Capítulo nueve

 

El Doctor se levantó de un salto después de escupir el agua del mar sobre la playa de piedras. Alzó la vista para evaluar la situación. Henrik estaba de pie en la arena riéndose y diciendo de vez en cuando «wuu jú».

Pero no era algo para reírse, el Doctor se percató de ello inmediatamente.

El drakkar parecía mucho más grande desde aquí, descansando sobre la arena que había sacado la gran ola.

El gran marinero de barba roja se dejó caer, y ahora estaba delante de Croc, gritándole. Los dos hombres se estaban poniendo en guardia; los demás vikingos que estaban detrás del capitán sujetaban hachas y lanzas y parecían amenazadores. El Doctor miró a su alrededor. Todas las mujeres habían desaparecido con los niños. Esto raramente era de buen agüero. Algunos de los vikingos rescatados, se dio cuenta, estaban con su capitán, Ragnor, pero de pie y del lado de Corc. Ésto era definitivamente una mejor señal.

El Doctor se inclinó.

—¡Hola, todo el mundo! —anunció—. Bienvenidos a la Isla Fiesta. —Le sacudió la mano al capitán vikingo, a Corc y a Ragnor, sonriendo de oreja a oreja—. ¿Y tú eres?

—Erik —gruñó el capitán vikingo.

—¡Erik! ¡Fabuloso! Todos los Eriks son geniales, ¿sabías? Especiamente los de barbas rojas. Cantan canciones sobre ti, sabes.

—Sólo sus viudas —gruñó Erik, agarrando su hacha.

—Así que, a mi entendimiento —dijo el Doctor—, eres muy aficionado a ir por tu camino, ¿es cierto? Entonces perdóname un momentito mientras intento averiguar que está pasando ahí fuera – no parece responder bien a las charlas amigables, lo que es decepcionante, ya que las charlas amigables son generalmente mi táctica de negociación preferida, pero eh jo. Bueno. Mientras esta gente amable extiende su hospitalidad hasta vosotros... —Detrás de él, el Doctor podía sentir a Corc ponerse rígido—. ¿...Puedes darle l palabra de que seréis unos invitados debidamente atentos? —Hubo un momento de pausa. Entonces todo el equipo de la segunda nave vikinga rompió a reír.

—Seremos atentos —dijo Erik—. Atentos con su comida, sus mujeres, sus cabras, su grano, su oro, su cerveza y todo lo demás que podamos llevarnos de este agujero olvidado.

Los hombres rugieron. Corc y sus hombres se llevaron las manos a sus espadas. Puede que no hayan entendido las palabras, pero el sentimiento estaba claro. Entonces Ragnor se adelantó.

—Erik —dijo.

—¡Ragnor! —gritó Erik—. Ya veo que te has convertido en una mujer.

—Esa gente... esa gente ha sido amable con nosotros.

—¿Amable? ¿O es un escondite para tu oro? ¿Hmm? No veo rastro de tu nave. ¿La has escondido aquí también? ¿Con tus trucos de llamas baratos para asustarnos?

—Eso no fue un truco, Erik, te lo juro. Es peligroso. Mató a treinta de mis hombres.

—¿Oh sí? ¿O los ahogaste, intentando librarte del oro? ¿Mataste a la chica?

—¡No!

—Oh bien —dijo Erik—. Bien. Porque tiene un lugar al que ir.

—Erik. Por favor. —El Doctor podía ver cuánto le costaba a Ragnor decir esto.

—¿Por qué crees que nos enviaron a seguiros, Ragnor? ¿Hmm? ¿Porque saben que pierdes tu estómago por ser noruego, hmm? ¿Demasiado viejo? ¿Demasiado blando?

—Nunca.

—Bien pues, ¿por qué parlamos? Cuando hay algo que asaltar.

—¡No! —dijo el Doctor en voz alta, interponiéndose entre ellos—. No derramaréis más sangre.

Erik le dedicó al Doctor una larga mirada.

