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Dos horas más tarde habíamos conseguido permiso para entrar en el edificio de la morgue. Dejamos atrás a los periodistas y a los curiosos, que se amontonaban detrás de la reja, a la espera de alguna revelación extraordinaria. Arzaky conocía bien el edificio, yo me hubiera perdido en la sucesión de pasillos que giraban invariables a la izquierda y escaleras que bajaban. El polaco avanzaba a grandes pasos, con esa especie de alegría demencial que el crimen provoca en los detectives. Era como si con cada paso se apropiara del mundo. Pero cuando entró a la sala bajó la cabeza, como si hubiera entrado en una catedral: en su cara había ahora algo de humildad y desafío: la cara de un santo que encuentra en la falta el exceso, en la mesura la desmesura, en la renuncia el éxtasis.

Bajo las lámparas de luz verdosa que colgaban de los techos altísimos, se alineaban nueve camillas vacías y una ocupada. Había un fuerte olor a lejía y a algo que me pareció alcanfor. El cuerpo de Darbon, tendido en la camilla, ya sin ropas, tenía una blancura lunar, interrumpida por las laceraciones y magulladuras que le había provocado la caída. De los rasgos de su autoridad (la voz imponente, la seriedad que no se rebajaba a la sonrisa, a menos que fuera irónica, la mirada acostumbrada a disolver obstáculos) solo sobrevivía la barba blanca.

El médico forense era un hombre diminuto, de apellido Godal: saludó a Arzaky con una familiaridad que no fue retribuida. El Detective de París (ahora sin ningún rival que le disputase el título) le presentó de mala gana a sus colegas: estaban Hatter, Castelvetia y Magrelli. Yo era el único asistente en la sala.

—Es un honor para mí contar con miembros de Los Doce Detectives —dijo el doctor Codal, mirando a todos menos a mí.

—Imagino que este caso será para usted una novedad, tanto como para nosotros. Nunca nadie cayó de tan alto —dijo Hatter con aire de entendido.

—¿Qué está diciendo, Hatter? —dijo Arzaky, en tono fuertemente descortés—. ¿Cree que no hay cuerpos en las grietas de los Alpes?

—Los debe de haber… pero nadie los ha visto.

—Yo sí.

Godal comenzó a señalar las marcas de la caída.

—Observen las piernas destrozadas; esto prueba que estaba consciente cuando cayó. Los pies se clavaron en la tierra. En mitad de la caída golpeó con alguna saliente que le desgarró la piel a la altura del tórax, pero que no lo mató.

Castelvetia estaba pálido y miraba a su alrededor como si buscara una ventana.

—Acérquense más. Cuando yo era joven, debíamos practicar las autopsias al aire libre. Teníamos que apurarnos a aprovechar la luz del sol, antes de que llegara la noche y borrara todos los detalles. Ahora, afortunadamente contamos con buena luz.

—¿Llegan cuerpos todas las semanas? —quiso saber Hatter.

—¿Todas las semanas? Todos los días. Mil al año: suicidas, accidentados, asesinados. Últimamente los envenenamientos aumentaron: llevamos hechas unas ciento cuarenta autopsias en lo que va del año. Debemos ser muy cuidadosos con el veneno; antes se usaba solamente arsénico, cuyas señales conocemos de memoria, pero ahora hay venenos nuevos todos los días.

Arzaky levantó la mano del muerto. Señaló una de las uñas. Había algo negro debajo.

—Louis Darbon era muy pulcro. ¿Por qué tiene las uñas sucias?

—Lo lamento, tenía las manos negras de aceite, y las hemos lavado con gran trabajo. ¡Pero siempre algo queda!

—¿Algo queda? Se supone que todo debe quedar. ¡Cómo vamos a trabajar si usted borra las pruebas!

—No me pareció importante. Era aceite. Cayó desde la torre, e imagino que esa espantosa torre está llena de aceite de máquina.

Arzaky iba a decir algo, pero se contuvo; después, furioso, salió de la sala. Lo seguí. Golpeó varias veces su cabeza contra la pared del pasillo.

—¡Incompetente! Este maldito doctor Godal siempre estuvo de parte de Darbon. Es un forense con vocación de empresario de pompas fúnebres. ¿Qué le parece a usted que tenemos que hacer?

Me sorprendió que preguntara mi opinión. ¿Qué podía valer mi juicio sobre las prácticas forenses?

—Me parece que debemos ir a la torre, al lugar donde Darbon cayó. Y ver de dónde sale ese aceite.

—No, no. Se supone que usted es un asistente. Debe representar el sentido común. Decir por ejemplo: el aceite no tiene importancia. En la torre todo se mancha de aceite.

—Pero no creo que sea así.

Arzaky golpeó una vez más su cabeza contra la pared, pero sin fuerza.

—Mi buen Tanner siempre hacía comentarios atinados. Craig falló en su escuela de asistentes. ¿No tenía una cátedra destinada a enseñar el sentido común?

—Sé que no soy tan bueno como los otros asistentes, pero me esforzaré por estar a la altura.

—¿Los otros? No se preocupe por emular a sus colegas.

El negro es un ladrón; el andaluz, un mentiroso; Linker, un imbécil; del indio sioux no puedo decir nada, creo que no es de verdad, es una estatua de cera de madame Tussaud.

—¿Y el adlátere de Castelvetia? Todavía no lo vi.

—Acaba de mencionar un incómodo misterio. Nadie lo ha visto. Yo lo dejaría así, pero es inevitable que en nuestros encuentros alguien pregunte. Y entre nosotros, creo que el afeminado de Castelvetia no tiene ningún asistente. Y si lo tiene… no debe ser un asistente como los otros. Sabe a qué me refiero. Averiguar eso será un buen trabajo para usted.

Descargada su furia, Arzaky volvió a la sala. El doctor Godal había dado vuelta el cuerpo y señalaba la herida en la espalda. Castelvetia, sentado en una silla de metal, recibía ayuda de uno de los asistentes de Godal, que buscaba hacerlo reaccionar con sales.

—Juro, caballeros, que es la primera vez que me pasa —declaró apenas volvió en sí.

Arzaky me miró.

—Extraño a Craig —dijo.