Capítulo veinte
«VENGANZA».
Para los fríos, húmedos y hambrientos hombres apiñados al sur de la isla, que quemaban ramas de tojo para calentarse mientras que Olaf, quien era un poco idiota, hacía la cabra por ahí intentando atrapar un conejo, la reaparición de su antiguo capitán no inspiraba tanta confianza como la que Erik habría esperado. «Es el que nos ha metido en este lío» parecía ser consenso general, además de la inevitable verdad de que si él no hubiera desafiado a los nativos, y luego les hubiera ordenado que secuestrasen a esa bruja, estarían sentados cómodamente alrededor del fulgurante huego de la aldea ahora mismo, comiendo estofado de cebada y pan y puede que incluso ligándose a una joven señorita.
Pero en su lugar, estaban aquí, naufragados por segunda vez en esta semana. Qué milagro que hubieran llegado todos vivos a la orilla; el barco había quedado flotando, incluso con un agujero masivo en su interior, y les había transportado a todos, empujando salvajemente, de vuelta con la marea. Y por este lado de la isla, nada parecía haberles gustado aún.
—Vamos, conejito —brincó Olaf implacablemente, que estaba concencido de que correr era la mejor forma de entrar en calor, no apiñarse. Una llovizna había comenzado, y el cielo estaba gris y oscuro, sin signos de que el tiempo fuera a cambiar o las nubes se fueran a despejar para que todo el mundo pudiera echar una cabezada.
—DEBERÍAMOS ROBARLES MIENTRAS DUERMEN —continuó Erik sin piedad.
—Bueno, si tenemos que hacerlo —observó uno de los vikingos, Lars, a otro—. No lo haremos.
—¡Y NOS VENGAREMOS! ¡ENCONTRAREMOS A ESE DEMONIO QUE LLAMAN DOCTOR Y ACABAREMOS CON ÉL! ¡ENTREGAREMOS A LA PRINCESA EN CAUTIVERIO A GISSAR! ¡NAVEGAREMOS TRIUNFANTES DE NUEVO!
—¿No se ha dado cuenta del enorme agujero de nuestro barco? —dijo Lars.
Erik se fijó en él con uno ojo pequeño y brillante.
—¿Tienes algo cobarde que decir?
—No —dijo Lars apresuradamente, infeliz de estar bajo la mirada de su tempestoso capitán.
En ese momento Olaf pegó un grito. Mientras perseguía un conejo, pisó sin saberlo otro. No era mucho para noventa hombres, pero era un comienzo al menos.
Erik miró a sus fríos y hambrientos hombres, y maldijo. Así no eran los vikingos. Pero había sido el capitán de un barco durante mucho tiempo y sabía que los ladrones necesitaban alimentarse. Los dividió en uno o dos grupos de caza, y envió a los demás a buscar dientes de león y cualquier cosa más que pudieran encontrar y explotar en la tierra baldía. Finalmente, volvieron con cinco robustos conejos y suficientes hojas comestibles para una ensalada, aparejó la vela con unos cuantos arbustos para formar una tienda de campaña improvisada que los protegiera de la lluvia, y los puso a cocinar en el fuego.
—Bien —dijo Erik, una vez que todo el mundo se alegró algo por el fuego y se metió algo de carne dentro—. Esto es lo que vamos a hacer...
El Doctor estaba dando un paseo mientras pensaba cuando comenzó a llover. No podía soportar la inacción.
Si fuera un dios de verdad, reflexionó, un poco enfadado, controlaría el clima. Se quitó la lluvia de las pestañas y decidió simplemente ignorarla. Todo el mundo estaba dentro, lejos del camino. Se preguntó si el largo invierno iba a durar así: dentro tanto como fuera posible; pasando el verano intentando juntar tantas provisiones como fueran posibles. La vida era tan dura, casi imposiblemente dura. Y aún prevalía. Se permitió sonreír a medias.
Por la orilla del agua, vio una pequeña figura en forma de foca. Al principio se preguntó si estaba viendo cosas, pero no. Definitivamente había algo allí. Avanzó.
—¿Hola?
