Capítulo diecisiete
Henrik nunca había nacido para ser vikingo. Ese honor estaba reservado a los hijos de los grandes y los buenos; los soldados, los bien nacidos. Él era un chico de granja, que atendía las cabras en los campos a dos días de Trondheim. Su padre era un hombre de pocas palabras, su madre también de estirpe granjera; sus hermanos obviamente felices de perseguirse cada último minuto de luz en el largo y oscuro invierno; a crecer con la alondra; a realizar las mismas tareas de sol a sol; estación tras estación; de luna a luna.
Henrik, sin embargo, era distinto; soñaba con alejar la vida del arado. Le entantaban las noches del gran salón donde los ancianos narraban historias de batallas hace tiempo idas; grandes triunfos y excitantes viajes por la superficie de la Tierra. Ser vikingo era la cosa más audaz, viril y valiente que se podía hacer en la vida, y Henrik los admiraba intensamente.
Como su padre señalaba, siempre tendría que haber alguien cuidando el suelo y ordeñar las cabras y cuidar de la tierra a la que los retornantes héroes volvieran; cargados de tesoros, y hermosas mujeres e historias de grandes escapadas e inimaginables paisajes; mundos cubiertos de roca, o arena; tierras completamente planas, o salpicada de las montañas más altas; grandes monstruos muertos.
Pero ellos no necesitaban chicos de granja.
Todo cambió un día durante los últimos días de luz, justo antes de que la espesa oscuridad del invierno los atraparan durante meses. Él y su hermano Johannes habían ido a pescar en el hielo, esperando atrapar alguna que otra caballa fresca; algo para salar durante las largas semanas que venían, pero algo, esperaban, para asar de cena, fresco y caliente, con piel crujiente y ojos jugosos.
No podía recordar cómo había pasado. No estaban ni a medidados de invierno, y ya tenían tormentas; el agua se había agitado más rápido de lo usual, tal vez, posponiendo su completo y total congelamiento. O tal vez no había sido tan cuidadoso como debería, en su afán por pillar cena, la última oportunidad de pescado fresco. Pero se había criado en el hielo; era tan ágil como un castor con garras. Conocía su profundidad y su lustre, los reveladores matices de luminosos blancos y grises de los que te habían dicho que no era fuerte; que había peligro y agua en movimiento cerca; cuándo podía quebrarse con una piedra, o podrías deslizar tus rodillas cubiertas, aun sabiendo que tu madre te reñiría.
Ese día, sin embargo, cuando salió de su cálido hogar, un buen desayuno de comida y leche y miel en su buche, los cielos blancos seguían todavía haciendo alusión a un tiempo inestable. Y algo había ido mal.
Cuando oyó el crujido, su cuerpo ya estaba cayendo como un plomo, por la mitad; el crujido, una mera resonancia en su cabeza tras el desesperado dolor y shock del agua helada. Era como caer sobre la punta de una espada. Intentó gritar, y el agua instantáneamente invadió su garganta, obstruido por agua sucia. Después de eso, perdió la habilidad de hacer nada conscientemente. Era vagamente consciente, de alguna forma, de que había una caña de pescar sobre él, tirada, se dio cuenta, por su hermano Johannes. Estaba, supo, dispuesto a agarrarla. Pero la idea de poder levantar un brazo que ya parecía no pertenecerle, que ya no estaba bajo su control... Ya no se podría ni levantar del lecho del río.
Johannes estaba tirado en el hielo gritándole, diciéndole algo, intentándolo alcanzar con su mano, pero ello no significaba nada para él. Se revolvió, un poco, pero entonces, de repente desde las profundidades, sintió que el río lo alcanzaba y lo agarraba, como una gran mano, incapaz de resistir, que lo jalaba bajo el hielo.
Era una experiencia extraña, averiguó, estar bajo el hielo. Aun golpeándolo una o dos veces, sintió la terrible, terrible tensión en su boca y en su garganta, el pánico subiéndose por el gaznate – incluso, mientras el río lo arrastraba, averiguó que se estaba observando a sí mismo; con un terrible dolor y grío y terror; así es, se descubrió pensando. E intentó, como un vikingo, enfrentarse a la muerte sin miedo; incluso cuando tratara de sollozar; de parpadear; de retroceder. Intentó tomar aire una vez más; para morir como un valiente, no como un niño estúpido que se había caído en el río. El dolor y la tensión sobre su pecho era una agonía brutal y terrorífica, para lo que parecía ser un tiempo interminable.
