Capítulo  diecinueve

 

Bajo un masivo y espeso montón de brezos cercanos a la gran playa blanca de Uig, muy al oeste de la costa de Lewis, en las Hébridas exteriores, había una pequeña cueva de arena.

Si no sabías lo que había allí, nunca la habrías encontrado. Puede que si estuvieras paseando con tu perro, en una de esas gloriosas e impresionantes mañanas en las que olvidas que todas tus vacaciones han sido frías y húmedas, a pesar de que sabías que probablemente serían frías y húmedas, pero que aun así viniste – o te obligaron a venir -, y has intentado incluso dejar intentar de secar tu chaqueta todas las tardes, y, secretamente, te diviertes más jugando a las Palabras Cruzadas (la señal de televisión es una absoluta birría y no tienen ni siquiera una antena) y acurrándote delante de una estufa de leña que te hipnotice con sus luces cada tarde.

Entonces una mañana, justo cuando te has empezado a descojonar de la ridícula cantidad de lluvia que cae aquí y que puede que el siguiente año vayas de vacaciones a la Antártida, te despiertas y todo el mundo parece como recién sacado de la lavadora.

Es un gran lienzo en expansión que no usa la paleta convencional, pero que tiene tantos matices de gris y verde y blanco y azul que pueden encenderse y desaparecer solos; el cielo es más grande y ancho que no lo recuerdas haber visto antes, y el mundo huele a tojo caliente y a arena brillante y a sal por supuesto; siempre a sal. La sal está en la brisa, pero el sol, incluso ahora, brilla cálidamente en tu espalda como una bendición, o una recompensa, después de haber soportado una lluvia constante.

Así que llevas al estúpido perro, que es la razón de que no puedas ir a España, y sales temprano y solito, mucho más temprano de lo que te levantarías en casa con el despertador y la parada del bús y el tráfico; y sales a recorrer la interminable playa – sólo hay otro grupo de gente allí; un hombre con una bufanda muy larga que parece – seguro que no – tirarle palos a un pequeño perro de metal mientras una joven morena con minifalda y botas hasta las rodillas aplaude y se parte de risa, pero eso no puede ser posiblemente el caso, así que simplemente decides darle un espacio a estos locos en esta perfecta mañana, y sigues a tu perro de verdad, y respiras el aire, y sientes las estúpidas preocupaciones e inquietudes del resto del mundo alejarse; no tienes ni siquiera cobertura.

Entonces tu estúpido perro desaparece entre las dunas y, a pesar de saber que es poco probable que se lo coman unas liebres gigantes, lo sigues para asegurarte. Puedes oírlo ladrar – deben ser los conejos, fijo – pero no puedes ni verlo, así que te peleas con la arena y el espinoso tojo, intentando seguir el sonido. Nada; ¿dónde está?

Y entonces, inesperadamente, acabas tropezando con un pequeño mojón de piedras blancas fuera de un gran afloramiento de brezo. No ves nada; excepto que aún puedes oír a tu perro ladrar, justo delante de ti. Levantas la mano... y ves, abriéndose paso entre los tojos, que hay una pequeña cueva, bajo las dunas, que nadie encontraría a menos que supiera de ella o tuviera un perro realmente lerdo.

Excitado, te abres paso hacia adelante. Dentro de la cueva, hay arena y oscuridad; un lugar perfecto para esconderse.

Pero no hay nada allí. Ni basura, ni huellas, ni marcas en las paredes. A juzgar por las apariencias, no ha habido nada ni nadie allí en cientos de años. El perro se está persiguiendo la cola, olisqueando de aquí para allá un cuadrado, pero no hay nada allí y no hay rastro fr que algo hubiera estado allí jamás. Por un momento... por un momento, admites que estabas un poco emocionado. Pensabas que podría haber algo dentro... una aventura. Un tesoro enterrado. Pero eso es una chorrada. Es sólo una cueva; una cueva vacía. Le dices al perro que cierre el pico.

Y aun así, es un hermoso y perfecto día en Lewis, y hay sandwiches de bacon para desayunar y cricket de playa que jugar, y unas verdaderas vacaciones que comenzar, y es hora de volver a la finca antes de que todo el mundo se pregunte a dónde has ido.

 

 

El Doctor terminó de construir el pequeño mojón de piedras. Había una gran flecha señalando hacia adelante. Al lado, había deletrado, otra vez con piedras, ESA COSA ESTÁ AQUÍ. YA SABES, ESA COSA.  

