Capítulo veintitrés
Comer conejo crudo es un asco. No es algo que querrías hacer bajo circunstancias normales. Pero cuando estás muy, muy hambriento y cansado, y un poco mojado, y has pasado toda la tarde recogiendo setas, sólo para que te digan que la mayoría te matan instantáneamente y tienes que volverlas a tirar, y entonces miras las setas que puedes comer y los conejos que el gran vikingo ha cazado, y piensas en el delicioso asado que harías si pudieras prepararlo en un caldero con algunas hierbas y rábanos a fuego lento... Bueno, si no piensas en eso, confórmate con lo que tienes delante de ti, incluso si te han quitado la espada, dejándote sin nada con lo que cortarte la cena.
Todo el mundo comió rápido y en silencio. Con el músculo añadido de los vikingos, y las técnicas de los aldeanos, fue la comida más grande que habían comido en días. Se acurrucaron dentro del gran salón durante la noche, que se sentía oscura y poco agraciada después de haberse alimentado y lavado todos (quitarte el conejo crudo, en la oscuridad, sin jabón, también es la parte difícil). Se acurrucaron bajo todas las pieles que recolectaron para intentar mantenerse calientes, nerviosamente cerca de sus nuevos vecinos.
Freydis y Henrik hicieron el trabajo de estar en esquinas opuestas del grupo, tan lejos del uno de otro como pudieran. Freydis se estaba diciendo que había hecho lo correcto; ya no podía ser empujada por otro hombre un minuto más. Por otra parte, deseaba en lo más profundo que se girara, la mirara sólo por un momento, con la forma que la miraba ese día que habían estado solos en el Gran Salón. Y entonces poderle decir que no ella no era horrible; sólo estaba asustada – por su vida, por su futuro y por lo mucho que lo amaba, y entonces olvidarían la estúpida pelea. Pero ella no iba a ceder. Había sido el jefe suyo; él era el que tenía que disculparse. También no quería que la viera comiendo conejo crudo. Los pensamientos de Henrik iba por los mismos tiros, aunque estaba menos molesto por el estético aspecto del conejo.
Cuando la noche cayó, su profunda oscuridad cubriéndolos como una capucha, la luz de la luna incapaz de perpretar los matojos que ahora cubrían las ventanas, no había ni una persona en la sala que no deseara alegría y calor y la luz de un fuego como nunca antes.
Después de un período de prolongado silencio – nadie tenía mucho que decir – un profundo susurro comenzó de repente a cantar. Era Olaf, el vikingo torpe. Tenía un barítono sorprendentemente hermoso, rico como la miel.
Cantó una larga balada sobre un viaje a casa. Aunque no todo el mundo entendía las palabras, no hubo duda alguna de su significado; era la nostalgia, la absoluta melancolía en su voz, el sonido de un hombre tan lejos de casa que no sabía si volvería a vivir lo suficiente para verla otra vez, o si sus amados lo reconocerían cuando lo hiciera.
Gradualmente, los demás vikingos siguieron la melodía, familiar para ellos, y se unieron; los aldeanos también, cantaron o golpearon suavemente el suelo. Por su casa que también, como la conocían, se había ido; sus nociones de seguridad, de comodidad, de un lugar y una comida a las que llamar suyas habían desaparecido, y tampoco sabían si podrían volver a estar como antes.
En este pequeño y oscuro cuchitril, bajo el manto de la gran noche del norte, y en la punta occidental del mundo conocido, se convirtieron, brevemente, en un grupo de almas unidas por temor, por nostalgia, por esperanza.
Olaf cantó:
Sá einn veit
er víða ratar
ok hefr fjölð um farit
hverju geði
styrir gumna hverr
sá er vitandi er vits
El Doctor recostó, bastante separado del grupo, su largo cuerpo en el suelo, con su cabeza descansando sobre su mano derecha, sus ojos cerrados, escuchando. Era una canción que él conocía muy bien.
