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Faltaban cuatro días para la inauguración, y Viktor Arzaky ya podía mostrar las vitrinas de su salón llenas de objetos prestados por los detectives. La viuda de Louis Darbon había donado un microscopio, en cuyo portaobjeto brillaba, esmaltada por algún efecto químico, una gota de sangre. Hatter exponía algunos de sus juguetes, entre ellos un soldado mecánico a cuerda que contaba los metros a medida que caminaba. A Novarius no se le había ocurrido mejor idea que mostrar el revólver Remington con el que había matado al asaltante de trenes Wilbur Kanis, en la frontera con México. Arzaky al principio se había opuesto a mostrar un arma tan vulgar, que le parecía exactamente lo opuesto a lo que un detective significaba. A causa de la urgencia, se resignó:

—Algo vinculado a su pensamiento, le dije a Novarius, y él me respondió: Esa es mi forma de pensar.

Magrelli había llenado varias repisas con su gabinete portátil de antropología criminal, que lucía muy poco portátil; constaba de una infinidad de tablas comparativas, un archivo fotográfico, y diversos instrumentos de acero alemán preparados para medir la longitud de la nariz, el perímetro de la cabeza o la distancia entre los ojos. Algunos de los objetos necesitaban una ficha con explicaciones; tal «El caso del código espartano» de Madorakis, que constaba de un bastón corto, al que se enroscaba una tira de tela sobre la que se escribía un mensaje secreto: solo quien tuviera una vara semejante podía descifrarlo. Castelvetia había elegido un juego de cinco lupas holandesas, de distinta gradación.

Benito interrumpió mi recorrido.

—¿Leíste las noticias que llegaron de Buenos Aires?

—No.

—Caleb Lawson las está difundiendo por todas partes. En Buenos Aires están acusando a Craig de asesinato.

Me alarmé por motivos egoístas. Por más que ahora estuviera trabajando para Arzaky, yo era un enviado de Craig. Cualquier cosa que manchara a Craig alcanzaría por mancharme a mí. Mario Baldone llevaba un periódico. Se lo saqué de las manos.

—Tranquilo, Salvatrio. Hubo una acusación, pero Craig se ocupará de desmentirla.

La noticia aparecía redactada en términos vagos: la policía había dejado de buscar al asesino del mago en el ambiente del juego. Empezaron entonces a buscar al vengador en el círculo de la víctima. La familia de Alarcón no había tardado en señalar a Craig. El diario decía que no había prueba alguna para acusar al detective, pero que este, a causa de su convalecencia por una enfermedad no especificada, se había negado a defenderse.

—Estás pálido —me dijo Baldone—. Ahí viene Arzaky; el polaco se ocupará de frenar la embestida de Caleb Lawson contra Craig.

Seguí mirando las vitrinas, pero ya sin atención: ahí estaba el arcón de los disfraces del madrileño Rojo, que abundaba en afeites y pelucas y barbas postizas; las antiparras antiniebla de Caleb Lawson, con las que trabajaba en las noches de Londres; el guardarropa y los instrumentos marinos de Zagala, con los que abordaba barcos con la bandera a media asta, o naves abandonadas en el océano. Arzaky había aportado solo una serie de libretas negras, que se exponían abiertas, llenas con su letra diminuta. Una vitrina vacía aguardaba el bastón de Craig.

—Lo dejaré a último momento —me había dicho Arzaky—. Quiero usar por unos días el bastón de mi amigo. Como si él mismo me acompañara.

A mí me daba miedo ver al impulsivo Arzaky con el bastón de Craig, listo para ser disparado. Temía que en cualquier momento ocurriera un accidente.

El japonés había expuesto un cuadrado de madera lleno de arena, acompañado por unas piedras negras y blancas; lo llamaba Jardín de las preguntas, y le servía para estudiar las relaciones entre los hechos y las causas. A quienes le preguntaban el significado de su juego, respondía:

—Me siento en el suelo, contemplo el juego, y voy moviendo las piedras a medida que los pensamientos se mueven en mí; luego retiro las piedras y veo la forma trazada por los desplazamientos. Ese dibujo a veces me dice más que las pruebas y los testimonios y las pistas, y todas esas molestias a las que debemos enfrentarnos los detectives.

Ya estaban todos los detectives en el centro de la sala, sentados en los sillones; alrededor, nosotros, sus satélites, con excepción del adlátere de Castelvetia.

—Oiga, Baldone —le dije—. Ese que está allá, y que no se decide a entrar, ¿no es Arthur Neska?

Señalé a un hombre vestido de negro detrás de una columna. Baldone no se sorprendió:

—No ha dejado de rondar el hotel. Dicen que lo envía la viuda de Darbon para ver cómo sigue la investigación. Pero no creo que eso sea cierto; si no, buscaría conversación, trataría de tirarnos de la lengua. Y no dice nada. Se queda mirando fijamente a los detectives, sobre todo a Arzaky. Como si los adláteres no existiéramos para él.

La situación de Neska me llenaba de perplejidad, y a la vez, y a pesar de que no me simpatizaba en absoluto, de tristeza.

—Muerto su detective, ¿puede un adlátere seguir viniendo a las reuniones?

—Nadie lo ha relevado de su cargo. Es como un fantasma que dejó Darbon. Además, en estos tiempos de caos, ¿quién se atrevería a echar a alguien? Supongo que de los sucesos de París surgirán nuevos reglamentos.

Me atreví a decir:

—O tal vez tenga la esperanza de ser nombrado en lugar de Darbon.

Baldone negó con la cabeza.

—Neska nunca cayó bien a nadie. Tiene esa especie de carisma negativo, que lleva a que la gente sienta antipatía por él antes de que haya hablado. A su paso las mujeres dejan de reír y los pájaros de cantar.

Neska ahora se había acercado a las vitrinas y miraba, como una reliquia, el microscopio de Darbon. Ya Arzaky estaba pidiendo silencio, así que Baldone tuvo que hablarme al oído:

—Antes lo detestaba, pero ahora siento compasión por él: quiere mantenerse aferrado a su antiguo trabajo, quiere creer que existe todavía una misión. Cuando el encuentro termine, y cada uno regrese a su país, o a las ciudades a donde nos convoque el crimen, entonces se encontrará sin nada que hacer, excepto ordenar, entre lágrimas, el archivo de su maestro.