Capítulo veintisiete
El Doctor se había quitado rápido la chaqueta. Pero se dejó los zapatos puestos y, respirando muy hondo, se sumergió en la frígida espuma, agachando su cabeza inmediatamente. Se orientó más por el tacto que por la vista; era casi imposible ver nada a través del agua negra y revuelta.Tosiendo y escupiendo del frío, se subió a la barquilla, torciendo su cuerpo para que se quedara bocarriba, aferrándose a los asientos de madera, respirando lo menos posible, la marea zarandeando el barco de aquí para allá. Continuó bajo el agua, donde no era llevado tan rápidamente por la marea, pero el rugido de las olas en sus oídos le hacía más difícil encontrar el rumbo. Ralentizó su respiración, deliberadamente; sintiendo su cuerpo convirtiéndose en uno con el agua, permitiéndose sentir la dirección del viento. La frecuencia vibratoria de las crestas de las olas le permitieron calcular, cuando se relajó lo suficiente como para nadar, exactamente dónde estaba con relación a la orilla, a las islas distantes, al lugar el cual había calculado que era la localización del Arill, por debajo de los reflejos; cambiando; esperando; un millón de millones de almas; puntos de conciencia evolucionada; tan, tan hambrientos.
No todos los monstruos, reflexionó el Doctor, venían con armas y garras.
Otra respiración, y captó la profundidad del océano bajo él, sus antiguos poderes disminuyendo y creciendo con la luna; muchos, muchos tipos de vida agrupándose debajo. Un enorme banco de enormes bacalaos nadó entre sus piernas, reflejando y parpadeando mientras lo pasaban. El Doctor cerró los ojos. Otra especie que tardó en salvar. Una cosa a la vez, pensó, poniendo un brazo sobre el otro, justo uno sobre otro, empujando la barquilla siempre un poco por delante. Una cosa a la vez no era un concepto fácil para él. Pero ahora era todo lo que importaba, en la chasqueante, e indefinidamente mojada oscuridad del océano. Todo lo que podía hacer era una cosa a la vez.
No había nada que ver delante excepto las oscuras nubes; el diseño de la lluvia sobre el agua ahogó su rugido. Los ojos cerrados eran mejores; más fácil de sentir el patrón de las olas; de concentrarse en la dirección del viento. Contó dentro de su cabeza. Y cuando sintió que estaba allí, sujetando un gran trozo de torzal atado al final de la barquilla, buceó.
Allí estaban, pensó, los únicos puntos de luz que se podían ver kilómetros a la redonda. Una constelación chispeante reflejada en el fondo del agua. Los diminutos ceros y unos parpadeantes no eran sólo verdes hoy; parpadeaban y chiporroteaban con cada tono de la gama, algunos más débiles y otros más brillantes. Estaba claro, por la forma en la que las luces se fundían, y comenzó a acercarse hacia él, cosa que se había esperado. En cuanto se percató de que se habían dado cuenta de él, se volvió hacia arriba para alcanzar la superficie otra vez, confiado de que lo seguirían.
Se metió dentro del pequeño bote. A merced de los aterrorizantes mares, sentado temblando en la diminuta barquilla, el Doctor luchó por concentrarse. Cruzó las piernas, puso su mano sobre la gran lanza de acero, y esperó.
Exclamó de felicidad cuando el Arill llegó. No podía ayudarse. Eran tan encantadores. Se habían convertido en un enorme e iridescente campo de medusas bailantes, brillando y retorciéndose justo debajo del agua.
—¡Mirad eso! —dijo—. Sois tan hermosos e inteligentes. ¿Por qué tenéis que ir y arruinarlo atacando a la humanidad?
El Arill brilló y se sacudió.
—A nadie parecía importarle cuando estuvimos atacando a los peces. ¿Cómo lo íbamos a saber?
—No —dijo el Doctor—. Lo siento por eso, peces. Argumento válido. Pero luego os dije que pararais.
—Sí. Recibimos tu mensaje.
El Doctor agachó la vista.
—Creía que os debía una advertencia. Estaba equivocado. Me engañasteis. Y eso os dio una oportunidad para atacar, una y otra vez sin piedad.
—Ellos te llaman el pícaro. Y a ellos les encantaba el fuego.