La figura se volvió. Era Luag.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó el Doctor, ignorando educadamente el hecho de que Luag estaba claramente llorando a riadas.
—Intentaba dibujar el cabo —dijo Luag, mostrándole al Doctor su dibujo y su pizarra—. Pero la lluvia sigue borrándolo. Y por eso estoy triste —dijo enfadado, frotándose la cara.
—Lo entiendo perfectamente —dijo el Doctor—. Pero me gustaría que no te sentaras tan cerca del agua. No es seguro. ¿Nadie te lo ha dicho?
Luag se encogió de hombros.
—No sé dónde está mi padre. Y Brogan está ocupada. No la he visto.
—Creía que estaba cuidando de ti.
—No necesito que nadie me cuide.
—Por supuesto que no —dijo el Doctor—. Tienes, después de todo, siete años. Ya lo sabemos los dos.
Luag se mordió el labio y miró en la distancia.
—¿Nos sentamos aquí un rato?
—¿Y no te mojarás?
—A los Señores del Tiempo les encanta mojarse. Es una de nuestras cosas —mintió el Doctor.
—A mí tampoco me importa —confesó Luag—. A veces es como estar vivo.
—Eso mismo —dijo el Doctor.
—Las tormentas son incluso mejor —dijo Luag—. Creo que viene una.
—¿Sabes cuándo? —preguntó el Doctor con entusiasmo.
—Nadie sabe cuándo —dijo Luag—. Normalmente cuando se te taponan los oídos.
—Sí —dijo el Doctor—. Ven y avísame cuando se te taponen los oídos, ¿vale?
Luag asintió seriamente.
—¿Y por qué te gustan tanto las tormentas?
—Bueno, cuando hay tormenta o llueve, puedes correr y gritar y nadie te oye.
—¿Hacemos eso?
Luag lo miró cuidadosamente.
—Los adultos no corren ni pegan gritos.
—¿Quién dice que sea un adulto? —dijo el Doctor—. Puede que sólo sea desconcertadamente alto. ¡Vamos!
Y los dos se levantaron y le gritaron injusticias al cielo, y corrieron por ahí. El Doctor le enseñó a Luag cómo subirse la ropa de fuera, mientras el Doctor se subía la chaqueta, sobre los hombros para atrapar el viento y hacerlos correr más rápido, y se placaron en círculos el uno al otro, riéndose y gruñendo y alborotando con la luz que ya se desvanecía.
Henrik estaba limpiando su espada, cuidadosamente, con un trozo de tela que había encontrado en la habitación sólo para este propósito. Freydis estaba aún en la ventana. Éste observó mientras venía la lluvia, una gran cortina gris acercándose a la tierra.
—De vuelta a casa —dijo, mirando la opaca neblina—, estarán preparándose para el invierno, ¿no?
Henrik sonrió y asintió.
—Estarán quitando las ruedas a los carros y poniéndolas en los patines... Mis señoritas estarán terminando de coser las pieles.
Henrik levantó las cejas.
—Claro.
—¿Y qué estarías haciendo tú? ¿Si no estuvieras en el mar?
—Estaría rompiendo el hielo del abrevadero de la vaca, mi lady —dijo Henrik—. Nuestras vidas no son igual, la tuya y la mía.
—Aun así —Freydis hizo un mohín. Suspiró—. A esas almas caladas de barro ni siquiera les importa. —Había visto a Luag saliendo a hurtadillas por la mañana lloviendo a cántaros, solo, y le había llamado pero, cuando salió fuera, se había ido y ella había pensado, empapándose, que se había ido a otra casa.
—Ya sabes que aquí nunca nieva —dijo—. No me lo imagino, ¿tú? ¿Un mundo sin nieve? Sólo esta eterna niebla de gris. Sin días luminosos donde todo cruje y las casas de la ciudad brillan y los renos pisotean la maleza, y en la vieja carretera y en la plaza. Llevan ropas de oro —recordó— en días de fiesta. Son tan astutos.
