Capítulo tres
Corc, el jefe de la aldea, se atusó la barba. Aún no sabía que hacer con ello. Nadie lo sabía. Durante el cuarto día consecutivo en una fila, había reunido a todos los hombres antes de que comenzaran a cultivar. Ahora estaba intentando persuadir a su hijo, Eoric, para que pillara tantas tortugas, focas; algunos pájaros marinos del inesperado regalo – y así salarlas y guardarlas para el invierno que viniera.
Eoric, como siempre, se estaba quejando de ello. Quería irse a disparar conejos con sus amigos y probar su nuevo arco que le había llegado en el último barco mercante del continente. Era de sauce, flexible y fácil de llevar, y correspondía, pensaba él, al hijo del jefe. Corc simplemente gruñó respecto a eso y dijo que no le importaba si su arco estaba hecho de turba, siempre que le llenara el buche.
No era justo, pensaba Eoric. La vida en Lowith era bastante difícil, y como el hijo del jefe – y posiblemente el propio jefe algún día, como Corc nunca paraba de recordarle – se supone que debía imponerse sobre los demás. Nunca podía irse a divertirse por ahí, pensó oscuramente Eoric. Además, si todas las tortugas decidían de repente comenzar a flotar muertas en la orilla, pues bien, fantástico. Igual eso significaba menos trabajo.
El regalo había comenzado hace media luna, con animales arrastrados, muchísimos, hacia la orilla. No peces, sólo animales que respiraban fuera del agua. Muertos y, extrañamente, medio cocinados. Algunas mujeres pensaban que era un regalo de los dioses, pero Corc no estaba seguro de ello, o al menos estaba nervioso. Cuando los dioses daban regalos, normalmente había algo que dar a cambio. Sin embargo, había más en el mar de lo que entendía, así que en su lugar se quedó simplemente agradecido. Pero lo que fuera que lo causara, los inesperados regalos debían salarse o almacenarse para los tiempos difíciles, o cambiarse por madera y herramientas del continente, como él sabía.
—¡Ahora, Eoric! —Gritó Corc, pero su hijo ya se había marchado enfadado.
—¡Después! —le respondió a gritos, groseramente.
Corc suspiró. ¿Cómo podía ser jefe de una aldea si no podía ni siquiera controlar a su hijo? Y ahora la comida se echaría a perder.
Casi como una idea tardía, buscó a su hijo más joven, Luag, pero no estaba en su pequeña y oscura casa; sin duda dando vueltas en las nubes como siempre, cantando, o dibujando o haciendo más cosas inútiles. Corc suspiró y volvió a mirar la gran pila de tortugas muertas. Hela, la madre del chico, había trabajado duro, una mujer silenciosa, para mantener a raya a los chicos.
Se perdió el primer grito o supuso que eran sólo los jóvenes de la aldea, eufóricos por la caza. Después lo volvió a escuchar. Después vio lo que estaban encubriendo. Dejó caer su eviscerado cuchillo, y corrió.
El Doctor sonrió para sus adentros cuando capturó el primer indicio de humo sobre la cima de la pequeña duna que tenía delante. El humo significaba fuego, y el fuego significaba té, según su experiencia. Aunque eso podía ser un poco... primitivo. Así era antes, después de todo. Esperaba que no fuera té de almizcle otra vez. El té de corteza aún lo aguantaba, siempre y cuando no lo dejaras reposar. Pero el almizcle no había quien se lo tragara. Sin embargo, un bonito fuego sería bastante humilde en este momento...
Marchó sobre el elástico césped. El asentamiento era pequeño, y básico. Se veían techos de paja sobre chozas excavadas en la tierra para resguardarse del viento. Aperturas entre los tejados y las profundas casas dejarían pasar algo de luz, pero también el viento, la lluvia y todo lo demás que pudiera entrar. Escaleras irrumpían la tierra, y unas cabras y ovejas flacas pero resistentes estaban atadas a cada extremo. Los pollos cacareaban y atravesaban los rudos caminos de tierra que iban de casa en casa. Había una hoguera descomunal en medio del asentamiento con una caldera balanceándose suavemente sobre ella, cosa que el Doctor clasificó como el punto focal de la aldea. Los aldeanos, sin embargo, no estaban por ninguna parte. Qué peculiar. Hogueras ardiendo, animales atados, aves de corral vagando por ahí... aún sin ningún humano a la vista. El Doctor se limpió el oscuro pelo mojado y suspiró.
—Con lo que me apetecía esa taza de té —murmuró para sus adentros, sacando el destornillador sónico del bolsillo, y caminando hacia el diminuto asentamiento.
A bordo del drakkar, los gritos de los hombres que había por encima se hicieron más fuertes. Pero Freydis, su ojo presionado contra el agujero del hueco, paró de repente de gritar.
—Por los dioses —había gritado. De cara al agua, lo comprendió.
Una alta pluma estaba emergiendo del agua – una pluma de fuego, disparada hacia el aire, a metros y metros de altura, con llamas saliendo de un lado. Era imposible, increíble; el fuego ardía de amarillo y rojo – si Freydis supiera de estas cosas, podría haber pensado que se parecía a una fuente, o a una manguera abriéndose paso entre las olas hacia el cielo.
Era imposible, y terrorífica, y los remeros no podían, al parecer, alejarse de ella; la ceniza y el carbón caían ya sobre la cubierta. Freydis podía oír los gritos de los hombres, heridos. Endureció su corazón contra ellos. Ninguno la ayudó cuando la apartaron a arrastras de su familia y amigos de Trondheim y la metieron en este barco prisión. Ya no tenía simpatía.
Y por supuesto, lo entendía. Era todo por ella.