—¿Para qué es eso? —dijo Henrik.

Incluso Henrik había quedado impresionado a regañadientes cuando la TARDIS se desmaterializó del fondo del mar hasta la pequeña cueva arenosa. No había querido dejarle a Freydis salir sola y había intentado salir antes que ella. Le había echado una mirada, y siguió hacia delante igual. Después acabaron bajo la cascada de brezos y ciruelas en el corazón de la isla.

—Es para que no me olvide de dónde la escondí —dijo el Doctor—. Es muy importante que el Arill no le eche el guante a mi nave. Es la cosa más potente de este sistema solar en este momento. Bueno, en cualquier momento. Pero justo ahora, unos fuegos artificiales chinos no van a distraer mucho contra un simulador de flujos de neutrones. Puede protegerse sola, por supuesto. —Le dio unas palmaditas—. Pero la bombardearían, la bombardearían con un fuego interminable. No ganarían, pero no sería muy agradable. No se lo voy a dejar. No lo haré.

Henrik hizo un rápido estudio, y ya le era más fácil asentir con la cabeza al cincuenta por ciento de las conversaciones del Doctor que no entendía.

El Doctor descansó la mano sobre la TARDIS. Esto era lo correcto, estaba seguro. No insistió en el hecho de que ahora se olvidaría de su propia existencia; puede que nunca la encuentre de nuevo. Si no arriesgabas todo entonces no arriesgabas nada. Ya había vivido lo suficiente. Se giró para mirar a los demás, sonriendo, y los hizo salir a todos, incluso a Erik.

—Él no viene —dijo Freydis.

—Pues no deberías haber roto mi nave, ¿verdad? —gruñó Erik.

—Tú —dijo el Doctor, maniobrándose. Se volvió de un lado a otro, y luego se lamió el dedo y lo dejó en el aire—. Tus hombres —dijo—. Están a remojo... allí. Ve a verlos.

Erik arrugó la frente.

—¿Y cómo puedes saber eso?

—Oh, ya sabes. Mareas estacionales, fases de la luna. —Le guiñó a Henrik—. Es útil para concursos.

Erik murmuró, pero se dirigió al sur en la dirección que el Doctor había indicado.

—Ojalá se lo coma un oso —dijo Freydis.

—No hay osos aquí —señaló el Doctor—. Mira. No hay árboles. No hay bosques. Los osos necesitan bosques para sus... ejem. Es igual. En fin. A trabajar.

Respiró hondo, y luego puso un filtro de percepción en el teléfono externo de la TARDIS. Henrik parpadeó.

—¿Dónde está tu nave? —preguntó, con la mirada vacía.

—¿Qué nave? —preguntó Freydis.

El Doctor remató el exterior, y luego los siguió hasta el camino.

—Oeste —dijo—. Tenemos que ir al oeste.

 

 

Los aldeanos estaban de pie en la playa, en silencio. Llevaban su ropa más nueva, e incluso los niños pequeños estaban bastante asustados por el día que llevaban.

Hayn, el Anciano de la ciudad, le había cerrado los ojos y vestido – aunque el cuerpo estaba en un estado tan terrible, que había resultado muy difícil. Qué difícil, nunca se lo diría a Corc. Puso monedas de hierro sobre sus ojos y lo envolvió en arpillera.

Corc estaba delante, espada en mano. No había derramado lágrimas, pero sus ojos estaban húmedos y angustiados, blancos con cansancio y falta de sueño. Luag se había quedado con Brogan; no hizo esfuerzo ninguno de esconder sus sentimientos, y había llorado casi continuamente. Las mujeres de la aldea habían murmurado que el chico necesitaba a su familia – la única familia que le quedaba – en momentos como estos, pero nadie se había atrevido a mencionárselo a Corc.

Y ahora era casi la hora. Al otro vikingo lo habían enterrado rápidamente en una tumba poco profunda en el corazón de la isla, sin marca. Pero Eoric tenía gente que lloraba por él.

Cuatro de los jóvenes amigos de Eoric, considerablemente más asustados ahora de lo que parecían antes, bajaron el féretro hasta la nave. Nadie quería comentar lo ligero que era el cadáver. A penas necesitaba a dos para llevarlo. Suave y reverentemente, los jóvenes pusieron el cuerpo dentro de la ya preparada canoa.

