Capítulo  dieciséis

 

La TARDIS se desmaterializó, y luego se rematerializó casi inmediatamente, todavía, Henrik se percató, en el mismo lugar. Con un último y determinado golpe, levantó a Erik y lo golpeó, dándose con la cabeza en la escalera.

—Rápido —exclamó Freydis, tirándole el viejo cinturón de cuero de su vestido mojado. Antes de que el aturdido Erik se diera cuenta de qué estaba pasando, Henrik le había atado las dos manos detrás de la espalda a la balustrada de metal. Añadió su propio cinturón sólo para asegurarse.

—¿Lo dejo inconsciente con un golpe? —preguntó Freydis—. Creo que podría.

—No lo dudo —dijo Henrik.

Se sonrieron el uno al otro, pero sólo durante un segundo.

—Tenemos que salvarlo —dijo Henrik, corriendo hacia las puertas.

—Voy... voy a hacer que ande —dijo Freydis, corriendo hacia la consola, y mirando, completamente desconcertada, los botones y palancas. Presionó una tentativamente y la TARDIS se inclinó de un lado—. Vale, nos estamos moviendo —dijo, intentando poner una cara valiente. Pero se estaban hundiendo en la nada. La TARDIS rebotó por todo el lugar.

—No vamos a poder. No podemos abrir las puertas, Henrik. Tienes que enterarte de que no es posible.

—Pero ésta es su nave —dijo Henrik—. Mira lo extraña que es. Puede que incluso sea capaz de encontrarlo. ¡Ve a la derecha!

La TARDIS palpitó y tropezó. Freydis se levantó rápidamente. Miró hacia Henrik.

—Cuando me caí al agua, al mar, antes... Henrik, es un terrible y largo camino hacia abajo —dijo—. Terrible, terriblemente lejano. No sé... si alguien podría sobrevivir a ello.

—No digas eso —dijo Henrik. Miró hacia la pantalla, pero no se podía ver nada excepto grandes nubes de sedimento, mientras la TARDIS se tambaleaba de aquí para allá con confusión y Erik volvía en sí y comenzaba a soltar furiosas amenazas desde el otro lado de la sala de control.

 

 

El casco había resistido bien, pensó el Doctor. No tan mal para algo de más de cien años. Los cerrojos habían saltado un poco, pero no habían implosionado. Por supuesto, eso querría decir que la muerte sería un poco más lenta. Dedició tumbarse. No tenía todavía que respirar – como Martha Jones descubrió una vez de su capacidad pulmonar, pero un sistema de derivación respiratorio² sólo podía funcionar durante un rato. La hora estaba llegando. El único sonido que había eran sus pulsos latiendo, cada vez más lentos. Aparte de eso había silencio; un completo y absoluto silencio tan negro como el carbón.

No estaba dispuesto a darse por vencido, y las cosas podrían ir peor. No estaba sangrando. Nadie le estaba disparando. Podría despedirse en esta vida desde la comodidad de un fondo marino... puede que pudiera regenerarse en algo con branquias... Que conste que no irían con su pelo blanco... como esos silmarillions... él no tenía el pelo blanco. ¿Verdad? No se acordaba. No se acordaba los colores, aunque estaba seguro de que los había visto todos. Algunos con nombres, otros sin ellos.

Se estaba durmiendo..., durmiendo y siendo llamado a casa... A cinco brazas mi padre yace..., son perlas las que fueron sus ojos.

—Ding dong dán —murmuró con los ultimísimos vestigios de su aliento—. Ding... dong...

 

 

Vworp.

El brillo tartamudeante había casi desaparecido, pero era suficiente.

—¡Sigue! ¡Sigue! —Henrik casi había gritado.

—¡No sé cómo! —dijo Freydis, girando el manillar así, y luego asá.

La TARDIS tropezó del todo, luego se volvió a enderezar, luego se detuvo a pocos pasos de donde estaba el Doctor, inmovilizado por sus botas y su casco, inmóvil en la arena.

Miraron hacia las pantallas. La figura del Doctor estaba bocabajo delante suya.

—¿Cómo...? —Erik miró hacia ellos desde donde estaba atado, riéndose—. Bueno, vaya lío —dijo—. ¿Cuánto tiempo vais a quedaros aquí mirando a un hombre muerto?

—Cierra esa boca que tienes —dijo Freydis—. No creas que no puedo ordenarle a Henrik que te corte la cabeza.

Henrik bizqueó.

—Bueno, en realidad, no creo...

—Chitón. Estamos perdiendo tiempo.

—Voy a salir a nadar —dijo Henrik.

—No puedes —dijo Freydis inmediatamente—. Acabarás aplastado. No se puede hacer eso. He estado ahí abajo. Te hace sentir cada vez más pesado hasta que no te puedes mover en absoluto.

—Sólo los muertos caminan por el fondo —dijo Erik—. Que conste que no os importaría si estuvieráis juntos, ¿a que sí? —Hizo un ruido que era entre un tosido y una carcajada.

—Tengo que ponerme otro traje —dijo Henrik audazmente.

—Ahí arriba —dijo Freydis—. Tiene toda clase de las cosas más extrañas que he visto en mi vida. —Henrik siguió su dedo hasta el armario y subió las escaleras. El armario era precioso – nunca había visto tantas cosas bonitas: las finas telas; los colores vivos; las riquezas transparentes y descuidadas de pañuelos y lana. Pero en su cabeza era un sueño horroroso y confuso mientras buscaba desesperadamente algo que pudiera servir. Si el Doctor siguiera vivo... ¿sería posible?