silenciosos y buscan los rincones, y usted, el nuevo, es aun más invisible. Por eso quería conocerlo mejor, antes de pedirle que respondiera esta pregunta: ¿fue a visitar a Paloma Leska la noche del crimen?
—¿A quién? —pregunté, aunque sabía bien de quién hablaba.
—A La Sirena. ¿Creía que era una sirena de verdad? Se llamaba Paloma Leska.
—No lo niego. Fui a devolver un objeto robado.
—¿Qué era ese objeto? ¿Y quién lo había robado?
—Era una fotografía. Y lo había robado yo. Pensaba que podía servir para la investigación.
—¿Y encontró el cuerpo y no dijo nada?
—¿El cuerpo? No, La Sirena estaba viva. Todavía llevaba su traje verde. Nunca vi a una mujer tan viva como ella.
—¿Y puede probar que no la mató?
—¡No! ¿Pero por qué iba a matarla?
Caleb Lawson dejó de mirarme y se dirigió a su público:
—Quiero que este joven sea suspendido aquí mismo y que se le niegue de aquí en más la entrada a nuestras reuniones.
—Es el asistente de Arzaky. A él le toca decidirlo —dijo Magrelli.
—Arzaky no está, y lo decidiremos nosotros. Este joven estuvo en la escena del crimen en el momento del crimen. Además estamos obligados a informar al jefe de policía…
Eso me sobresaltó. No me iría bien con Bazeldin, que haría cualquier cosa para acabar con Arzaky.
—Soy inocente. A Arzaky le bastaría un segundo para probar mi inocencia.
—Pero no está, y no tiene ningún testigo que confirme que, cuando se fue, La Sirena estaba con vida.
No solo se desvanecía mi pertenencia al círculo de asistentes, sino que me creí a punto de ir a la cárcel. Había entrado en el mundo de mis lecturas, pero la historia había cambiado, y ahora me rodeaban páginas rotas, palabras abominables. Entonces hablé sin pensar:
—Sí, tengo un testigo.
—¿Quién?
¿Tardé en hablar? Me pareció que se hizo un silencio larguísimo, pero el tiempo transcurre distinto en los sueños.
—El asistente de Castelvetia.
Castelvetia se paró. No lo miré. Venía hacia mí. Venía para hacerme callar.
—Ella les dirá la verdad. Greta…
Hubo un murmullo de sorpresa. Caleb Lawson sonrió. Su cuerpo, tenso, pareció aflojarse, y su postura de fiscal desapareció. En ese instante comprendí que había sido engañado, que no le importaban las acusaciones contra Craig. Lawson solo esperaba esa palabra, la prueba que necesitaba contra Castelvetia.
—Ella. Greta —repitió Lawson, triunfador.
Castelvetia miró a su alrededor. Ya no había en él rastros de amaneramiento. Había abandonado su papel, y sus gestos atildados se le habían desprendido como una capa que cae al suelo. Las manos, que habían parecido solo un objeto de contemplación, ahora eran garras. Su voz se había hecho más grave:
—No es una asistente en el sentido estricto. Además yo estaba a punto de informar a Los Doce Detectives sobre la presencia de esta colaboradora, una vez que se disolvieran los problemas que ahora nos preocupan.
Caleb Lawson habló:
—Poner a una mujer de asistente rompe con todas nuestras reglas. Propongo que Castelvetia sea suspendido. Les recuerdo que la votación es por simple mayoría…
Lawson levantó la mano. Madorakis y Hatter también.
Magrelli dijo:
—Apoyo la moción, pero solo como medida cautelar.
Eran nueve los detectives presentes: faltaba solo un voto para asegurar la suspensión. Rojo dudó, pero acabó por levantar la mano.
—Y ahora les pido su voto para la separación cautelar de Arzaky, y también la de su asistente…
¿Hubieran votado Los Doce Detectives contra Arzaky? No lo creo. No se hubieran atrevido a tanto. Antes de que alguno tuviera oportunidad de equivocarse, se oyó la voz de Arzaky.
—¿Qué está haciendo, Lawson? El inglés se sobresaltó.
—¡Arzaky! ¿Dónde estaba?
—He estado en muchos sitios malos durante estos días y durante mi vida entera. Pero de todos, este es el peor. En todos los antros hay reglas de conducta; aquí parece que la indignidad es la única norma. ¿Quería su venganza contra Castelvetia? Ya la tiene. ¿Por qué terminar también con mi ayudante?
—Porque no tenía a nadie a quien asistir. Además, conocía el secreto de Castelvetia y no lo dijo.
—Es un asistente, no un delator.
—Pero nuestro juramento de honor…
—Su honor no es el mío, Lawson. Declaro que Salvatrio queda libre de culpa y cargo, y preparado para seguir ayudándome en este caso.
Lawson se había puesto pálido. Quiso impugnar las palabras de Arzaky, pero calló, tal vez obedeciendo una orden del hindú. No quiso abandonar, sin embargo, el centro de la escena, y le dijo al polaco:
—Ya nos hemos dado cuenta de lo que usted sabe hace mucho: que el asesino sigue un esquema basado en Los cuatro elementos. Solo nos falta decidir si el primero fue tierra o aire, y de acuerdo con eso…
Arzaky levantó las cejas, exagerando su sorpresa. Había adelgazado durante su ausencia, y ahora todos sus rasgos estaban más marcados. Una máscara de sí mismo.
—¿Los cuatro elementos? ¿Quién les dijo que de eso trata el asunto?
—Es lo que usted quería ocultarnos.
—¿Falta la tierra o el aire? Entonces vigilemos el planeta entero, porque aire y tierra hay en todos los rincones.
Lawson anunció:
—No sigamos con esta discusión. Tomemos un descanso. Anders Castelvetia: usted queda suspendido. Y le agradecemos al señor Salvatrio su colaboración en este asunto. Su lugar de asistente no queda afectado en absoluto.
Me retiré avergonzado hacia el fondo del salón. Ya nadie me miraba, porque todos los ojos estaban clavados en Arzaky. Magrelli se había acercado a estrecharle efusivamente la mano y Zagala esperaba su turno. Novarius miraba la hora en el reloj de pared, como si solo le preocuparan los días y horas y minutos que faltaban para huir de las complicaciones europeas.
Aproveché la distracción y abrí una vitrina para sacar el microscopio de Darbon. Era un instrumento pequeño, de origen suizo, con piezas de bronce y de acero. Cuando cerré la puerta de cristal del mueble noté que había alguien a mi lado: temí que fuera Neska. Estaba a punto de dar una explicación por mi maniobra, cuando vi que se trataba de Castelvetia.
—Tuve miedo. Hablé sin pensar —le dije.
Me miraba con tanta fijeza que temí que fuera a abofetearme. Me habló con desprecio.
—A los tontos no se les piden explicaciones. Al menos cuentan con ese privilegio.
—Pero quisiera explicarle a Greta…
Castelvetia sonrió, como si tuviera derecho a una módica venganza.
—No la volverá a ver. Mañana dejamos París.
Castelvetia me dio un empujón para apartarme de su camino. El primer expulsado en la historia de Los Doce Detectives abandonó a paso veloz el salón subterráneo del hotel Numancia.