Capítulo treinta y uno

 

Henrik y Freydis y el resto de la banda vikinga ya casi había terminado. Corc les había dado la porción más grande de las nuevas reservas que pudo darles; sus vecinos habían sido generosos, como lo eran ellos con los demás en tiempos de hambruna y problemas. Una isla aún necesitaba sus amigos.

El Doctor intentó trazar un curso para ellos pero ninguno de ellos había visto un mapa impreso antes, y de todas formas, no sabían exactamente a dónde iban a ir.

—Mientras no sea Islandia —dijo Freydis, con un escalofrío, apretando la mano de Henrik. Su cicatriz no se había ido, pero la diversión que desprendían sus rostros quemaba más que cualquier fuego.

El Doctor observó pensativo.

—Normalmente —dijo— nunca interfiero en la historia o en la tecnología o en el desarrollo de otras razas —dijo. Miró a su alrededor—. Así que no le digáis esto a nadie, ¿vale?

Henrik sabía lo que normalmente hacía, y asintió con el Doctor, que sacó de su bolsillo un pequeño dispositivo redondo, no más grande que la punta de su pulgar.

—¿Qué es eso? —dijo Freydis.

—Em... —dijo el Doctor—. No te lo voy a decir. Por si acaso. Es... es un regalo de los dioses.

—¿Qué hace? —dijo Henrik, observando la pequeña flecha girar hacia allí y hacia allá cuando se giraba.

—Te dice a dónde vas —dijo el Doctor—. Debes ponerlo exacta, exactamente apuntando hacia aquí—. Se giró de modo que la flecha señalara el norte—. Y dirigíos al sur suroeste. Sur suroeste, ¿me oís? Exactamente. Cogeréis la corriente del Golfo. No tendréis ni siquiera que remar, surfearéis.

Henrik se interesó.

—¿A dónde?

—Según mis cálculos, a Martha's Vineyard —dijo el Doctor—. Ooh, es bonita. Os gustará. Además, el real estado va a ser muy, muy valioso algún día.

Se miraron los unos a los otros.

—Recordé todo lo de tu nave, por cierto —dijo Henrik.

—¡Oh sí! —dijo el Doctor—. Filtro de percepción. ¿No es una hermosura?

—Bueno —dijo Henrik—. Se hundió en el fondo del mar y dejó entrar un montón de agua. Espero que la nuestra sea un poco mejor.

El Doctor parecía malhumorado.

—Es una nave maravillosa.

—Lo que tú digas —dijo Henrik. Entonces sonrió—. Es broma. Es del mejor... color que he visto.

—¡Es brillante!

—Eso es lo que he dicho.

—¡Pero lo es! Es increíble. ¿Quieres montar otra vez, para que pueda demostrarte lo que puede hacer? No, ven conmigo, será genial, ¡iremos a la nebulea festtofiana y a alquilar ponis de agua!

Durante un segundo, Henrik pareció brevemente tentado. Entonces se volvió hacia Freydis.

—Amor mío —dijo Freydis—, la marea está llegando.

Henrik sonrió.

—Gracias, Doctor. Pero no puedo. Creo que ya tenemos suficientes aventuras por delante.

—Pero mi nave es, como, completamente brillante —dijo el Doctor suavemente.

—Si amas a tu nave, eso es todo lo que importa —dijo Henrik, seriamente. Entonces soltó una carcajada y él y el Doctor se abrazaron rápido.

El Doctor y Freydis simplemente se reconocieron el uno al otro.

—¿Los monstruos que nos engañaron? —dijo Freydis—. ¿Los engañaste?

El Doctor se encogió de hombros.

—Podría haber dado a entender que... bueno que podrían haber ido a alguna parte más, sí. Sin muérdago, sin embargo.

—El picaro.

El Doctor hizo una mueca.

—Mi lady —dijo—. Me alegro mucho de que fueras liberada. Eres muy valiente.

—Gracias, Loki —dijo Freydis—. Gracias por mi vida. Incluso con tus trucos.

El Doctor asintió.

—Espero que no vivas el final que el poeta escribió sobre ti —dijo.

—Bueno, en realidad es un problema de traducción —dijo el Doctor—. La gran serpiente comiéndose la cola es simplemente la rueda del tiempo, girando una y otra vez, para siempre. Y los venenos de la serpiente son las heridas del tiempo. Y sí es mi destino aguantarlas, y encontrarlas, y arreglarlas, si puedo. Pero no creo que sea un destino horrible. No me entristece.

Freydis lo miró desde más cerca.

—¿Entonces qué te entristece?

El Doctor se detuvo.

—Eso sería tan largo de contar como la saga más larga, y necesitaría el más duro de los inviernos —dijo, mirando hacia la bahía—. Y, como dices tú, la marea está llegando.

Freydis asintió e inclinó la cabeza.

—La reina —dijo el Doctor, haciendo una reverencia.

—Pero nunca seré una reina —dijo Freydis.

—Y aun así serás recordada como una para siempre —dijo el Doctor—. Hace cosas raras, la rueda del tiempo.

 

 

Sólo Luag volvió a mirar hacia la TARDIS, y no, al igual que los demás, hacia el barco vikingo surcando el oeste del horizonte. Sacudió furiosamente, sonriendo, su mano aún fuertemente agarrada a la de su padre. La nave que comenzaba a desmaterializarse no le perturbó ni lo más mínimo; Luag había visto ya mucho en su corta vida, y se volvió hacia su padre mientras los aldeanos comenzaban a irse, finalmente, de la orilla; para arreglar, para remendar, para arar, para excavar; para cazar, para atrapar, para sobrevivir. Era el Doctor, de hecho, obsevándolos a través de la pantalla, quien persistió un poco más, sólo para disfrutar de su alivio y gozo de volver a la normalidad; su retorno al círculo de las estaciones y a la tierra y a la vida; alzando la vista hacia el cielo, de vez en cuando; vigilando las luces. Miró y luego, por respeto, apagó la reparada luz azul de fuera y, finalmente, levantando su destornillador, lo desactivó también; observando su luz desvanecerse, y en la oscuridad;  volviendo este mundo de la forma en la que estaba destinado a ser – encendido sólo por el fuego.

Entonces, después de un rato, puso el acelerador, y con un repetido y silbante sonido, hizo a la TARDIS desaparecer entre la noche.