»Mi nodriza hace las mejores tartas de miel —añadió—. Son dulces y brillantes y las comemos calientes por la mañana delante del fuego, entonces nos ponemos los patines y vamos a jugar al arroyo. Un año se congeló desde Beltane hasta casi Marte. Asaron un cerco en el hielo. E hicieron carreras, flanqueadas por los vendedores de vino caliente, ¿lo recuerdas, en la Feria del Hielo? Fue divertido. Patrocinamos a los jóvenes con plumas de gaviota teñidas.
Henrik no dijo nada. Si vida no le había permitido muchas visitas a las ferias del hielo. Freydis volvió a suspirar dramáticamente.
—Y ahora estaré aquí para siempre.
Henrik no dijo nada.
—Aunque —continuó—, no siempre fueron fiestas. También trabajé. Me obligaron a coser, y a cantar, y a hablar educadamente a los gordos viejos que visitaban la corte, incluso aunque apestaran a la misma Valhalla y me aburrieran hasta más no poder —le sonrió coquetamente a Henrik—. ¿Me obligas a coser y a cantar, Henrik?
Henrik continuó puliendo la espada, las puntas de sus orejas enrojeciéndose; había encontrado una piedra, además, y le estaba dando la mejor forma que podía.
—No me respondes —dijo Freydis, disgustada—. ¿Por qué no me respondes? Eres mi único amigo aquí.
Henrik alzó la vista.
—No coquetees conmigo, mi lady —dijo, suavemente pero con absoluta determinación—. Podemos ser amigos, puede. Y si puedo ayudarte, puedo y lo haré. Siempre —añadió ferozmente, casi para sí—. Pero no me vengas con tus tartas de miel, y campanitas de trineos y con algo que nunca podrá ser.
Freydis sintió que su corazón se aceleraba furiosamente. Se alejó de la ventana.
—Pero... —dijo—. ¿Pero por qué dices que nunca se podrá?
—Porque —dijo Henrik—, o nos matará a todos el fuego, o nos recuperaremos, y arreglaremos la nave, o haremos otra nueva; algo debe de haber llegado a la orilla. Y entonces continuarás, o te irás a casa, y yo continuaré, o me iré a casa, y nunca nos volveremos a encontrar de nuevo y te olvidarás incluso de que me conociste. Así que no jueges conmigo.
Freydis dio un paso hacia él. Su voz ahora también seria.
—No estoy jugando, Henrik.
Él la miró a ella.
—Estás coqueteando conmigo —dijo—. Eres rica y bien nacida y estás coqueteando con un chico granjero que tuvo suerte de que lo eligieran.
Freydis sacudió la cabeza con consternación.
—El chico más valiente y apuesto —susurró—, que ha nacido nunca en una granja.
Y se puso de puntillas hasta que estuvo a su altura, y ladeó la cabeza hacia adelante y de pronto él sintió, en sus manos, el peso del hermoso cabello que había soñado; su pálida garganta y la línea de su mandíbula, y su pequeña boca, del rosa más pálido; la sombra que cazaba en sus sueños; y entonces la besó, con ferocidad.
Lloviendo o no, todavía había comida que encontrar. Braan se fue al alba, y Brogan continuó con lo suyo en el hogar, golpeando comida frente al fuego. Luag había estado durmiendo en la alcoba – se había despertado en mitad de la noche; había sido vagamente consciente de que estaba allí, tosiendo y revolcándose.
Sonmolienta por su noche en vela, se vio mirando al fuego mientras se preguntaba si algún día iba a tener que abrazar y sujetar a su propio niño – uno tan dulce y tan listo como Luag, pero nunca, jamás, tan triste. Braan podría enseñarle a su propio niño cómo cazar y pescar y rastrear, y ella le haría zapatillitas de piel de conejo y se aseguraría de que estuviera arropado y caliente en su bolsa todo el largo invierno, cerca de su madre. Era un feliz ensueño. Al principio, apenas escuchó el nombre por la que la estaban llamando.
—Brooogannnnn —susurró la voz. Pensó que era Luag, inconsciente de que se había escapado, dolido y despierto, momentos antes.
—Brooogannnnn —volvió la voz.
—¿Por qué? —se vio pensando, mareada—. ¿Por qué me está hablando el fuego?
