Capítulo diez

 

Los isleños se habían retirado todos. No parecía haber muertos, para ser testigos de su líder colapsando en este terrible y lamentable dolor. El Doctor había apartado a Luag, los pálidos ojos grises del chico debajo su rojo pelo se entrecerraron con dolor y horror.

—¿Lo hice yo? —preguntó—. ¿Fui yo? ¿Lo hice yo? Lo siento. Dile que lo siento. Dile a mi padre que lo siento. Fue sin querer.

El Doctor lo abrazó con fuerza.

—No, Luag —dijo—. No lo hiciste tú. No lo hiciste tú. Algo más estaba intentando usar a tu hermano y falló. Y encontraré lo que quiera que fuera, y te prometo que lo averiguaremos. Te lo prometo. Pero vas a tener que ser muy, muy valiente.

Luag lo miró, las lágrimas haciendo líneas de blanco a lo largo de sus sebosas mejillas.

—¿Puedes volver a dejarlo como antes? —se atragantó—. ¿Puedes?

—No —dijo el Doctor suavemente—. No, no puedo. Pero haré lo que sea por evitar que le pase otra vez a alguien más. Te lo prometo. —Dejó que uno de los otros aldeanos se llevara al chico, y se acercó a Corc, que se levantó con furia.

—¡Tú! —dijo—. Ésto pasó cuando tú llegaste aquí. Te quedaste ahí y dejaste que ocurriera.

El Doctor no dijo nada. Si ello le ayudaba a Corc a liberar algo de su rabia, entonces le dejaría. Gran parte fue por la cosa. Pero Corc tenía razón. Sabía que no era fuego normal. ¿Qué clase de fuego aparece en la piel pero no duele? ¿Por qué no había afrontado el problema? ¿Insistido en que el adolescente se explicara? Había estado toda la noche intentando encajar el rompecabezas del fuego sobre el agua; ¿por qué no había ido a hablar con Eoric? La línea, la línea; la línea y la línea.

—Algo está intentando hacer contacto —dijo—. Algo está intentando hacer contacto y hacer un trabajo muy torpe de ello. Deberíamos habérnoslo imaginado con lo de las tortugas. Ojalá nos hubieran enviado un simple texto.

Pero él no estaba de coña. Por aquí había un chico con su vida por delante, reducido a un horrible esbozo en la orilla; y el orgulloso hombre que lo había querido, aullando de dolor.

—Lo averiguaré —dijo, y se alejó.

—Todo esto —gritó Corc mientras se iba—. Todo esto comenzó cuando viniste. ¡No sabes lo que es! No sabes lo que es perder a un hijo.

La espada del Doctor se puso rígida, y su larga zancada se rompió momentáneamente. Pero no se dio la vuelta.

—¡Vamos! —el Doctor le gritó a Henrik—. Te necesito.

—¿Para qué? —dijo Henrik,

La nave vikinga había desaparecido ahora; había salido de forma segura a mar abierto. El Doctor reflexionó por un momento que el terrible destino de Eoric la había salvado. Henrik sólo quería subir a la canoa.

—Tengo que irme —dijo Henrik—. Tengo que rescatarla.

—Cogeremos mi nave —dijo el Doctor.

 

 

Su determinación volvió cuando atravesaron corriendo los brezos de la isla, espantando los conejos que estaban jugando mientras avanzaban.

—Te diré, lo primero de todo, que no es la más navegable de las naves —anunció.

—¿Peor que la canoa? —preguntó Henrik, sorprendido.

—Diferente —dijo el Doctor—. Un poco diferente.

Henrik le dio una patada a una roca perdida.

—Da igual —dijo hoscamente—. Sólo nosotros, vamos a llegar tarde de todas formas.

—Yo no estaría tan seguro de ello —dijo el Doctor—. Ella puede moverse.

—¿Qué, más rápido que treinta hombres remando? —dijo Henrik, sarcásticamente—. Muy bien. Ya sabes que los noruegos tienen las naves más rápidas del mundo —añadió, con algo de arrogancia.

