Capítulo veintiocho
Exhausto, el Doctor volvió en sí para ver que estaba amaneciendo. Tardó un rato en darse cuenta de que seguía en la barquilla; que seguía vivo, que la tormenta había terminado, y que estaba suave y gradualmente volviendo a la orilla.
Una cosa lo sobrecogió, sin embargo. Algo estaba mal. Algo iba muy raro. ¿Qué era? Algo fuera de lugar que tenía en la punta de la lengua. Se cogió de la mano. Entonces lo vio. No tenía frío. Aún seguía caliente. Había energía residual; restos de lo que quedaba del Arill. Parpadeó varias veces.
Freydis no era consciente de lo que había sucedido. No se había percatado de que todo el mundo estaba a línea de playa, tirando tentativamente cosas al agua, y, cuando volvió a amanecer, metiendo los tobillos en el agua. Cuando no ocurrió nada, uno de los jóvenes más audaces encendió un fuego en la playa. Quedándose bien atrás, los aldeanos lo observaron con cautela. Pero no ocurrió nada.
Inmediatamente, hicieron otro, mucho más grande. Y otro. Y el mismo joven, cuyo nombre era Gren, y al que Corc le había puesto de inmediato el ojo encima, se subió a otra barquilla de pesca y remó un poco; entonces tiró un anzuelo y casi inmediatamente sacó un bacalao enorme y gordo. Luego otro, luego otro, luego todos los jóvenes de la aldea prestaron atención al viento y corrieron hasta sus pequeños botes y se metieron en ellos; y todas las mujeres comenzaron a hervir sopa y té, y alguién se adentró en la isla para apagar un fuego y avisar a sus vecinos de que Lowith estaba una vez más abierto al comercio.
Freydis apenas oyó el crujir de las llamas al otro lado del gran salón, cuando una de las mujeres vino y encendió un fuego allí. Ella estaba aún con Henrik, envuelta en mantas, todavía intentando, desesperadamente, de revivirlo frotando sus frías y pálidas extremidades.
La mujer parecía molesta y simpatizada por la escena.
—Ya está todo bien otra vez, madam —le dijo en la lengua de Freydis—. Él no volvió, pero lo ha hecho bien.
Freydis no mostró signos de haberla oído, y la mujer volvió a salir otra vez. Por supuesto que no estaba bien otra vez. ¿Cómo podría estar bien otra vez? El mundo podría arder que no le importaba.
De repente, sintió algo. Estaba segura de ello. Estaba segura de que sentía algo – un temblor. Un tiritar. Agachó la vista. Como agitado por el crujir del fuego, Henrik tuvo un espasmo. Entonces otro espasmo. Con una sensación de horror, Freydis, por primera vez, pensó que podría estar de hecho muerto; que su cadáver podría estar teniendo espasmos con el cambio de temperatura.
Entonces Henrik abrió los ojos. Freydis los miró profundamente. ¿Era él? ¿Estaba aún poseído por el mal del mar? ¿O se había ido completamente, sin dejar nada de su esencia; de lo que lo hacía él? De lo que había estado pensando él... incluso el Doctor pensó que estaba muerto, pensó Freydis. Nadie más había sobrevivido. Ni siquiera el propio Doctor, al parecer. Tragó saliva de golpe, imaginándose a ella sola. Entonces volvió a mirar en los ojos de Henrik. Eran tan brillantes como siempre.
—Cuando era pequeña —dijo—, había un rumor sobre un niño... de las tierras de cultivo, decían, me olvidé de dónde. Pero lo trajeron a la corte. Lo llamaron el milagro. Dijeron que había caído al agua helada; había estado en el agua helada, como alguien muerto, durante mucho, mucho tiempo. Entonces revivió. Y siguió viviendo como antes.
Muy, muy lentamente, Henrik parpadeó.
—No siguió viviendo como antes —dijo, con voz ronca. Sus cuerdas vocales aún sonaban chamuscadas, arruinadas. Tosió, de repente, convirtiéndose en una tos en sí. Para el completo asombro de Freydis, se levantó.
—No siguió viviendo como antes —dijo, tambaleándose mientras se levantaba—. Porque fue entonces cuando se dio cuenta de que había más cosas posibles de las que nunca había soñado.
Freydis miró hacia él, su Henrik, devuelto sólo para ella gracias al mar.
Henrik se llevó la mano a su cabeza extremadamente magullada.
—Y se dio cuenta de que podía sobrevivir más que la media en el agua extremadamente fría... Me duele la cabeza.
Freydis lo acercó al fuego, su boca aún abierta de asombro. Henrik intentó mantenerse de pie, tropezó, y luego volvió a restaurar el equilibrio. Se apoyó fuertemente sobre Freydis y llegaron cojeando hasta el fuego.
—Hay una piedra en mi interior —intentó explicar, y entonces se dio cuenta de que le estaba saliendo mal—. Pero me di cuenta... me di cuenta... de que necesitaba el amor de una buena y ligeramente aterradora mujer.
Freydis lo siguió mirando.
—¿Qué? —carraspeó, y entonces se llevó la mano a la cabeza. Se le había ido la mitad del pelo, y sintió una larga y dolorosa cicatriz atravesando su ojo. Como la sangre comenzó a circular otra vez por sus extremidades, supo, de repente, cómo dolía.
—Argh —gritó—. Por los ojos de Odin, ¿estoy feo?
Freydus sonrió, de repente. Sus apuestos rasgos rubios habían cambiando, eso seguro. Todo lo que había pensado que admiraba de él – su fina figura, su hermosa cara, tan diferente de Gissar – de repente, se volvió algo completamente irrelevante. Era él a quien amaba, después de todo.