Al alba, el Doctor estaba mirando por encima de las olas y observando el cielo. Las olas estaban hoy teñidas de blanco, espumosas y altas, y las nubes se movían rápido.
—Bien —dijo—. Eso está bien.
Henrik se había unido a él, incapaz de dormir, torturado por los pensamientos de Freydis. La idea de no volverla a hablar nunca más le hacía sentir completamente mal.
—Hola —dijo el Doctor—. ¿Vienes por un consejo de amor?
—No —dijo Henrik brutamente.
—Oh. Lo mismo te digo —dijo el Doctor—. Es igual —miró hacia el cielo una vez más—, creo que hoy es el día. Voy a intentar hablar con ellos una vez más. Pero después de eso...
Se detuvo ominosamente, pero Henrik estaba irremediablemente distraído, suspirando y tirando piedras al agua.
—...después de eso...
Henrik ni se inmutó hasta que el Doctor se sacó del bolsillo una jarra de barro, bien tapada con un corcho.
—¡Eh! —dijo Henrik—. ¡Eso es nuestro! ¡Era de nuestra nave!
—Quien lo encuentra se lo queda —dijo el Doctor—. Ley del mar profundo. De todas formas, lo necesito.
Henrik la cogió reverentemente.
—Llevaba aceite —dijo—. Viene de Gaul.
—Lo sé —dijo el Doctor—. Es una obra de Lecrusus fantástica.
Henrik lo miró.
—Siempre tienes que tener la última palabra, ¿no?
—Eso no es parte de mi consejo de amor —dijo el Doctor.
—No —dijo Henrik. Sacudió el bote—. Hay algo dentro.
—Lo hay —dijo el Doctor. Lo destapó y sacó una hoja de papel—. Papel psíquico —dijo, mostrándolo con una floritura.
—¿Por qué tiene una imagen de ti en ella, excepto que con dientes enormes de monstruo? —dijo Henrik.
—¿Lo tiene? No, es algo escrito. Bueno, Xtensior Transmutador binario, en realidad, pero no tienes que preocuparte por eso.
El papel psíquico se reordenó en una serie de pequeños símbolos azules que parecían bailar por la superficie.
—Es un lenguaje que pueden leer —dijo el Doctor.
Henrik parecía confuso.
—Está... está hablando. Pero en papel.
Henrik entrecerró los ojos.
—¿Ésas son runas?
—Sip. Es una forma de poner palabras en un papel para alguien que no puede oírte o entenderte.
—Conozco esas runas.
—Por supuesto que sí.
Henrik pensó en ello durante un rato.
—¿Qué es el papel? —preguntó finalmente. El Doctor le dejó lanzando piedras, y se metió en el agua. Su mensaje para el Arill era claro. Vete de este sitio. Entendió que necesitarían un considerable uso de sus reservas energéticas para conseguirlo; le estaba, de hecho, pidiendo sacrificar una parte de ellos. El tiempo no estaba de su parte. Pero puede que la diplomacia sí.
Sabía una forma de ayudarlos, que era la cosa más importante ahora. Pero habían cometido un error. Habían venido al sitio equivocado. Si detuvieran sus ataques, lograrían esto juntos, de la mejor forma posible. Si no... bueno, haría lo que debía. Era un aviso. Él nunca tomaba ninguno.
Remangándose las piernas del pantalón, caminó hacia el agua helada, de pie, contemplando el oscuro horizonte de la bahía. Entonces cogió el bote y, con un tiro practicado, se precipitó en el mar. El bote fue tan lejos que no pudieron oírlo romper en la superficie del agua.
—¡Y quiero eso de vuelta cuando hayáis terminado con ello! —gritó el Doctor.
—¿Lo cogerá el monstruo? —Preguntó Henrik.
—Yo diría que sí —dijo el Doctor—. Un mensaje en una botella. Siempre funcionan. Ahora todo lo que tenemos que hacer es esperar.
Se sentó con las piernas cruzadas sobre la arena húmeda.