—Y tú me vas a detener... ¿cómo? —Las dos líneas se pusieron en guardia. Ragnor observó desde una línea – sus hermanos – a los demás – sus salvadores – sin tener muy claro qué hacer.

—Pronto estarás en la punta de mi espada —dijo Erik, levantándola en alto sobre su cabeza, y sujetando su hacha con la otra mano—. Vamos, hombres.

—Hay de todo que perder y nada que ganar —dijo el Doctor—. Déjame arreglar esto y te dejaré en paz.

—Lo haré —dijo Erik—. Cuando tengamos lo que queremos.

La línea de hombres avanzó, con sus rostros llenos de agresividad. El Doctor los miró uno por uno. Ley de la calle. Tan difícil de influenciar. La primera nave, sus amigos habían muerto, había naufragado. Eran libres de seguir sus propias conciencias. Pero los hombres de Erik no tenían tales dudas.

A la orilla del agua, Henrik deseaba que su espada no estuviera tan mojada, pero podría valer. La desenvainó, con sus manos temblando. Se dijo que era por el frío. El grupo atacante parecía aterrador. ¿Así era cómo había parecido de verdad? ¿Cómo había sido? Siempre pensó en las redadas como algo divertido; como una escaramuza, algo que todo el mundo hacía. Pero tal vez no era así.

—¡Lobos de agua dulce! —aulló Erik—. ¡Atacad! Y no dejéis a nadie en pie; salvajes y renegados que no merezcan llamarse noruegos cuando no protegen ni su oro ni su sangre. Y lo festejearemos bien esta noche.

Los hombres armaron un alboroto, un grito de guerra aterrador. El Doctor pensó en Luag, refugiándose dentro. ¿Podría contener a Erik? El Doctor se lanzó a por Erik; agáchale la cabeza y el resto se dispersaría. Pero justo cuando lo alcanzó, saltando sobre su espalda, hubo otro grito de uno del grupo de avance, señalando por encima de su hombro.

Atrás, en los asentamientos, donde normalmente salía el humo de las hogueras para cocinar y de la turba quemándose, había más humo de lo normal. Pequeños incendios habían aparecido repentinamente por todas partes; tojos y helechos estaban en llamas, enviando un humo denso y negro canalizándose hacia el cielo.

—Por los dioses —sopló uno.

—¡Están haciendo el trabajo por nosotros! —gritó otro. El Doctor luchó desesperadamente por tirar al enorme Erik al suelo, pero su delgado cuerpo no era nada comparado con el fuertemente armado vikingo; con un golpe de su enorme escudo de madera, el Doctor fue golpeado por el costado, sólo para que Erik rodara sobre él, levantando su hacha para asestar el golpe final.

—No lo entiendes —tosió el Doctor—. No fuimos nosotros. Fueron ellos.

Pero de repente, Erik se había congelado, su atención atrapada por algo más. Su boca se abrió, dándole al Doctor la más pequeña fracción de segundo para liberar su brazo izquierdo y apartarlo de encima. Erik apenas se dio cuenta. Sus ojos estaban fijados en la figura que estaba emergiendo entre todos ellos, sin registrar a nadie. Todos dejaron caer las armas.

—¿Qué brujería es ésta? —dijo Erik.

 

 

Eoric había sentido el poder del fuego crecer en su interior a lo largo de la noche. No había dormido, sino que había salido; para sentir mejor el fulgor dentro de él.

Era cálido, caliente, febril, delicioso, todo al mismo tiempo. Era puro poder; tenía el poder de encender el mundo. Podía encender llamas con las puntas de sus dedos; prender fuego con sus pasos.

Era lo mejor que había sentido jamás, desde antes de que su madre muriera; lleno de energía brincante y pulsante. ¿Quién ignoraría a un chico que pudiera hablarle a las llamas? No a un chico, pensó. No a un simple chico. A un hombre. Puede que incluso... tal vez yo fuera un dios, había pensado. Debe de haber pasado así. Los dioses descendieron y te llenaron con su poder. Y ahora, cómo sentía ese poder.