Aunque normalmente el entierro por canoa se les reservaba a los caciques, fue generalmente aceptado que, como heredero de Corc, y el joven más audaz y valiente del asentamiento, Eoric tuviera uno. Y como tal, nada menos que la despedida más grande perjudicaría a su líder y a su tierra.

Colocaron la tela teñida en la barca, y un broche del bronce más trabajado. Todo lo que tuvieran que pareciera glorioso y fuera de valor estaba allí para elevar a Eoric hasta la tierra de los dioses; para asegurarse de que lo colocaran allí como le correspondía a su estatus.

Corc había dejado claro que no había duda de que había muerto en batalla, protegiéndolos a todos. Sus propias dudas privadas sobre cuánto de Eoric había estado en esa cosa andante y horrible se lo guardaron para sí, mientras yacía, sin dormir, bajo el cielo estrellado.

Las riquezas no afectaban el lamentable estado de Eoric, pero nadie dijo nada. Uno por uno, todos los pobladores se acercaron, comenzando por las mujeres y los niños – algunos más deseosos que otros – y lo besaron suavemente. Entonces vinieron los hombres, levantaron sus espadas e inclinaron la cabeza, saludando a un guerrero. Finalmente, Corc se acercó.

Se quedó encima del bote y agachó la cabeza. Entonces apretó la frente de su hijo en ruinas.

—Mi niño —dijo, con un tono que se derrumbaba, inseguro de si podría continuar—. Hijo mío... tú eras mi orgullo y el de nuestra tierra y el de nuestras focas y la alegría y el fondo de mi corazón. Cuando el sol rompa el horizonte de nuestro Samhrains y la luna reine las profundidades de nuestras Beltanes, estarás en nuestras en mentes y en nuestros...

Su voz se desvaneció por completo y no pudo continuar. Levantó la vista, sus ojos horribles y enrojecidos.

—Llévaos... llévaoslo lejos —suspiró, mientras cuatro ayudantes se acercaban para cubrir el bote con luz, paja seca y lanzarlo.

Detrás de ellos, sin embargo, una pequeña figura estaba descendiendo.

—¡Eoric! ¡Eoric! ¡Nunca pude decir adiós! ¡Nunca me dejaste decir adiós! —Era el pequeño Luag, que no se había unido a la procesión. Corc lo atrapó con sus brazos.

—¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz! ¡Te odio! ¡Mataste a Eoric! Libérame.

Luag le dio patadas y lo empujó hasta que Corc le dejó ir, y luego fue corriendo hasta las aguas poco profundas y saltó al lado del barco.

—Llévame, Eoric —dijo—. ¡Voy contigo! Buen viaje a las puertas de los dioses. Y tomaremos aguamiel juntos y jugaremos y puedes enseñarme cómo encender flechas y será genial.

Estaba lleno de lágrimas constantes, su voz desesperada.

—Y puedes ser mi hermano y podemos jugar otra vez.

Finalmente, Brogan se apiadó y se metió en el agua a por él, recogiéndolo con su voluminoso pecho y lo consoló como si tuviera siete meses, y no siete años.

—Ea, ea —dijo, echándole una mirada a Corc, cuya cara estaba tan retorcida de dolor que era como si ni siquiera se hubiera dado cuenta de lo que acababa de ocurrir.

El Anciano seguía entonando sus rituales y murmurando mientras los chicos lanzaban la barca al agua, aunque no muy lejos; eran aún conscientes de sus peligros. Trajeron la antorcha prendida de la hoguera y se la pasaron silenciosamente a Corc, que la cogió, temblando su puño, y se acercó a las olas.

Durante un segundo, todo el mundo se detuvo. El único sonido que se podía oír era el del pequeño llanto de Luag.

El Doctor, Freydis y Henrik se habían acercado y quedado respetuosamente detrás de los dolientes, observando pacientemente. Por un instante, parecía como si Corc intentara, como Luag, saltar al ataúd funerario. Pero, después de mirar la ruinosa forma de su hijo durante un largo rato, apartó la cara, y le dio un empujón a la barca. Al mismo tiempo que lanzaba la antorcha en ella.

El alcohol prendió a la primera y envió una ráfaga de viento a ondear la vela, que comenzó a impulsar el barco hasta las zonas más profundas de mar.