—¿Y te vas a quedar ahí sentado esperando? —dijo Henrik.
El Doctor miró otra vez al cielo. Grandes nubes grises se reunían allí.
—Oh sí —dijo—. Lo sabremos tarde o temprano, de una u otra forma. ¿Ajedrez?
Henrik sacudió la cabeza y lo miró, sentado allí, completamente en paz. Puede que Freydis tuviera razón. ¿Por qué no luchaba con ellos? ¿Qué es toda esta tontería de botellas y runas y sentadas cuando hay gente muriendo a su alrededor? Inconscientemente, se llevó la mano a la punta de la espada.
—Doctor —exigió—. Así... así no es como lo hace un vikingo.
—Soy consciente de ello —vino la voz.
—¡Ellos son nuestros enemigos! Tenemos que aplastarlos. ¡Nos han matado! ¡Están intentando matarnos todo el tiempo! ¿Cómo puedes sentarte ahí y no hacer nada?
El Doctor levantó la vista hacia Henrik con ojos cansados. Hasta ahora Henrik había pensado que sólo era un hombre con unos pocos años más de los que aparentaba. De repente se dio cuenta de que no podía ser así. Los ojos con los que lo estaba mirando eran mucho, mucho más viejos que eso. Más viejos que lo que Henrik había visto nunca, desde aquel frío día cuando sintió el empuje del río y se dio cuenta de que estaba en las garras de algo más antiguo y poderoso y permanente que en lo que nunca podría estar.
—No intentamos matar a nadie, Henrik —dijo—. Esto está pasando como un subproducto – por eso le está llevando a algunas personas a tardar mucho en morir, y a otras a tardar poco. Ellos sólo intentan llegar hasta el final. Sobrevivir, como nosotros. Cada vez que encienden un fuego, sacrifican su propia fuerza vital; muchas de sus propias almas. No salen impunes. Y cuando mataron a cien tortugas, a nadie le importó.
—¡Pero esto es diferente! —dijo Henrik—. Éstas son personas.
—¿Y cuándo llegas a asentamientos? —dijo el Doctor—. ¿Cuándo tu sed de sangre está en marcha y ramplas por la ciudad, poniéndole a la gente la espada en la cara, riéndote, robando, cogiendo...? ¿qué piensas entonces?
Henrik agachó la cabeza.
—Pero así es como lo hace un vikingo —dijo tercamente—. Estoy orgulloso de ser vikingo.
—Y ellos están orgullosos de ser el Arill —dijo el Doctor—. ¿Por qué es así? Nunca lo entenderé. Por ejemplo, si os amasacrara a todos vosotros...
Capturó la escéptica mirada de Henrik con uno de sus ojos. Era una mirada que convenció a Henrik de inmediato, y más allá de cualquier sombra de duda, que podría hacerlo si él quisiera.
—¿En qué ayudaría eso? —continuó—. ¿Qué proporcionaría eso, aparte de llevar a la miseria? Por eso les he explicado la situación al completo. Se lo he soltado muy claro. Tienen que esperar a la civilización, o volver solos a las estrellas sin dañar a ninguno de vosotros. Ahora lo entenderán. ¿Crees que lo que haces como vikingo está mal?
Henrik pensó en la gloría que había sentido; apenas había pensado en las personas contra las que habían luchado. Como poco más que tortugas, de hecho.
—Puede —dijo.
El Doctor miró hacia el mar.
—Entonces tómate eso como un aviso. Nada más. Todo el mundo merece un aviso.
Cogió una piedra y la tiró a las grises olas, entonces se volvió a sentar.
—Pero sólo uno.
Henrik quitó la mano de su espada y se sentó a esperar con él.
—No —dijo el Doctor, cerrando los ojos—. No esperes. Vete y dile lo siento a la chica.
—Pero no fue mi culpa —dijo Henrik.
—Puede que no sepa mucho sobre mujeres —dijo el Doctor, abriendo un ojo—, pero algo sé.