—¡Luag! ¡Ven aquí, Luag! ¡Es la hora! ¡Ven conmigo! ¡Ven a comer!
El Doctor y Luag habían parado de correr, y Luag ladeó la cabeza.
—¿Es esa la mujer que te está cuidando? —dijo el Doctor.
Luag se encogió de hombres.
—Ella nunca viene ni me llama —dijo—. Comemos lo que haya en la cazuela cuando queramos. A ella no le importa mucho.
—Pues obviamente está preocupada por ti —dijo el Doctor—. Vete. Tendrá algo bonito y caliente para ti.
Luag se mordió el labio.
—Prefiero quedarme contigo.
—Anda —dijo el Doctor—. Vete a comer algo bueno y a secarte. No es bueno que tengas la ropa mojada.
Luag le echó la mirada de alguien quien para él la ropa mojada era tan parte de la vida como el día y la noche, pero aun así obedeció a regañadientes, sin querer dejar a su nuevo compañero de juegos.
Después, el Doctor nunca pensó en lo rápido que había llegado a alejar a Luag alegremente de su muerte con una palabra y un saludo.
Si no hubiera sido un día tan gris, húmedo y miserable, probablemente no se habrían dado cuenta bien. Si hubiera habido algún rayo de sol en el aire, su brillo no habría aparecido en contraste de un día brillante. Pero no era un día brillante. Era gris y mojado y húmedo; era fúnebre. Y se estaba acercando la noche. En esa atmósfera sombría, la extraña iridescencia de Brogan fue inmediatamente evidente.
El Doctor parpadeó dos veces, su corazón hundido.
—Oh —dijo—. Oh, Brogan. Lo siento mucho muchísimo. —Puso a Luag detrás suya.
Brogan se acercó a ellos. Sus ojos eran extraños; ya no el azul grisaceo común de todos los isleños; ahora eran naranjas, reflejando las llamas que bailaban por detrás.
—Vamos, Luag —dijo, su voz susurrante y extraña. Dentro, se sentía caliente y poderosa; maravillosa. Necesitaba compartirlo, pasarlo. La voz del fuego le había dicho qué hacer—. Ven a unirte a la línea. —Se extendió, acercándole los brazos.
Luag asomó la cabeza.
—Ni te atrevas —dijo el Doctor bruscamente. Se sorprendió por la forma en la que había obligado a Luag a ir con ella—. Ni te atrevas. Quédate detrás mía, ¿vale? Quédate aquí. Ponme entre tú y ella.
—Tiene que unirse a la línea.
El Doctor se acercó a Brogan.
—Ven, coge mi mano —dijo Brogan—. ¿O tal vez un besito?
—¿Qué intentáis hacer? —le soltó a los ojos de Brogan—. Sé que podéis verme. Esto es una idiotez. Los humanos no son una red.
—Pueden serlo —dijo Brogan—. Podemos unirnos a sus cerebros. Saltar de uno a otro.
—¡Pero quemáis al huésped! ¡Cada vez más y más rápido! ¡No podéis hacerlo bien!
—Por eso debemos seguir saltando. Moviéndonos. Lo que les pasa a aquellos que quedan atrás no importa, mientras sigamos moviéndonos. ¿Seguro que entiendes eso, Doctor?
—Dejadme ayudar —dijo el Doctor—. Por favor. Dejadme ayudar.
—¿Qué puedes hacer por nosotros?
—¡Sois una enorme, poderosa e inteligente omnipresencia! —dijo el Doctor—. ¡Contra una pequeña isla de barro, flechas y dos mil cuatrocientos conejos! ¡No es exactamente fácil!
—Por eso estamos haciendo nuestras propias gestiones —dijo Brogan, acercándose otra vez.
—Oh no qué va —dijo el Doctor, echándose atrás. Arill-Brogan sacó una mano y prendió un ramo de tojo. El Doctor sacudió la cabeza—. Eso no os ayudará.
Su atención se dirigió de repente a una figura de pie sobre la duna. Lenta y cuidadosamente, Arill-Brogan giró la cabeza hacia donde estaba mirando él.