—Claro que sí —dijo el Doctor—. Aunque, te diré, que no creerías lo que los chinos tienen entre manos. —Henrik lo miró confuso—. Pero eso no importa. Em. Por ahora.

Escalaron hasta la cima de una pequeña colina. Más allá estaba la TARDIS. Henrik respiró hondo bruscamente.

—Lo sé —dijo el Doctor—. ¿No es hermosa?

Henrik descendió la cresta y se acercó a la TARDIS, atemorizado. Giró a su alrededor y se volvió, su boca abierta, mirando al Doctor.

—Es el... el color.

El Doctor entrecerró los ojos.

—¿El qué?

—¿Dónde... dónde has....? Nunca había visto nada igual que...

—Sí, bueno, ya, esa es una muy buena.

El Doctor se detuvo y recorrió la lengua por la boca.

—Qué raro —dijo—. Tu idioma no parece tener una palabra para el color de mi nave.

Henrik estaba mirando con la boca abierta de asombro.

—Olvido lo joven que es tu mundo —djo el Doctor, sacudiendo la cabeza—. Tengo, déjame ver... tengo una clase de palabra para un color azul, gris y negro, y una clase de palabra para cielo luminoso y acuoso, pero para un pigmento bueno, fuerte y puro...

—Es la cosa más hermosa que he visto en mi vida —dijo Henrik.

El Doctor sacó la llave.

—Vamos a bordo, compañero de viaje —dijo.

 

 

—Freydis estaba bien —dijo Henrik, seguro dentro. Extrañamente, el interior de la TARDIS lo había impresionado mucho menos que el exterior, lo que era algo nuevo, hasta el punto en el que le había preguntado al Doctor por qué no lo había hecho todo de ese color.

—¿Sí? —dijo el Doctor, jugueteando con algunos diales y, como siempre cuando tenía invitados a bordo, intentando minimizar modestamente a la TARDIS y hacer como que no era gran cosa en realidad y que no podía llevársela o dejarla, mientras esperaba por los cumplidos y los gritos ahogados de lo increíble que era.

Henrik, sin embargo, asumió automáticamente que el Doctor no había podido permitirse la mejor madera y se sintió muy apenado por él.

El Doctor tamborileó los dedos sobre la consola.

—Me doy cuenta de que aún no lo has asimilado —dijo finalmente—. Pero todo aquí dentro es más grande, ya sabes, no pequeño.

—Sí, sí, eres un dios, Freydis lo dijo —dijo Henrik, rechazando la TARDIS con un gesto de su mano—. Ahora, ¿dónde están los remos?

El Doctor miró hacia el panel de diales.

—¿Dejaría un dios que un joven ardiera hasta morir? —preguntó suavemente.

—Algunos —dijo Henrik—. Si sirviera para sus propósitos. Si tuvieran dos rostros y observaran de dos formas  e intentaran provocar travesuras. —Se detuvo—. ¿Me vas a hacer daño por decir eso?

—No —dijo el Doctor—. No te voy a hacer daño. No tengo intención de hacer daño a nadie, si puedo evitarlo. Tengo la intención opuesta a ello. Y también es una antigua y solitaria intención. No Tengo – y no puedo decirte lo mucho que odio la frase que estoy a punto de soltar – no tengo absolutamente idea de lo que ha matado al joven Eoric. Pero lo que quiera que sea, lo vamos a detener.

Henrik miró a su alrededor.

—¿Con ésto?

—Sí, «con ésto» —dijo el Doctor, rebobinando incrédulamente una palanca portilla que se había negado firmemente a moverse—. Esta nave es... quiero decir, es increíble, puede atravesar galaxias en un latido de corazón; puede tirarse de cabeza a cientos y miles de años; una vez llegamos hasta la esquina del universo; cada línea de la existencia, el filo del cuchillo del ser y la nada... sólo por diversión, sólo porque era su cumpleaños. —Finalmente consiguó que la palanca se accionara—. Pero debo decir, que a ella no le gusta nada, nada, nada el agua. —Henrik levantó las cejas.