Freydis estaba justo fuera del gran salón, trenzándose el pelo. No era algo que ella se hubiera hecho, y no le estaba resultando particularmente fácil. Pero algo en la rítmica torsión de los mechones era reconfortante y, mientras se desenredaba los rizos rebeldes, parecía como que también se estaba endureciendo; haciéndose cada vez más distante; formalmente intocable y real.
Más preparada, de cualquier forma, para lo que sea que fuera después; todo lo que estaba haciendo frente, lo hacía sola. Henrik no había estado allí en el gran salón cuando se había despertado esa mañana; después de revolverse y girarse la mayor parte de la noche (así como pensar en Henrik, era también díficil escapar de los vikingos, que olían mucho mejor en el mar), se había quedado sopa justo antes del amanecer.
Cuando Henrik se levantó, pensó que estaba tan cómoda y serena como un niño, lo que lo había puesto notablemente de más mal humor. Ahora, sin embargo, de vuelta de la playa y viéndola cuidadosamente atendiendo su pelo con la aburrida luz matutina, miró hacia él como de una historia; exactamente como alguien que tentaba a un dios del cielo.
—Freydis —dijo, en voz baja.
Freydis se endureció; al principio no quería volverse o dar ninguna indicación de que había oído el sonido de su voz. Pero dentro, su corazón se derritió; la sensación de alivio era enorme y palpable. Lentamente, se dio media vuelta, sus ojos bien abiertos, su rostro despejado, y enrojeciéndose, con alivio y vergüenza y felicidad... cuando capturó la vista de alguien, o algo, justo detrás del hombro de Henrik. Y de pronto, incapaz de hablar, sus ojos se abrieron incluso más, mientras miraba hacia el mar.
—Mira —dijo con temor—. Mira hacia el agua.
El mar había cambiado. Algo había allí; algo estaba dentro. Estaba todo encendido con un brillo extraordinario, con pequeñas chispas de luz verde.
Henrik y Freydis se volvieron y corrieron hacia el mar, donde el Doctor estaba de pie con los brazos abiertos.
—¡Miradlo! —estaba diciendo—. ¡Mirad!
Las luces brillaron y relucieron sobre las olas, pequeños puntos hasta donde alcanzaba la vista. Encendieron las olas grises como una celebración, justo al otro lado de la bahía.
Los demás aldeanos se acercaron con asombro. Era muy hermoso.
—¡Mirad eso! —resolló Henrik—. ¿Qué está pasando?
—Se están dispersando —susurró el Doctor—. Han leído nuestro mensaje. Mirad, ¿no es hermoso? Y muy noble.
—¿Qué son? —dijo Henrik.
—Eso es el Arill —dijo el Doctor—. Juntos forman una energía. Además, ahora mismo, sólo están... bueno. ¿No son bonitas las luces?
Las pequeñas luces se balancearon con las olas, bailando como copos de nieve iridescentes.
—¿Cómo pudieron causar todo ese horrible fuego? —dijo Hernik—. Son tan pequeños y hermosos.
—La fuerza en números —dijo el Doctor—. Siempre.
Inclinó la cabeza.
—Gracias —le dijo al Arill—. Gracias.
Como si respondieran, las luces brillaron por la bahía, y después, alejándose más y más, comenzaron gradualmente a apagarse.
—¿Y ya está? —dijo Freydis, dudosa.
—Han hecho la cosa más valiente de todas —dijo el Doctor—. Se han sacrificado para salvaros. Sabían que este mundo no era para ellos.
—¿Eso es todo?
—¿Se han ido? —dijo Corc, asombrado. Puso su mano tentativamente en el aire.
—¿No es increíble? —dijo el Doctor—. Han hecho lo correcto. Bueno, yo tendría cuidado durante un día o dos.
Corc asintió y quitó rápidamente la mano del agua.
—¿Vinieron de otro lugar?
—De muy muy lejos —dijo el Doctor—. Y ahora, nunca podrán volver. —Se volvió y subió lentamente la playa.