Luego, nada.
El sonido del llanto lo despertó. Dentro, se sentía como si hubiera tragado una piedra; una enorme y fría piedra que no se podía disolver. Más tarde, Johannes le contó que cuando lo sacaron, sus pestañas estaban separadas y tiesas, cada una como un pequeño carámbano.
—Y estaba todo gris y tu piel estaba negra —le dijo Johannes con asombro, revelándole su papel como testigo de la terrible catástrofe—. Madre gritó como una valquiria.
Johannes les había avisado a los primeros hombres con los que se había cruzado, en los campos del fiordo, quienes habían ido en su ayuda, sabiendo que ya no quedaba esperanza. Un cuerpo en ese río en invierno no duraría más de cinco minutos vivo. Sin embargo, bajaron hasta la orilla, uno pegando un gran grito y señalando cuando vieron la inmóvil figura.
La forma inexpresiva de Henrik se había escurrido bajo el hielo, llegando a engancharse con las raíces de un gran y viejo roble, del lado del río en el que el hielo todavía no se había formado. Lo sacaron, arrastrando un gran tronco que habían apartado; soltando palabras de aliento y esperanza, aun sintiendo nada más que miedo, y llevando al niño congelado como una piedra de vuelta a casa con su madre, envuelto en una áspera chaqueta.
Su madre no tenía nada de eso. Puso a su niño junto al fuego, en un baño de cedro bien caliente. Las mujeres de la aldea vinieron tan rápido como pudieron, y le frotaron y le frotaron las manos y los pies y la cabeza, y rellenaron el agua, e hirvieron el caldero y bajaron las persianas y llenaron la habitación con vapor y se negaron rotundamente a tomar el frío por una muerte.
Johannes siempre contó orgullosamente cómo estuvo al fondo de la habitación, inadvertido, entrando en calor dentro de su chaqueta de piel de foca y su sombrero cosido mientras, poco a poco, el milagro comenzaba a suceder, y peligrosa y lentamente, el niño congelado movía y apretaba sus dedos horriblemente; luego sus tobillos; la estatua devuelta a la vida como una marioneta impía y retorcida.
Gritando por el dolor de sus terminaciones nerviosas que volvían a la vida, Henrik abrió sus ojos lentamente y ahogó un grito con cada inspiración, acompañado por el desesperado y seco llanto de su madre.
Henrik supo después de eso que había muchas, muchas cosas en el mundo que nadie entendía.
E incluso antes de que sus dedos, rígidos y doloridos, se movieran como es debido de nuevo, se convirtió en el milagro; el chico que revivió. Se contaron historias, y la palabra se extendió rápidamente más allá de la aldea, mientras gente venía para verlo. Después de dos semanas confinado en su cama por su madre, tiempo durante el cual acabó hasta las narices de ser espiado y mirado y preguntado, estaba desesperado por moverse otra vez. La gran piedra de hielo de su corazón que había sentido al despertar casi se había derretido, casi. Allí quedaba un pequeño trozo de roca que nunca se iría completamente. Y entonces fue convocado a Trondheim.
Los médicos de Trondheim llevaban trajes elaborados de tela dorada con altos cuellos escarlatas y sombreros emplumados. Vacilaron y se asomaron por él. Los sacerdotes de la nueva religión también vinieron a verlo, pero su madre no quería nada con ellos. Finalmente, los médicos lo llevaron a los grandes campos de justas del fondo de los huertos y le pidieron que corriera y saltara e hiciera gimnasia; y estaba tan encantado de haber salido finalmente de casa, que hizo todas esas cosas con todas sus fuerzas.
—Puedes hacer cualquier cosa —declaró el médico jefe—. ¿Qué te gustaría hacer, joven?
Y Henrik vio su oportunidad, y la cogió. No más granja. No más arar. No más cabras.
