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Ya se había hecho de noche y Arzaky me pidió que entráramos a un café angosto, que se prolongaba hacia un fondo de humo. Pidió ajenjo y yo iba a pedir lo mismo, pero me lo impidió:

—La mente del asistente tiene que estar lúcida siempre. No hay que excitarla con este veneno.

Un mozo bajo, casi un enano, nos sirvió la bebida; un vaso de vino para mí, y para Arzaky la copa con el líquido verde, la cuchara perforada y el terrón de azúcar envuelto en papel azul. Arzaky puso el terrón sobre la cuchara y le agregó el agua, hasta disolverlo. A medida que perdía pureza, el pernod se volvía opalino; cuando quedaba quieto, antes de mezclarse del todo con el agua, parecía convertirse en un mármol veteado de verde.

Arzaky me contó:

—Sorel era un falsificador de poca monta. Su especialidad era la pintura académica, todos esos grandes cuadros con figuras mitológicas y un arbolito aquí, y una ruina allá, y en el medio una mujer desnuda. Pero esa moda pasó, y Sorel encontró que ya no podía ubicar más en el mercado esos falsos Bougerau y Cabanel. Estaba en la ruina, y Sorel se pasaba las horas endeudándose en la sala del fondo del café Rugendas. Una noche encontró, entre tantos perdidos, a Bonetti, un contrabandista siciliano. Hablaron de arte, repitieron los nombres de sus cuadros favoritos, intercambiaron información sobre cuáles obras famosas de los grandes museos de Francia y de Italia eran en realidad falsificaciones, y se hicieron amigos. Seis meses más tarde Bonetti sabía todo sobre Sorel, que era muy charlatán; así lo convenció de robar el cuadro que estaba en la casa de uno de los antiguos clientes de Sorel. Era un fabricante textil que se había beneficiado con la venta de uniformes sobrevaluados a destacamentos belgas enviados al Congo. Sorel entró con la excusa de venderle una falsificación, y Bonetti, vestido como un caballero, entró con él; Sorel lo presentó como un experto de la galería del Vaticano. Bonetti tomó nota de las medidas de seguridad, que eran casi inexistentes. Quince días más tarde ejecutaron el golpe, sin mayor audacia que la de entrar por una ventana abierta.

—Eso no basta para ir a la guillotina. ¿Mataron a alguien?

—No. Eran ladrones, no asesinos. Bonetti sabía lo que robaba; en aquel momento se habían publicado varios libros a la vez sobre La Escuela de Atenas, de Rafael, y ese interés por los cuadros de tema filosófico había beneficiado a pintores menores, que se pusieron a buscar en el fondo de su atelier todos los retratos de viejos barbudos con túnicas que hasta poco tiempo atrás nadie les había querido comprar. Bonetti pensaba vender el cuadro al presidente de la Sociedad Platónica de París, pero nunca llegó a hacerlo.

En el fondo del local, contra un espejo, dos hombres discutían a los gritos. Miré en esa dirección y me vi en el reflejo, sin reconocerme; a la distancia, y entre el humo del local, con la barba crecida y la vista cansada, parecía mayor. En un mismo instante tuve ganas de volver a Buenos Aires, y a la vez ganas de no volver jamás. Pero en caso de volver, ¿quién regresaría? ¿El hijo del zapatero enviado por Craig con un bastón y un secreto, o el hombre cansado que me miraba desde el espejo y el humo?

Arzaky esperó que terminaran los gritos para seguir:

—Sorel tenía un solo defecto: era muy celoso. Bonetti se tomó la libertad de acostarse con la concubina de Sorel, una muchacha pálida, con aspecto de tísica. Sorel atacó a Bonetti con el cuchillo que usaba para cortar las telas y lo dejó en la calle, para que pareciera un robo callejero o una pelea entre borrachos. Cuando la policía lo encontró, Bonetti todavía estaba vivo y consciente; pero se negó a dar un nombre. Cinco días más tarde Sorel vendió a uno de sus clientes una falsificación, sin saber que la policía estaba tras sus pasos. El dueño del cuadro, que estaba al tanto del asunto, me llamó para que examinara la pintura: encontré, en una esquina del cuadro, la marca de un pulgar ensangrentado. Fue tan fácil probar su culpabilidad que no me molestaré en contarle el camino recto y veloz que lo llevó de su estudio subterráneo al cadalso. En su atelier encontraron la pintura robada.

—¿Había herido también a la muchacha?

—No, ni siquiera le pegó. La quería demasiado. Hace poco la encontré: vendía violetas en la calle. Compré un ramito, le di una suma exagerada, y me alejé antes de que me reconociese, por temor a que rechazara el dinero. No me gustó mandar a Sorel a la guillotina, pero los detectives nos empeñamos en saber la verdad, y cuando la descubrimos ya no nos pertenece. Son los otros hombres, los policías, los abogados, los periodistas, los jueces, los que deciden qué hacer con esa verdad. Espero que esa muchacha no se haya enterado de que el cuerpo de Sorel ha sido profanado y quemado.

—¿Y el cuadro robado?

—El empresario lo recuperó, pero poco después entró en bancarrota y terminó por venderlo a la Sociedad Platónica, lo mismo que había pensado hacer Bonetti. Todavía está colgado allí. Se llama Los cuatro elementos y por la tela pasean unos señores que son, según me han explicado, Platón, Sócrates, Aristóteles y Pitágoras. ¿Cómo saberlo? En los cuadros, todos los filósofos son más o menos iguales: túnicas, barbas, ojos pensativos.