—Les exprimisteis su jugo y los dejasteis tirados donde estaban.
—Tenemos que continuar la línea.
—Y yo os ayudaré —dijo el Doctor—. Dije que lo haría. Y lo haré.
Las medusas pulsaron expectantemente. La barquilla se retorció y giró en el agua, meciéndose de acá para allá con el viento.
—¡Os ayudaré! —exclamó el Doctor sobre la lluvia. Se inclinó de un lado—. Cogedme a mí.
Tendió su mano.
—Cogedme a mí. Hay suficiente poder en mi cerebro como para daros a todos lo que necesitáis. Podéis cogerlo, podéis cogerlo todo. Podéis usarlo para marcharos. Podéis escapar. Sabéis quién soy. Nihophogas está ejecutando un pase de nivel 9 de los sistemas de inteligencia ahora mismo, y su nebulosa esta pasando justo por encima de nosotros. Tienen programas de defensa de trillones de gigawatts. Podéis atragantaros con su energía; tienen miles y miles de millones de líneas de código, todas resonando y palpitando; podéis navegar sobre electrones puros; engullir ancho de banda hasta reventar. Y yo puedo meteros allí. Sabéis que puedo.
Las luces fluctuaron y parpadearon con excitación.
—Os daré la carga —dijo el Doctor—. Todo lo que debéis hacer es prometer iros.
—Pero tú morirás —dijo el Arill.
—Bueno —dijo el Doctor—, al menos no tendré que comer más de ese conejo. Aunque me habría gustado una última partida de ajedrez.
El Arill se juntó hasta que señaló exactamente al Doctor.
—Pensaba que la forma no es lo que contaba —se quejó el Doctor—. Acabáis de adoptar la forma exacta a la de un torpedo.
El Arill no respondió. Su tiempo para dialogar había acabado. El Doctor, con voz temblorosa, se puso de pie sobre la barquilla y extendió sus dos brazos.
En la orilla, Corc y Braan observaban con corazones hundidos cómo, en la negrura del vórtice silbante, un brillo de luz formaba la silueta naranja, amarilla y roja de la clara forma de un hombre.
—Bueno, eso es todo entonces —dijo braan, pateando una piedra de la orilla—. Se ha acabado. Le han cogido.
Dio media vuelta y volvió a la aldea. Sólo Corc se quedó, intentando desesperadamente averiguar qué estaba pasando.
El fuego fluyó por las sinápsis y terminaciones nerviosas del Doctor. Sus ojos se abrieron; mostrando inmediatamente el brillo naranja. No había recibido una dosis del Arill; lo había recibido todo. No había rastro ahora de las medusas de luz.
Dentro, sintió su multitud, y su confianza. El rápido flujo de la red de información; la sensación del mundo en la punta de sus dedos; una imprecación por apresurarse, más rápido, más deprisa, más, de nuevo. Podía entender la atracción hacia los vikingos y los isleños; supuso que podría entender la atracción hacia cualquiera. Para arder con fuerza en el universo. Al principio, también, el cálido interior se sentía maravilloso; estáticamente bueno después de tanto frío, o humedad, o incomodidad, o todas esas cosas al mismo tiempo. Era como el sol en una mañana de mayo en el palatinado florentino; o el amanecer segundo de Erentos.
Pero sabía, sabía que no podía dejarles seguir. No podía dejar a las billones de partículas que cargaran su sistema, que lo consumieran; no podían consumirlo. Tenía un plan. Ello tenía que tomar forma. Y además. Podía ver el atractivo. Dejar que el calor y lo caliente se poderara de él. Era cómodo y... de repente sonó el gran estruendo de un rayo. Parecía sacudir todo el cielo, y el Doctor recordó instantáneamente por qué estaba aquí y para qué. Un único punto de luz.
Con un grandísimo esfuerzo, se inclinó y, lenta y cuidadosamente, cogió la portentosa lanza, injertada de las espadas de los valientes y los caídos. Con una lentitud ardiente y dolorosa, activó el destornillador, atado cuidadosamente a la punta. Entonces, lentamente, con gran cuidado, se balanceó de un lado al otro en la pequeña barquilla, desesperado por no dejarla caer o tirarla por la borda, la elevó sobre su pecho, con sus manos temblando y el sudor goteando sobre su frente mientras intentaba no dejar que la quemadura lo abrumara.