—Quiero ser un vikingo —dijo, tan audaz como ningún otro niño de nueve años que había atravesado la corte.
Al oír el sobresaltado alboroto, la pequeña princesa, dándose su paseo matutino con su enfermera, se dirigió de repente en direción a todo este ruido.
—¿Qué pasa? —ordenó imperiosamente.
—Es sólo un dejado de granja —dijo su enfermera, mandándola hacia adelante—. Nada que te tenga que preocupar.
—¿Es el Niño del Milagro?
—No existe tal cosa —se rió la enfermera—. Venga, vamos. Si llegas tarde a tu clase de baile, el maesto te hará cuadrilla de aquí al martes.
La princesa Freydis había fruncido el ceño y pateado el suelo, como era su costumbre, y la enfermera la ignoró, como era la suya.
De vuelta a la TARDIS, Henrik tropezó con una enorme crinolina – la cual no reconoció y estuvo a punto de abandonar cuando divisó un enorme traje espacial naranja – un traje espacial, aunque nunca lo habría adivinado. A los ojos de Henrik, tenía la misma enorme cabeza que la del traje de buceo, y una fuerte cubierta corporal, y eso era suficiente para él. Volvió corriendo a la sala de la consola, subiéndose las extrañas cremalleras y corchetes, y Freydis se apresuró a ayudarlo.
—La arena se ha caído de este reloj —comentaba Erik de vez en cuando, pero intentaron ignororarlo, sus dedos sudorosos y torpes por la prisa. El enorme casco fue lo último. Los dos se pusieron nerviosos al colocarlo.
—Aguantaré la respiración —dijo Henrik—. No sé cómo funciona y tal.
Pero de hecho, tan pronto como enchufaron el casco, se conectó automáticamente al suministro de aire de la parte de atrás del traje.
—¡Respiro! —dijo Henrik excitadamente—. ¡Puedo respirar! Aunque no veo nada.
El visor estaba totalmente negro. Andando con los botones, Freydis presionó uno que aclaró el visor. Luego otro que lo abrió.
—¡Oh! —dijo sorprendida. Lo cerró otra vez. Cuando lo hizo, un rayo de luz salió del casco de Henrik. Se sobresaltaron un poco—. Maravillas interminables —Freydis ahogó un grito, mientras Henrik movía su cabeza de un lado a otro, fascinado por el chorro de luz.
—Rápido, abre la puerta —ordenó Henrik. La TARDIS accionó amablemente la palanca—. Lo más rápido que puedas. Venga. Ahora. ¡Ahora!
Freydis parpadeó rápidamente. Entonces, volvió a presionar su visor dos veces, poniéndose de puntillas y besando rápidamente a Henrik en la boca.
—Que los dioses estén contigo —susurró, entonces cuando Henrik se dirigió pesadamente hacia la puerta, tiró de la misma palanca que el Doctor había hecho antes.
Inmediatamente, una gran pared de agua colapsó dentro de la TARDIS. Henrik agachó la cabeza y se abrió paso a través, dentro de su traje de astronauta. El agua corría como una gran cascada.
Freydis cerró la puerta; para su asombro se cerró sin dificultad. El agua paró de entrar. Observó cómo se desvanecía por las grietas de las puertas y por los pasillos. ¿Qué grande era este extraño lugar? ¿A dónde iba? Entonces corrió hacia las pantallas. Henrik estaba caminando hacia la figura bocabajo del Doctor, lenta y cuidadosamente. Se inclinó para cogerlo. Freydis e incluso Erik observaron, manteniendo la respiración.
De repente hubo una oleada masiva de actividad. El limo se levantó, dificultando la visión, pero algo se estaba moviendo. Freydis parpadeó, intentando averiguar el qué. La figura del Doctor parecía estar sacudiéndose y moviéndose. De hecho... se estaba defendiendo de él.
—¡Es Henrik! —gritó Freydis inútilmente a la pantalla—. Te está salvando, idiota.
Erik soltó una risa hueca.
—No hace nada bien, tu joven amor.
Freydis se volvió hacia él.
—Es más bueno y valiente de lo que tú nunca podrás ser —susurró. Hubo una pausa—. Y no es mi amor —añadió, pero no antes de que Erik volviera a soltar una risa maliciosa.