Los aldeanos se habían quedado mirando, mientras el sol se ponía sobre el distante horizonte, y la canoa, ahora una estela de fuego, se hacía cada vez más y más pequeña; dirigiéndose hacia el noroeste, hacia, esperaban fervientemente, las extensas y felices tierras donde todo el mundo comía y cazaba y amaba y se casaba y se sentaba en una mesa alta; y donde su plato estaba siempre lleno de carne y fruta y pan y miel; y su vaso nunca se acababa, y los guerreros disfrutaban de una eterna victoria sobre la muerte.

Cuando el fuego se desvaneció, ardiendo cada vez menos, quedó claro que los ayudantes estaban observando el bote por una razón de más. Había una tensión en el aire, mientras la dejaban pasar sin molestar por casi toda la extensión de la bahía. Casi.

Cuando vino, fue rápida y despiadada. Una línea de fuego uniéndose a la ya nave encendida. Rápida, indistinta, sin piedad en absoluto.

—¡No! —exclamó el Doctor, incapaz de ayudarse—. ¡No! ¡Ya hemos hablado de ello! ¡No hay nada allí!

Se dirigió hacia la playa, furioso.

—No despojéis a nuestros muertos —gritó.

—Se ha unido a sus dioses —observó el Anciano.

—¡No son dioses! —gritó el Doctor, exasperado—. Son... ¡son unos imbéciles estúpidos!

Todo el mundo observó mientras el ataúd, de repente, en contraste con el cielo gris, mostraba una perfecta silueta de carbón de sí mismo, aguantando, sólo durante un instante, el recuerdo de su forma en el humo. Entonces, de pronto, colapsó como la pólvora, las cenizas soplando de aquí para allá; para volver a caer, suavamente, y flotar encima de las olas.

Corc se acercó al Doctor, con el dolor presente en su rostro.

—Dijiste que podías ayudarnos. ¿Puedes ayudarnos? No quiero perder a los hijos de nadie más.

El Doctor se mordió el labio.

—Por supuesto que puedo —dijo. Miró hacia el mar. Tuvo una idea. Sólo se podría saber si funcionaría si se llevaba a cabo.

Cuándo era, de momento, la pregunta más urgente.

Henrik se puso a su lado.

—Viene una tormenta —dijo suavemente, mirando hacia el mar.

—Oh sí —dijo el Doctor—. Oh sí.

No hubo banquete funerario. Corc lo había prohibido. Esto no había sido un ascenso glorioso. No podía celebrar nada de una vida que apenas había comenzado.

También, estaban pobres de comida. No tenían, después de todo, salada mucha carne de tortuga. No era tan bueno como el pescado. Y sus socios comerciales seguían aún advertidos por los dos braseros de la orilla oriental. Lo que significaba que podían estar a salvo, pero también que no tenían negocios con las islas del interior y el continente. Sin madera, sin lana, sin carne, sin cebada. Y sin pescado; ahora los animales habían parado de surgir hasta la orilla y no se atrevían a pescar. Y era Beltane; el mundo que tocaba. El largo verano había terminado, y el largo invierno, el cual era oscuro durante muchos meses, pronto llegaría, y no habían salado nada, ni guardado nada.

No había inviernos buenos. Pero éste parecía ser igual de duro que siempre. Cualquier cosa que pudieran guardar, deberían guardarlo. O tal vez, pensó Corc sombríamente, ya no importaba. Tal vez el fuego se los llevaría a todos antes que sus buches. Al menos morirían calientes.

 

 

El Doctor y Henrik ocuparon el gran salón.

—Necesito espacio para pensar —dijo el Doctor—. Las cosas con techo bajo no son buenas para mí. —Miró hacia Henrik—.Mira lo alto que eres —dijo felizmente—. La mejor dieta que los humanos han tenido, la vuestra. Estáis a punto de entrar en las conurbaciones más grandes y decaer durante siglos.

Henrik frunció el ceño.

—En fin, esta cosa...

—El Arill, sí.

—¿Dices que no puede sobrevivir al aire libre?

—No. Se recalienta. Supercombustiona. Estalla en llamas. Eso es lo que estamos viendo. No es deliberado. Bueno, en realidad no. Sólo está buscando un sitio por el que escapar. Desafortunadamente, tiende a usar a cualquiera que pase por allí.

—¿Así que no podemos sacarlo del agua? ¿Pescarlo?

El Doctor recordó para sí que Henrik no había visto de verdad la escala de la cosa esa, ni lo entendía.

—Podríamos —refunfuñó—. Si tuvieramos una de esas plataformas de redes a escala planetaria de OMNEEFEESH ilegales que prohibieron en Calissima. Convertió sus océanos llenos de vida en un paisaje arenoso y devastado en el punto cuatro de un parsec.

