Capítulo dos
El Doctor salió de la TARDIS para dar a parar a una orilla plana y pedregosa. No había árboles a la vista, y la tierra baja parecía fría y desolada. Delante había un gran campo de piedras, que daba a parar a una enorme playa, y agua salpicada del color del acero. Se podía ver otra isla en el agua, desde tierra parecía tan plana y desolada como donde estaba él ahora.
Detrás de la TARDIS había un fibroso páramo sin signos de presencia humana, pero pasaron varios conejos patilargos cuando el Doctor se inclinó.
—Hola, Lepus —dijo, agachándose para observarlos saltar, curiosos, a sus pies. En cuanto se agachó, se dispersaron como el viento.
—Bueno, al menos hay alguien por aquí. ¡Conejos! Siglo doce. ¡Perfecto! —dijo, mirando hacia los alrededores—. A ti fijo que algo malo te pasa si me traes hacia algo de mi estilo. Aunque no estoy muy asustado —añadió—. Bueno, igual sí. Pero muy pocas veces de los conejos, te lo digo yo.
Su voz disminuyó cuando alzó la vista hacia las nubes, que estaban avanzando cada vez más rápido por el ceñudo cielo gris. En la otra isla, la lluvia ya estaba comenzando a caer fuerte, y en el brezo, la hierba estaba comenzando a agitarse con el viento que empezaba a soplar. Todos los conejos habían desaparecido.
—Hmm —se dijo a sí mismo el Doctor cuando las primeras gotas comenzaron a caer—. Tiempo. El tiempo necesita... ¿El qué? Es mucho más fácil cuando hay alguien más para decírmelo. Más ropa. Sí.
Frunció el ceño cuando volvió hacia la TARDIS, reapareciendo exactamente con la misma chaqueta de tweed y pajarita, pero con la adición de una pequeña bufanda amarilla a cuadros. Se lamió el dedo, lo puso en el aire, casi derribado después de olfatear el aire y se desviarse en la dirección opuesta, inclinándose contra la lluvia y el viento.
Los gritos continuaron; haciéndose más altos como si nada, acompañados por un furioso estruendo.
Los remeros exclamaron y blasfemaron cuando Annar y Henrik se precipitaron hacia la popa del barco, donde una pequeña puerta se estaba balanceando sobre sus goznes. A diferencia de otros drákkares, éste tenía una pequeña jaula con barrotes de madera.
Los vikingos no tenían normalmente prisioneros.
Los dos hombres intercambiaron unas miradas nerviosas.
—Te toca a ti —dijo Annar—. Es tu turno.
Henrik parecía agitado.
—Puede que deberíamos...
—¿Qué? ¿Abrir la puerta? ¿Tener a ese monstruo merodeando de aquí para allá por la cubierta? ¿Te has vuelto loco?
Henrik se encogió de hombros.
—Pero ha estado ahí callada durante días.
—Porque intentaba despistarnos, ¿recuerdas?
Los gritos y los estruendos continuaban.
—¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!
—La última vez que la dejamos salir, mordió al capitán.
—Es cierto, pero...
—¿Y antes de eso?
—Al gato del barco —dijo Henrik, tristemente.
—¡No la dejes salir!
—Pero puede que ella necesite ayuda de verdad esta vez.
—¡CUIDADO! —Los gritos se hicieron más altos—. ¡DEJADME SALIR! ¡¡¡AHORA!!!
—Puede que pierdas un ojo, por supuesto —dijo Annar, oscuramente—. Pero allá tú.
Henrik se quedó callado. Nunca podría admitirlo públicamente, por supuesto. Pero a veces cuando pensaba en ella... bueno. Puede que también se hubiera comportado así, teniendo en cuenta las circunstancias. El estruendo se hizo cada vez más fuerte, su voz más insistente.
—TENÉIS que escucharme. TENÉIS que ver esto.
Pero incluso cuando hablaba, sus palabras acababan ahogadas por los gritos de los hombres a los remos bajo la cubierta.
Los remos y los gritos llenaron el aire; muchos de los hombres se levantaron saltando de sus bancos y señalando, con la boca abierta, la parte de atrás del barco.
Henrik los siguió, y el desesperado clamor de la mujer se encerró en la popa. Se le abrió la boca del shock y luego, instantes después, de un horrible y resurgente terror.
Dentro del pequeño armario pechado – más una jaula a bordo del gran drakkar – la princesa Freydis se apretujó contra la puerta, aún golpeándola con viciosas patadas de su pie mientras escuchaba los murmullos y exclamaciones de fuera. Bueno, estaba segura de que escucharían a los demás hombres. El remero de mierda más humilde – su opinión era aún más valiosa que la suya, y ella era una princesa. Y ser una princesa no significaba nada en el mar. Se había entretenido tallando una línea con la uña de su pequeño dedo en la pared izquierda del diminuto espacio en el que los hombres la habían encerrado en cuanto quedó claro que no tenía intención de guardar silencio.
La única luz venía de una diminuta grieta entre las tablas y la había usado para intentar saber cuándo era de día y cuándo era de noche. Las tres raciones de avena al día también servían para medir el tiempo, y ella intentaba estirarse y revolverse cuando podía; los marineros ya no la iban a dejar salir, en el caso de que intentara atacarlos otra vez. Cosa que haría, se había jurado. Su padre puede haberla vendido al rey islandés – esperaba casarse, así es como suele hacerse. Pero no había esperado que la vendieran a alguien tan viejo y feo que las noticias de esos furúnculos, y esa barriga enorme y ese aliento fétido habían atravesado todo el mar hasta llegar a Trondheim. Se había esperado un joven príncipe de las dulces tierras suecas, o incluso una elección por el estilo. Pero la gran paz de sus reinos comerciales, como su padre le había explicado en el gran salón, delante del rugiente horno y todas las tribus, era más importante que su felicidad. ¿Seguro que, como hija de Wolvern, entendía eso?
Ella asintió. Pero se prometió a sí misma – como hija de Wolvern, que había reunido a las tribus bélicas, traído la paz a su región, hecho negocios con sus vecinos – que lucharía y lucharía y nunca se rendiría.
Pero esto. Esto era algo diferente. Se encogió tanto como pudo, apretándose lo máximo que pudo contra la puerta.
—¡¡¡¡DEJADME SALIR POR TODOS LOS DIOSES!!!! —gritó, con su voz ensordecida por el rugido del mar y los inútiles gritos de los hombres por encima.
Henry observó. No podía – no debería – ser posible. Pero lo era.
Había un fuego sobre el agua. Una gran línea de calor. En el aire, donde no había nada para quemar. Brujería, susurró alguien.
La curiosidad de Annar sacaba lo mejor de él. Hipnotizado por la vista extraordinaria, se inclinó más y más de un lado, su cerebro intentando comprender lo que estaba viendo.
De repente, el barco se balanceó de un lado y él perdió el apoyo, deslizándose y cayéndose en el agua helada. Los hombres se apresuraron a ayudarlo pero, antes de que pudieran echarle una mano, la llama se acercó de repente a él como si estuviera viva; como una serpiente reptando hacia adelante.
Las llamas atravesaron su cuerpo, sacudiéndolo. Incluso sus ojos parecían chispear y brillar de color naranja. Su rostro adoptó una horrible sonrisa de rictus mientras la piel se le quemaba hasta los huesos, su último grito de agonía saliendo de su carbonizada garganta. Un muy horroroso olor llenó el aire. Los hombres estaban demasiado sorprendidos como para gritar.
Y ahora, todos los remos estaban en llamas.