La figura se postraba allí, de silueta. Era Braan. Su joven hombre. Su amado.
—Amor mío —gritó—. ¡Ven rápido! ¡Ayuda!
Braan comenzó a bajar corriendo desde las dunas hacia ella.
—¡Nooo! —chilló Luag—. ¡No es ella! ¡No es seguro! —Braan lo apartó cuando Luag intentó ponerse en su camino—. No es ella.
—¡Ayúdame! —chilló Arill-Brogan—. Ha intentado atacarme.
El Doctor levantó las manos en gesto de rendición.
—Yo no he hecho nada —ladró—. ¡No la he tocado! Y Braan, escúchame. Tú tampoco debes. No puedes.
Chorreando de sudor, Braan se quedó delante de ellos, haciendo una tercera punta del triángulo entre el Doctor y Brogan. El Doctor le había soltado a Luag que volviera a la aldea, pero él seguía allí, bien atrás.
—Mírala —dijo el Doctor—. Mírala. Mírala de verdad.
Parpadeando, sin comprender, Braan se giró para mirar a su amada.
Y entonces lo comprendió.
—No —dijo—. No no no. Brogan, mi amor. ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? —Con sus ojos llenos de dolor, se volvió hacia el Doctor.
—Ayúdame, mi amor —dijo Brogan con un tono implorante y una extraña y hosca voz—. Por favor ayúdame. Por favor agárrame.
—No puedes —dijo el Doctor, fijándole a Braan una mirada—. Si lo haces, te pasará lo mismo a ti. ¿Entiendes? Lo mismo. Y entonces a otro, y entonces a otro, y entonces a otro, hasta que todo el mundo esté muerto.
—Por favor —dijo Brogan—. Por favor. —Dio un paso adelante. Entonces el Doctor también dio un paso hacia Braan, sacudiendo la cabeza; puesto su brazo delante del pecho de Braan.
—Tengo que ir con ella —dijo Braan.
—No debes —dijo el Doctor—. No debes. Por favor. No es ella. Cuando el fuego la cogió, ella ya se había ido.
Los ojos de Braan se llenaron de lágrimas.
—Duele —dijo Brogan, de repente con la voz chamuscada, como si sus cuerdas vocales se estuvieran marchitando como hojas secas. De pronto, sin embargo, sonó como ella y no como el Arill—. Duele, mi amor.
Su brillo se hizo más fuerte, y sus pies comenzaron a echar humo. Dejó salir un grito inhumano mientras los tres la miraban.
—No —dijo Braan, lanzándose hacia adelante—. ¡No!
—¡No puedes!
Brogan cayó, marchitándose en agonía, al suelo. El Arill se estaba moviendo a través de ella más rápido de lo que habían hecho con Eoric. Ahora las llamas se podían ver a través de su carne; sus chillidos se estaban volviendo demenciales.
—¡LA LÍNEA! ¡LA LÍNEA! ¡NECESITAMOS LA LÍNEA! —Luag se había tirado a la arena varios metros más lejos y se había cubierto los brazos y oídos.
El Doctor se estaba conteniendo delante de Braan, que parecía medio loco, para evitar que intentara salvarla.
—Se ha ido —le dijo.
Braan sacudió la cabeza y se enderezó.
—No se ha ido —dijo, sacándole el arco a la torturada figura.
—Por favor, amor mío. —Brogan continuaba gritando en agonía, mientras llamas salían de sus manos y sus pies. Lenta y cuidadosamente, dio un paso adelante.
Cuando Brogan le vio apartar el brazo del arco, asintió vigorosamente, sus ojos señalando desesperadamente.
—Sí. —Apenas podía hablar, sólo suplicó en silencio con sus ojos que terminaran con esta agonía—. La línea. No. Sí. La línea —graznó.
Braan se quitó las lágrimas de los ojos una o dos veces y después, como el cazador que era, estiró la cuerda de su arco y disparó una vez, limpiamente.
El Doctor descubrió que no podía verlo, y en su lugar se agachó al lado de Luag, tapándose la cara y agarrándolo fuerte con sus brazos.