La gran lanza se tambaleó ominosamente, diez metros en el aire, el resplandor del Doctor reflejado en su tallada longitud. La diminuta luz verde de su destornillador parpadeó una vez, parpadeó dos veces, y con una gran y última fuerza de voluntad, el Doctor se dispuso a elevar toda la cosa sobre su cabeza, diez metros en el aire. Su pelo comenzó a chamuscarse.
Dentro de su cráneo, su cerebro estaba gritando; un millón de millones de conciencias alimentándose; usando y arrastrándole cada fibra de su ser. Su cabeza quería explotar, estaba desesperada, de hecho, por explotar en llamas. La fuerza de voluntad por mantener la presión baja mientras el Arill invadía cada célula de su cuerpo se hizo casi más de lo que podía soportar.
Pero aún sujetaba la lanza.
La tormenta crujió otra vez, acercándose incluso más. El destornillador pitó, visiblemente alterada de su curso. Alrededor, las olas estaban arrastrando el bote; la oscuridad estaba rugiendo; el Doctor luchando contra toda una raza invadiendo su cerebro; una lucha que nadie había ganado aún.
Y entonces llegó.
CRAAC.
El rayo partió el cielo. El destornillador pitó. Esto era lo que estaba programado. La larga bara de metal en alto era el punto más alto en millas a la redonda. Cada nervio de su cuerpo se esforzaba por mantenerlo arriba, pero el Doctor estaba fallando, sus brazos comenzando a ceder, el fuego obligándolo a caer al suelo... cuando CRAAC. El destornillador encontró su objetivo, y el rayo llegó hasta el palo de metal más rápido de lo que el ojo podía captar.
—AAAHHHH...
El segundo flujo de energía fue incluso peor que el primero; en su ya debilitado estado, el Doctor dio casi una vuelta de campana por el golpe del mismo. A través de la mordaz agonía, el Doctor supo qué era esto. La hora de tomar su medio segundo y usarlo.
Involuntaria e inevitablemente, tan imparable como una reacción nuclear, cada partícula en el Arill, cada pequeña mota de conciencia fue diseñada para un claro objetivo: CONTINÚA LA LÍNEA.
Sin pensar, sin elecciones conscientes, la carga rebotó mientras golpeaba las suelas de goma de sus botas y volvió a rebotar hacia su cuerpo, por la gran lanza de metal – portando la conciencia del Arill con ella.
Su áspero grito ahogó el ruido de la tormenta, mientras el rayo partía el cielo en dos. Las nubes se despejaron con su fuerza; el cielo tartamudeó y se agrietó, y el rayo arrojó a los autoestopistas no deseados de aquí para allá a través de la atmósfera superior.
Aún observando, hipnotizado por el lado de la bahía, Corc observó el sitio en el que el rayo había estado; su forma impresa en sus retinas. Increíblemente, el cielo se aclaró; la tormenta se había calmado con notable rapidez, para revelar sobre él un oscuro y frío cielo salpicado de estrellas – y, por primera vez, a alguien más. Una gran línea ondulante de luces – casi verdes, pero con rosas y algo de azul – sacudió e iluminó el cielo. No era como nada de lo que Corc hubiera visto antes. Sacudió la cabeza; las luces parecían formar líneas y patrones, como si bailaran entre sí. Era extraordinariamente hermoso, llenando casi todo el cielo. Corc lo observó durante un largo rato; al mismo tiempo, también, fijándose en la oscuridad, para ver si había rastro de alguna barquilla regresando a la orilla. No había ninguna. Calado hasta los huesos, Corc observó y esperó durante un rato mientras, gradualmente, los demás aldeanos se aproximaban a su lado a maravillarse por las nuevas luces.
¿Lo había hecho ya? ¿Lo había hecho, por fin? Los susurros sobresalieron entre la línea de aldeanos. Habían pensado que estaban a salvo antes. Y observaron las cuerdas tambaleantes de luz en el cielo del norte durante una hora tras otra, hasta que la esperanza comenzó a arraigarse de verdad: lo había hecho. Lo había logrado.
Pero nadie volvió a la orilla.