—Estoy seguro de que tu padre el rey estará encantado con estas noticias —digo.
Freydis apretó los dientes, mirando la lucha en la pantalla, bombeando su corazón.
—Te voy a dejar en el fondo del mar —espetó.
—Vale, tendré compañía —dijo Erik.
—Y por eso nunca duermo. Nadie nunca me deja dormir.
El Doctor se había sentido – por primera vez en un largo, largo tiempo – relajado. Esa era la palabra. Relajado. No estaba tenso, corriendo, gritando, salvando. Estaba cómodo. Un poco frío, pero no parecía importar. Lo que fuera que pasara después, éste fue el sentimiento más cómodo y relajante que él había conocido. Nada podría asustarlo o perseguirlo; nadie incluso sabía dónde estaba. Había intentado abrir los ojos, por probar, sólo para ver que aún podía; al principio fue difícil decir si tenía los ojos abiertos o no; la oscuridad era completa; sin estrellas o definición; casi como un puro vacío en el espacio más profundo. Entonces, de repente, sin avisar, se le cruzó un gran rayo de luz. Sus ojos parpadearon y sus reflejos se tensaron – todos toditos – para inspirar. Pero de alguna manera se las arregló para anularlos, mientras se percataba de que detrás de la luz había la figura de un astronauta.
No. Pensó. Aquí no. Astronautas saliendo del mar era algo que apenas se atrevía a recordar. Y él no debía, porque la necesidad de pensar le trajo de repente a la conciencia de que sus pulmones se estaban quemando y su pecho estaba lleno de una terrible presión.
Se lanzó hacia la figura e intentó tirarla al suelo. Pero Henrik, reforzado por su suministro de aire y no ajeno a los hombres asustados por el agua, estaba demasiado emocionado por los signos de vida del Doctor para dar tanto crédito. Puso atrás el pensamiento – no el pensamiento, el definitivo y absoluto conocimiento – de que no había absolutamente ninguna forma de que ningún hombre pudiera sobrevivir tanto tiempo sin aire. Pensaría en ello después. Ahora tenía que hacer una cosa y sólo una cosa. Cogió al debilitado Doctor, ignorando sus brazos y piernas que se movían, y lo devolvió a la TARDIS, como un niño con una pataleta.
La ya inútil manguera del traje del Doctor se elevaba tras ellos mientras Henrik volvía de nuevo hacia la TARDIS, levantando suavemente la mano para indicar que estaban a salvo y de vuelta a casa.
Casi instantáneamente, el Doctor dejó caer los brazos, y Henrik comenzó a moverse tan rápido como podía bajo la presión y su pesado traje.
—Lo tiene —dijo Freydis, suspirando de alivio.
—Tiene un cadáver —gruñó Erik.
Henrik estaba volviendo a tumbos a la TARDIS.
—¿Qué quieres decir? —dijo Freydis.
—Bueno —dijo Erik—. ¿Quién podría estar vivo después de eso? —Se detuvo—. ¿Y qué es ahora?
El golpe a la puerta de la TARDIS, incluso aunque se lo esperaba, la asustó mucho más de lo que le debería haber hecho.
—¿Vas a dejarlo entrar? —dijo Erik—. Al hombre con el monstruo al hombro.
—No es un monstruo —dijo Freydis.
—No es un hombre —dijo Erik.
—Es un dios —dijo Freydis, con voz dudosa.
—Y estás segura de que está de tu parte, ¿verdad?
Freydis se detuvo. Henrik llamó otra vez. Freydis le cerró los ojos a Erik, que la estaba mirando de reojo.
—En su bonita cabeza, su majestad —dijo.
—¡Oh! Que Thor te lleve consigo —exclamó, y accionó el mecanismo para abrir la puerta.
Esta vez, la pared de agua dio paso a dos figuras entrando en la TARDIS con una gran ola, que atrapó a Freydis también, la cual estaba en su camino. Se dispuso a presionar el mecanismo para cerrarla antes de correr hacia las dos figuras, quedándose atrapados en el agua helada que pululaba a su alrededor, entrando en la sala y desplomándose en el suelo.