Había bajado en secreto para presenciar la conmoción en la orilla. Había sido justo como había predicho, pensó, su labio arrugado. Allí estaban. Por supuesto su padre había sido demasiado blando con los invasores, ¿así que qué trajeron sino más invasores? Era lógico. Nadie nunca lo escuchaba.

Pero el fuego sí. Lo había llamado por su nombre y halagado y dicho que era especial entre su especie y que tenía un mensaje especial que entregar de la estrellas. Oh sí, había dolido al principio, para que renunciara a las llamas. Pero ahora le sentaba tan, tan bien.

Dentro de él, el poder rabiaba.

—Mantén la línea. Continúa la línea —martilleaba en su cabeza. Se sentía obligado a tocar a alguien; para unirse a ellos. Las voces de su cabeza lo mantenían en movimiento. Ahora, después de descender, vio a los hombres inclinarse ante él por temor, lo que lo agradaba completamente. No sabía que sus ojos brillaban naranja; que chispas aparecían y brillaban entre sus dedos; que sus huellas quemaban el brezo bajo sus pies. Pero vio a los grandes y valientes noruegos – no tan valientes ahora – acobardarse y saltar cuando les tiraba llamas. Chás, y un escudo de madera no era nada sino ceniza negra. Chás, y una capa en el suelo se evaporaba.

No eran sólo los invasores quienes estaban aterrados. La gente local también – los que se habían criado con él, visto como un chico torpe y sin madre, hijo desafiante del jefe - ¿por qué no lo estaban alabando? Cayendo frente a él en gratitud cuando, chás, puso un alto anillo de llamas a bailar alrededor de uno de los pies de los invasores, haciéndolo bailar y gritar de terror. Y zás, ahí ahora, una corriente de fuego golpeó el casco del capitán, chamuscando la punta de su cabeza, envolviéndolos a todos en un griterío, bobos tambaleándose. Se rió, un extraño y vacío sonido, y ahora su boca echada hacia atrás con una sonrisa sin alegría mientras buscaba su primer socio.

 

 

Toda la explosión había salido de Erik. Su pavoneo y su violencia y sus agallas estaban fuera de control con esta monstruosidad.

—Hombres... ¡girad! —ordenó, pero lo hombres no necesitaban que se lo mandaran. Cuatro ya estaban en el mar, tirando de las grandes y pesadas cuerdas de su nave, empujándola de vuelta al agua.

—Se van —dijo Croc, con incredulidad, apenas capaz de quitar sus ojos del suyo. Ragnor también estaba mirando, con la boca abierta. Uno de sus hombres, el joven llamado Dorcnor, también se metió en el agua chapoteante, saltando a bordo con sus viejos compañeros.

—¡Detente! —gritó Ragnor—. ¡Sabes qué hay ahí fuera en el agua!

—¡Pero está por todas partes! —le respondió gritando Dorcnor—. ¡Me voy con mis hermanos!

Con eso, dos más de los rescatados se dieron la vuelta y fueron con sus compañeros. Eoric se quedó de pie, con la llama naranja brillando en sus ojos, observando la escena. Todos hicieron un amplio círculo a su alrededor, alejándose lo máximo posible.

El barco estaba ahora en el agua, más y más vikingos cambiándose de lado, mientras Eoric continuaba haciendo ese agudo grito que podría haber sido una risa.

El Doctor sacudió la cabeza.

—Está también ahí fuera —dijo—. ¡Está también ahí fuera! ¡No os vayáis!

Pero no hubo oportunidad para aquellos que lo habían escuchado. Corrió hacia Eoric, pero sintió, y olió el extraño y ardiende crujido que lo rodeaba.

No había duda. Había una conexión. Y para sus ojos, era claramente algo alienígena.

—¿Quién eres? —pregunto, manteniendo la distancia—. No quiero hacerte daño. Por favor, sólo dime quién eres. —La cabeza de Eoric estaba palpitando. Era la línea, tenía que continuar la línea. Sí. Éso era.