Pensó sobre ello un rato.

—¿Doctor?

—¿Sí?

—¿Puedo preguntarte...? Lo que dice Freydis.

—¿Qué dice Freydis? —dijo el Doctor—. Soy, por supuesto, un experto en temas del corazón.

—La forma en la que hablas... —comenzó a decir Henrik.

—Es perfecta, en realidad —dijo el Doctor—. Y el noruego antiguo es muy, muy difícil. Sólo después de la de Calprinthina Superior, y esa se habla casi toda haciendo sonar la mano debajo de la axila con una variedad de tonos sutilmente diferentes.

—La forma en la que hablas —continuó Henrik, decidido a acabar de terminar el final de una frase— de las cosas. Y cuando Freydis sigue diciendo que eres un dios... no dices exactamente que sí, pero no dices exactamente que no.

—Hola, Doctor —dijo Freydis, entrando en el salón con la cabeza inclinada—. Oh, pobre chico ese. Pobre familia esa... lo que es perderlo.

Los demás asintieron, moviendo la cabeza en silencio.

—No me puedo creer esta ropa —dijo Freydis al final, para cambiar de tema—. ¡Qué cómoda! Voy a hacer pan después.

Miró a Henrik.

—El Doctor y yo estábamos hablando —dijo Henrik.

—¡Sobre mujeres! —dijo el Doctor con garbo—. Sé un montón.

—¿En serio? Sus captores deben de haber tenido mejores cerraduras en sus jaulas —dijo Freydis.

—Vale, eso ha sido muy grosero —dijo el Doctor—. Es igual, ya habíamos terminado. Así que dadme algo de espacio, necesito una sala para subirme por las paredes.

Freydis y Henrik lo observaron durante un rato mientras caminaba de un lado de la habitación a otro, murmurando ocasionalmente palabras que no entendían, como «conectividad» y «carga eléctrica».

—¿Qué hace? —susurró Freydis.

—Dice que está pensando —dijo Henrik.

—¿Se lo has preguntado?

—Estaba a punto.

—Ya lo hago yo.

Freydis se levantó y se plantó delante del Doctor.

—Necesitamos saber —dijo.

Sus grandes ojos parpadearon, y su estridente confianza sufrió un poco ahora que estaban cara a cara, cuando se volvió para mirarla. Este Doctor tenía la costumbre muy peculiar de ser de repente capaz de prestarte total atención, como si no hubiera nadie más con quien hablar; como si todo y cualquier cosa que pudieras decir fuera lo más importante para él. De pronto se vio, atípicamente, un poco cohibida.

—Con todo lo que haces... todo lo que tienes... —Su voz se apagó temblando. Decirlo en voz alta ahora sonaba increíblemente grosero. Rápidamente miró hacia Henrik.

—Cree que podrías estar muerto —dijo Henrik, viniendo en su rescate.

—¿Qué clase de dios eres tú? —dijo Freydis al mismo tiempo.

—¿Muerto o dios? ¿Son esas mis dos únicas opciones?

—¿No crees que nos merecemos saber?

—Sí —dijo el Doctor—. Sí, claro que sí.

Paró de caminar, y se apoyó contra el espacio de la pared de adobe y barro que estaba abierto al cielo. El olor a sal llegaba desde fuera, y el Doctor respiró muy hondo. El aire de aquí, limpio de toda cosa aparte de unos cuantos fuegos... era tan fresco que le estaba intoxicando.

—¿Conocéis las estrellas del cielo?

—¿Esos puntos de luz?

—Sí.

—Bueno. Esos puntos de luz son otros sistemas solares... como vuestro sol. Esa gran bola naranja que veis aquí una o dos veces al año. Bueno. Hay otros planetas allí fuera. Y gente, y otras especies, y cosas, y entidades y eso... Oh, hay mucho allí fuera. Realmente. Mucho.

Freydis frunció el ceño.

—¿Y es muy, muy pequeño?

—¿Qué? Oh. No. No, sólo está muy lejos.

—¿Cuánto?

—Mucho. Mucho mucho mucho mucho mucho  mucho mucho mucho mucho mucho mucho mucho mucho  mucho mucho mucho mucho... oh, sí que es horriblemente difícil explicar esto a pregalileanos. Vivís en algo llamado Tierra. Que es un planeta. Hay muchos planetas con mucha gente diferente viviendo en ellos.

