Capítulo veinticinco

 

Freydis ahogó un grito. Pero no lo asimiló, no al principio. Se quitó la capucha que Brogan le había regalado, y la envolvió alrededor de sus manos.

—No —dijo el Doctor, con un tono de advertencia en su voz. Se percató de que era inútil. Freydis no escuchaba, ahora.

Cuando Henrik parpadeó y sintió el poder recorrerlo, su cabeza comenzó a girarse, lenta e inexorablemente, hacia sus compañeros de sufrimiento.

—La... línea —dijo con un tono áspero.

—Por los puños de Odin —chilló Freydis—. No puede ser.

Y, envuelta en la capa, cargó contra él, empujándolo y tirándolo hacia la orilla del agua.

El Doctor, rápidamente cubriéndose con su chaqueta, fue a ayudar, sabiendo, mientras, que en el fondo era futil. Pero Freydis no se detendría. Henrik se alejó de ella e intentó volver en sí, pero a través de una pura fuerza de voluntad, lo tiró, rodó abajo, hacia la arena. El Doctor ayudó.

Apesar del grueso tweed de su chaqueta, pudo sentir el calor desprenderse. Detrás de él, un horrible grito anunció que el pobre cuerpo de Olaf, hecho de carne y sangre, se había rendido finalmente a la lucha. Sabía que no había nada más que hacer; el poder del Arill recorría las conexiones eléctricas del cerebro. Una vez que se consumían, ya habría poco que se pudiera salvar.

Pero eso no significaba nada para Freydis. Su pelo se había desecho y parecía una salvaje; roja y furiosa y tan llena de fuego como el Arill mismo, mientras presionaba y empujaba y forzaba físicamente a Henrik para que llegara hasta el océano y se metiera en el mar.

—¡Nooo! —gritó—. No volveremos.

—Vaya que sí —dijo Freydis, sombríamente. Y bajo el revoltijo de las nubes negras de encima, dio patadas a sus rodillas hasta que se cayó. Le hizo una seña para que el Doctor se detuviera, porque nadie más podía hacerlo excepto ella. Aún cubriendo sus manos, cogió la cabeza de Henrik, y sumergió todo su cuerpo bajo las olas.

 

 

El tiempo se detuvo.

Freydis estaba sujetando la parte posterior de la cabeza de Henrik, como alguien que acaricia a un amante; casi tiernamente. Al Doctor le pareció difícil de ver. No sabía qué decir. Ella rechazó su ayuda – tenía que hacer esto sola. Freydis estaba contando en voz muy muy baja; los mismos cinco números, una y otra vez. Mientras el Doctor veía su mano, sin embargo, se dio cuenta que, incluso cuando aguantaba a Henrik – y él no luchó ni cuando lo sujetó por debajo – continuaba acariciando su pelo; acariciando su cabeza.

Sintió cómo la calidez que radiaba del cuerpo de Henrik aún lo seguía atravesando – ¿se lo estaba imaginando o estaba yendo a menos? – y al mismo tiempo, una gran gota de agua cayó sobre su frente. Levantó la vista hacia el cielo, negro y con nubes.

—Bien —murmuró para sí—. Oh, bien.

Freydis miró hacia él ferozmente.

—Nada está bien —siseó—. ¿Es suficiente? ¿Es suficiente ya?

El Doctor sintió a Henrik. Al final, el terrible calor se había ido. El agua lo había apagado – pero ambos sabían a qué precio. ¿Era esto una muerte más amable? ¿Al menos una muerte en sus términos? Buscó un pulso en el cuello de Henrik. No había ninguno. El cuerpo estaba frío. Se había ido.

—Sí —dijo en voz baja—. Sí. Es suficiente ya.

Freydis levantó la forma inmóvil, y la acurrucó en el agua, sin prestar atención a la inmersión que estaba recibiendo de las olas y la lluvia.

El agua brotó de la boca y los pulmones de Henrik cuando lo volteó. Su rostro estaba ahora pálido como el vientre de un pez, excepto por una gran marca que iba desde su ojo derecho hasta la frente, la cual estaba negra y mortecina. La marca del Arill.

—Amor mío —dijo Freydis, acercándolo con los brazos; poniendo su roja mejilla al lado de la suya de piedra.

El Doctor intentó ayudar, pero Freydis no quería y lo apartó de un empujón. Con un corazón fuerte, los dejó en el agua y volvió corriendo al asentamiento. Era como se lo había esperado: el aguacero ya estaba apagando el fuego, que estaba rozando la parte exterior de las chozas. Y allí, tirados en el suelo, en fila, negros y retorcidos, trágicos de ver, estaban la línea de víctimas, chamuscadas y consumidas; nada quedaba ahora excepto sus cenizas y sus despojos desvaneciéndose con la lluvia.

Solo entre ellos, Erik había mantenido su barba roja hasta el final, y su espada en su mano, sus dientes al descubierto con una sonrisa. En este caso no era, se dio cuenta el Doctor, el rictus de la muerte; Erik estaba sonriendo de verdad. El Doctor sacudió la cabeza. Un vikingo, era siempre un vikingo.

El Doctor, entre la ruina de la muerte, arqueó su espalda y miró hacia el cielo que se derramaba sobre él; mojando cada fibra de su ser sin darse cuenta.

—¡Os lo advertí! —exclamó—. Os ofrecí mi ayuda – ¡recordadlo!  —Pero le estaba gritando a un vacío e implacable cielo.

 

 

Encontró a Corc detrás de una roca, con la cabeza enterrada en el cuello de su hijo.

—Bien hecho, papi —estaba diciendo Luag—. ¡No te cogieron! ¡Tú y Henrik los detuvísteis! Eres el más valiente de todos.

Corc no se atrevió a hablar, pero se entregó a la sensación de las manos de su hijo alrededor de su cuello; su suave pelo en la cara; su enorme, enorme gratitud por vivir, por la lluvia, por todo.

Luag se sobresaltó.

—¡Doctor! —dijo, metiéndose un dedo en la oreja y rascándola fuerte—. ¡Se me han taponado los oídos! ¡Se me han taponado los oídos!

El Doctor simplemente asintió rápidamente. Su rostro era grave, acorde con su propósito. Sobre el horizonte, las nubes era más negras y oscuras que nunca.

—Tuvieron su oportunidad —dijo, su boca una línea recta—. No empezaron como una raza mala. Pero parecían tener un gusto por ello. Como niños jugando con cerillas.

Le tendió la mano a Corc.

—Necesito tu espada. Necesito todas las espadas. Ya es hora.