A las voces de su cabeza no le importaban quién era su propia gente y quién no era. Únelos, dijeron. Deja que se unan a la línea. Deja que sientan el poder y la luz. Pero la cabeza de Eoric estaba ardiendo. Estaba comenzando a sentir una terrible presión sobre él. Un interior latente, que dolía como nada que hubiera conocido jamás. Un dolor que no podía contener.

—Soy... —Eoric parecía confuso de repente, como si no pudiera recordar lo suficiente—. Soy... yo soy el fuego. Yo soy el mar. Yo soy...

—Por favor —dijo el Doctor con urgencia—. Por favor dime todo lo que puedas.

La vela se había girado para atrapar los vientos que se alejaban de la orilla; los remos se pusieron bruscamente en posición. Justo cuando la nave comenzó a despegar, dos de los últimos vikingos salieron corriendo precipitadamente de la casa de Braan y Brogan. Sobre el hombro de uno de ellos, dando patadas y gritando con todas sus fuerzas, estaba Freydis.

Henrik fue el primero en reaccionar, pero estaba demasiado lejos de la orilla, preparándose para luchar. Los hombres atravesaron el agua salpicando y manos ansiosas bajaron del barco para ayudarlos a subir, levantando a Freydis con hoscas manos mientras atacaba y golpeaba cualquier cosa que pudiera encontrar, mientras los remos comenzaban a moverse a un ritmo continuo, y la nave comenzaba a alejarse de la orilla.

—¡No! —gritó Henrik desesperadamente, y se tiró al agua, inútilmente lanzándose entre las palpitantes olas en un intento de alcanzar la nave. Fue en vano.

Con una ominosa lentitud, aún riéndose solo, Eoric se dispuso a encarar la nave partiendo. Elevó gradualmente la mano.

—¡No! —gritó el Doctor esta vez—. Lo que quiera que seas, dentro de Eoric. ¡No lo hagas! No hay razón para ello.

La piel de Eoric ahora parecía como si estuviera en llamas; su cuerpo entero brillaba, como si lo estuvieran consumiendo por dentro. Su voz había adoptado un terrible y asfixiante timbre.

—Yo soy el fuego. Yo soy el mar. Yo soy la línea. Continúa la línea.

—¿La línea? —dijo el Doctor—. ¿Qué quieres decir con la línea?

Ragnor estaba aún mirando hacia el mar.

—Los cogerá ahí fuera —dijo, temblando—. El fuego. Los cogerá a todos. ¡Henrik!

Pero el joven ya estaba corriendo a grandes zancadas hacia la orilla en dirección a Corc.

—Dame la canoa —ordenó—. Tengo que perseguirlos.

Corc no podía responder. Estaba mirando con horror a su hijo, cuyo brazo estaba aún señalando el barco, el fuego saliendo de sus dedos.

—La línea, la línea, la línea —meditó el Doctor—. ¿La línea antigua? ¿La línea real? ¡Arg, piensa! —De repente, la cosa que estaba dentro de Eoric se volvió otra vez, su atención llamada. Miró hacia abajo. La voz, cuando vino, era muy pequeña, pero muy valiente.

—Por favor, ¿puedes devolverme a mi hermano? —dijo—. Quiero a mi hermano de vuelta. No siempre es muy amable conmigo, pero él es mi hermano y me gusta y lo querría de vuelta.

Hubo una pequeña pausa fraccional, entonces el Doctor saltó justo a tiempo delante de los chicos, tirando a Luag al suelo, justo cuando el fuego salió de los dedos de Eoric mientras los extendía para agarrar a su hermano pequeño, y se salvó por un pelo.

Un ruido siseante vino de la boca de Eoric, ahora enegreciéndose y encrespándose por las esquinas con un horrible rictus. Se volvió. Ahí estaba un desafortunado vikingo del segundo barco que había ido a coger a Freydis y llegado demasiado tarde. Eoric se movió tan rápido como una serpiente, agarrándole de la muñeca. La boca del vikingo se abrío con una «O» de horror mientras todo su cuerpo se volvía de naranja desde dentro. Sus ojos se fueron, toda su piel parecía brillar. Entonces, mientras los aldeanos se alejaban con horror, se volvió hacia ellos, como llamas en la punta de sus dedos.