—¿Y no son todos como nosotros?

—Lo pillas rápido. No. No son todos como vosotros.

El Doctor esperó a ver si caían del burro. La boca de Freydis se abrió de asombro. Aquí viene, pensó el Doctor.

—Así que eres un dios.

—¡No! Bueno... es una manera de hablar.

—¿Por qué no decirlo de una manera u otra? —preguntó Henrik.

—Porque... —dijo el Doctor, retorciéndose el pie—. Pues... Porque... Supongo... Hubo una vez... Puede que hubiera estado armando jaleo por el siglo seis y ayudando a alguno de vuestros amigos islandeses y, bueno, yo era mucho más joven de entonces. Mucho más joven. Deberíais saber eso. Y puede que Edda el bardo estuviera mirando, y, bueno, estuve un par de noches fuera y puede que le hiciese una broma muy pesada.

—¿Qué clase de broma?

—Era tarde, había aguamiel...

—Doctor —dijo Henrik.

—Vale, puede que le disparase.

—¿Lo disparaste?

—Con muérdago. Bueno, para ser honesto, distraje al otro tío para que no lo disparara. Un ciego. En realidad fue un disparo increíble. Nadie se podía creer que lo había conseguido. Graciosísimo.

»Por supuesto —añadió—, es totalmente irresponsable, ya no lo hago. Fueron mis días más jóvenes. Y Edda nunca le vio la gracia.

—¿La gracia de que te disparen con muérdago?

—Tendrías que haber estado allí.

—¿Y pensó que eras un dios?

—Nunca se aprendió mi nombre.

—¿Así que te metió en sus canciones? ¿En sus rítmos sagrados?

—Eso parece —dijo el Doctor, ruborizándose ligeramente.

—Pero espera —dijo Freydis—. Los dioses son tan antiguos como el tiempo.

—Bueno, desfasamos un poco. —Se enderezó—. No soy un dios. Soy un Señor. Soy un Señor del Tiempo. Puedo viajar en el tiempo. Pero no soy un dios, ni vivo para siempre, ni tengo poderes mágicos, a parte de mi increíble cerebro, muchas gracias. No existe la magia. Soy un viajero. Viajo a través de mundos y a través del espacio... sólo que no por el mar.

—Por el mar sí que no —dijo Henrik.

—Gracias, Henrik —dijo el Doctor—. Sino por todo el universo y a través de todo el tiempo.

Freydis lo miró de arriba a abajo.

—Bueno, qué bien —dijo fríamente—. ¿Puedes destruir esa cosa de debajo del mar entonces, por favor? ¿Es también de otro mundo?

—Oh —dijo el Doctor, sacando su destornillador sónico y andando con él—. Bueno. Sí, lo es. Y no, no puedo.

—¿Por qué no? —dijo Freydis—. Eres un Señor. Los Señores son poderosos.

—Lo soy —dijo el Doctor—. Así que intento no destruir cosas. Ejem. Más de lo que es estricta y moralmente necesario.

—¿Así que puedes viajar por todo el universo y hacerte pasar por un dios y sabes todo esto y no puedes salvar este sitio? —dijo Freydis.

—Podría averiguarlo —dijo el Doctor—. Si me dejaras pensar tranquilo.

Freydis lo miró.

—No eres menos esclavo de lo que era yo —dijo.

El Doctor le devolvió la mirada.

—Todos tenemos nuestro código con el que vivir, princesa. Y durante el tiempo que estés aquí, eres libre de hacer lo que quieras. Pero si lo tuyo es venganza, tienes que saber que no podemos ser amigos.

Freydis lo tomó en cuenta. Hubo un largo silencio.

—¿Sabes —dijo finalmente— cómo muere Loki?

—Sólo una pequeña broma de Edda, seguro —dijo el Doctor, mirando por la ventana—. Sabes, creo que me voy a pensar a fuera.

 

 

—¿Cómo muere Loki? —dijo Henrik, que había tenido poca educación y visto que las cosas de los humanos eran lo suficiente confusas para él la mayoría del tiempo, sin contar también las de los dioses.

—No muere —dijo Freydis, observando al Doctor bajar corriendo el camino embarrado—. Está condenado a tragar veneno de la cola de la gran serpiente del mundo. Para siempre. O hasta Ragnarok, el fin de todo.

Henrik miró por la ventana.

—Pues parece razonablemente contento por ello.

—No todo el mundo grita o llora cuando está triste —observó Freydis.