—Estás perfecto —dijo, intentando ahogar una lágrima. Freydis nunca lloraba. Se llevó la mano a la boca y su rostro se volvió, una vez más, tan implacable como siempre—. Perfecto —dijo. Y se abrazaron delante del fuego.
Gren fue el primero en encontrar la barquilla flotando en la orilla. Al principio había pensado que estaba vacía; entonces, vio con terrible sorpresa al Doctor, brillando intensamente, tumbado dentro de ella.
—Está bien —el Doctor había alegado—. Estoy bien en serio. —Pudo ver a Gren vacilando si hundirlo o no. Jóvenes, pensó—. Lo prometo —dijo—. No soy peligroso. Mientras no me toques.
Gren no tenía intención de tocarlo, y le hizo señas a los demás. Después de tomar garantías del Doctor de que el Arill se había ido del todo y que no les haría daño, alinearon sus pequeños kayaks al lado de su barquilla, y le dieron una escolta hasta la orilla.
Viéndolos llegar todos juntos, y no sabiendo bastante qué esperar, los aldeanos encendieron hogueras a lo largo de toda la línea de la playa, como una fiesta de bienvenida. Corc, quien había visto al Doctor recortado en fuego contra el cielo, creyó que estaban trayendo de vuelta un cuerpo; con suerte, dioses sean loados, los pocos que quedaban. Había ordenado encender los braseros, y entonces toda la aldea se alineó a ambos lados de él, mientras los pequeños botes traían lentamente la barquilla a tierra.
Corc dio un paso adelante, y entonces retrocedió sorprendido, mientras el Doctor saltaba al suelo desde el bote.
—¡Hola!
Todo el mundo se apartó.
—Lo sé. Lo sé. Cortocircuitos residuales. Que brillo. Está bien, está bien.
Aun así, todo el mundo se quedó bien atrás.
Él parpadeó, con sus ojos llameantes intentando evitar prender el arbusto más cercano.
—Es muy desagradable lo de los ojos.
Él suspiró.
—¿Sabéis qué puede ayudar? Una taza de té.
—¿Así que se ha ido? —dijo Corc, mirando hacia el océano—. ¿O eres tú?
—Casi casi —dijo el Doctor—. Los he enviado a la atmósfera superior. Ahora son una línea de partículas cargadas, circulando sin cesar. Aurora boreal. No estarán tristes, la verdad. Pero ahora que están allá fuera, no tienen ningún otro lugar a dónde ir. Ya lo veréis. Lo podréis comprobar cuando queráis.
—Gracias —dijo Corc—. Gracias.
—Lo siento... —El Doctor se detuvo—. No siento lo de ofrecer piedad. Siento que no lo aceptaran.
Agachó la vista.
Corc se encogió de hombros.
—El hombre infligiendo dolor a su hermano la mayoría del tiempo. Como siempre.
Pensaron en ello.
—Y a todas esas pobres tortugas —dijo el Doctor.
Corc gruñó de una forma que indicaba que estaba mucho menos preocupado por las tortugas.
—Y vuestro planeta es tan joven. Aprenderéis a confiar en mí. Espero. —El Doctor frunció el ceño—. Pero nunca escucharéis. Lo que es por supuesto vuestro prerogativo como gente libre.
Corc dio un paso en adelante.
—Pero tú... ¿te tendrás que quedar así? ¿Sin poder volver a tocar otra vez?
El Doctor sonrió tristemente.
—A veces —dijo— no estoy seguro de cual sería la diferencia.
Entonces se animó.
—Pero no —dijo—. Nop. Hay una forma para deshacerme de él. Aunque implica saltar un poco. Y te necesito a ti, Corc. Y a Luag... ¿dónde está?
—¡Estoy aquí! —vino la pequeña voz chillona desde detrás de las dunas. Saltó hacia adelante.
—Mi infatigable Luag —dijo el Doctor, sonriendo—. Bien, ven aquí. Pero no te acerques mucho, ¿vale?
Luag corrió hasta él y el Doctor se agachó. Luag estaba llevando los dos caballos del tablero de ajedrez.
—No los pierdas —dijo el Doctor—. Ahora. ¿Puedes escuchar con mucho cuidado?
Luag asintió con importancia.
—Desayuné cuatro veces —dijo.
—Bien —dijo el Doctor—. El desayuno es muy importante para la retención de la memoria. —Se mordió el labio—. Tendrás —dijo— que ir a donde tu padre. Agarrarlo de la mano. Va a estar muy asustado, así que necesitará que lo ayudes.
—Sí —dijo Luag—. Muy bien. —Retrocedió y cogió a Corc de la mano. Corc miró a su hijo, y, sonriendo con algo de torpeza, dejó al chico coger su gran mano con la suya pequeña.
El Doctor le dirigió los comentarios al niño, pero miró a Corc y, ocasionalmente, a Braan, para asegurarse de que lo estaban siguiendo.
—Ahora —dijo—. Tengo que sacar el fuego este de mí, ¿no?
Luag asintió.
—Le hablé al Arill de ello. Bueno, digo les hablé. Más de un comando en realidad. Una orden. Es igual, la aceptaron creyendo que los iba a enviar a una infraestructura wireless trilabyte de defensa militar. Pero no importa eso ahora.
»Todo lo que necesitáis es esto: el Arill era legión. Pero también era cada pequeño punto de luz de las olas. Y todo lo que tenéis que recordar... es esto: no toquéis.
»También, no sé cuánto tardará. Así que si tenéis algo que decir, por favor decidlo rápido.