Yo soy la línea. 

 

 

Y entonces gritos vinieron del mar, como todos habían sabido que lo harían. El barco estaba en el cabo, listo para irse de la isla y desaparecer para siempre en la gran extensión del frío océano entre aquí y la tierra del hielo, donde Erik intentó sin duda completar la misión, dote o sin dote. Estaba casi – casi – fuera del rango de visión. Seguro; tan seguro como un barco abierto podía estarlo en el Atlántico de septiembre sin herramientas de navegación; sin un compás o un sextante o mapas, o dispositivos de comunicación, o cualquier cosa excepto corazones valientes, algunos barriles de carne salada, tres barriles de aguamiel y las brillantes estrellas por encima.

Los isleños observaron, congelados entre el hombre ardiente de la orilla y el barco en peligro, con una mezcla de miedo y horror. Las mujeres habían desaparecido, llevándose a los niños con ellas; los hombres no estaban seguros de si luchar o escapar. Aquéllos eran sus enemigos, sí. Pero incluso así, parte de ellos no deseaban la amenaza, simplemente alejarse y nunca volver; sino rezar por el dragón de la proa del gran barco de madera para que ice las velas, se alejen de su isla y sus hogares y familias, y nunca vuelvan; sino flotar en una orilla diferente, o sumidero, rápidamente, fuera de su vista o pensamiento.

Por supuesto, ello no era tan simple. La línea de fuego atravesaba toda la bahía, incluso si los vikingos estaban remando por sus vidas. Entonces, como de pronto, se detuvo, y se paró en medio del aire, temblando; como si hubiera descubierto algo más.

Entonces se acercó a la orilla.

 

 

Eoric no sabía ya donde estaba. No podía recordar si estaba feliz, o triste, o cualquier otra cosa excepto el fuego, y el ardor, el ardor dentro de él. No podía recordar qué estaba intentando hacer o dónde estaba, y no podía centrarse en nada, excepto que bajo sus pies había algo... alguien... que no podía recordar; no podía ver nada delante de sus ojos excepto llamas bailando y un crujiente calor. Pero algo estaba tirando de él desde dentro; de Eoric, de la asencia de Eoric que una vez había sido. Se puso de cuclillas, una espantosa forma negra ahora casi enteramente consumida por las llamas.

—No lo toques —gritó el Doctor, aún sujetando a Luag—. No lo toques, Luag.

Luag miró al Doctor seriamente.

—Pero es mi hermano.

—Lo siento mucho —dijo el Doctor—. Lo siento mucho. Pero ya no.

La voz de Eoric no era nada más que un carbonizado susurro; un carraspeo a través de cuerdas vocales ennegrecidas.

—Mi... mi... —descascarilló.

—Tu hermano —sugirió Luag.

—Her... mano... —vino la horrorosa voz de Eoric. Detrás de él, el vikingo en llamas estaba tambaleándose lentamente en dirección a los aldeanos, quienes se estaban alejando.

—Continúa la línea.

Eoric y Luag habían puesto sus brazos delante del otro. Fuera, en el mar, las llamas se rasgaban en la marea como si estuvieran obligadas por una pistola delante de la playa, desesperadamente buscando su conexión.

—¡Aléjate! —gritó el Doctor, pero era innecesario; él y Luag fueron arrojados por la fuerza de la explosión. Y cuando se levantaron otra vez, no había nada de Eoric y el vikingo detrás excepto figuras ennegrecidas, explotados contra las piedras.

Y el gran drakkar vikingo que se llevaba a Fredis había rodeado el cabo y desaparecido de la vista; y todos los pequeños incendios se habían ido, dejando sólo las pesadas nubes grises y las constantes olas.