En las historias que todo el mundo conocía. En las historias de los dioses, Siegfried protegió a su amante Brynhild poniéndole un anillo de fuego alrededor. ¿Qué más podría ser, esta cosa imposible en el océano, sino los dioses viniendo a salvarla a ella, una princesa? Ésta es exactamente la clase de cosas que hacían en las historias que ella había oído de pequeña.
Observó, mientras el primer aroma del humo del mástil ardiendo llenaba el aire, y elevó la barbilla. No iba a estar asustada. No iba a gritar. Iba a estar a salvo. Los dioses venían a salvarla.
Pasando por el asentamiento abandonado y hacia el agua, algo atrapó el ojo del Doctor. Era un trozo de sílex, tirado precipitadamente a un lado del camino. Se agachó para examinarlo más de cerca. En él estaba dibujado, con la mano tambaleante de un niño, un garabato hermosamente articulado de un pequeño y largo barco. El Doctor comprobó el sílex; estaba aún polvoriento. Se imaginó instantáneamente lo que había pasado.
Un joven, tal vez, demorándose en la orilla, puede que evitando tareas domésticas. Seguro que había un montón de tareas en un lugar como éste. Ve algo inusual en el horizonte, lo dibuja – y se lo enseña a un adulto que supo al instante, para su desgracia, lo que quería decir.
Levantarse una mañana como siempre, entonces de repente averiguar, sin momento de prepararse, que están llegando asaltantes vikingos para quemar y llevarse todo; para no hacer otra cosa que saquear y destruir. El Doctor se podía imaginar el miedo y el pánico que debía de causar ello. ¿Cómo mantienes a tu mujer, a tus hijos, tus pocas posesiones a salvo de aquellos que se llevarían todo y te degollarían el cuello por un poco de cerveza? ¿Quién había hecho el viaje más extraordinario, a través de mares peligrosos, con ese único objetivo en mente? El Doctor secudió la cabeza. Humanos. Sus habilidades para hacer hazañas increíbles por razones ridículas nunca dejarían de sorprenderlo. Hacían parecer a las demás razas tan... simples.
El Doctor dejó el sílex sobre una roca – el dibujo era inocentemente encantador – después echó a correr tan rápido como pudo hacia la orilla para ver qué los había esperado. Corc, y su hijo, Eoric estaban de pie delante de la línea costera. Corc miró a Eoric. El muchacho ya era más alto que su padre, su pelo marrón y enmarañado le caía sobre las orejas, y le estaba empezando a crecer el bigote. Su hijo creciendo más que él le hacía sentir viejo. También parecía asustado, con su hoja de hierro bien atada a un lado y una feroz expresión sobre sus jóvenes rasgos. Estaba listo para luchar, siempre había estado desesperado por ser un hombre. No como el pequeño rubio sin madre Luag, que se lo podía ver dando vueltas alrededor de las faldas de las mujeres de la aldea tan pronto como no. Un soñador. Que le gustaba dibujar y pasear con la cabeza completamente en las nubes, según Corc. No era lo que necesitaban en la isla. No con el invierno al caer. Y ésto.
Apuntó sus ojos hacia adelante. Todos los de la isla tenían sus ojos fijos en el horizonte, mientras el drakken cruzaba la tierra de en frente, ominosamente silencioso excepto por los lejanos chapoteos de los remos en el agua. Tragó saliva y apretó la lanza entre su puño. Si querían pelea, tendrían una helada. Aunque se sentía demasiado viejo para la refriega de estos días. Treinta y seis; un anciano. Sin embargo, el joven parecía bastante fiero.
Pero no recordaban las demás épocas. Corc como un chico había visto con horror desde detrás de las pocilgas cómo solían llegar, gritando, su madre y su hermana, su cabaña que cargaba el aire de olor a quemado: cabañas quemadas, pelo quemado, sangre y mierda y animales sacrificados. Se había quedado allí, congelado con horror acobardado detrás de animales chillando, toda la noche hasta el día siguiente, cuando el hambre le había conducido finalmente a adentrarse en una aldea que apenas reconocía, la gente que quedaba se sentía casi avergonzada. Habían compartido la comida que podían con él, pero no podían traer a su familia de vuelta. Y él no quería colarse bajo ningún otro hogar, como un vagabundo en busca de un nuevo lecho. Eso había endurecido a Corc por ellos. Y ellos no se quedarían una segunda vez.
Pero Eoric estaba ahora gritando, señalando; y mientras el barco rodeaba la tierra de enfrente, vieron algo asombroso e increíble. Había fuego; un fuego en el agua. Era imposible, increíble, absurdo, pero allí estaba – una gran llama, emergiendo por encima de las olas, y ahora exparciéndose, comenzando a rodear el barco de madera que no parecía tan fiero ahora, con su vela cuadrada a rayas y su proa con la forma de un dragón salvaje del norte más lejano, pero también pequeña; humana; inútil contra el fuego, el cual estaba volviéndose cada vez más y más violento. Corc juró por los dioses de Beltane; esto era lo que le había deseado, fervientemente, a sus enemigos durante los últimos treinta años. Pero ahora que estaba pasando, e incluso aquí en la orilla, podía oír sus gritos exaltados por encima del rugido de las olas y el crujir de las llamas. Encontró algo dentro de él que ni siquiera sabía que estaba allí: compasión.
A bordo, el pánico estaba convirtiendo a los hombres en animales. Se estaban agolpando y empujando para alejarse del fuego mientras podían, pero era imposible. Un hombre trepó al mástil; otro corrió tanto que se cayó por la borda. Instantaneamente la pared de fuego disparó otro rayo, y él también acabó incinerado con un grito infrahumano. Un chico se estaba acurrucando bajo los bancos para remar, meciéndose y cerrando con fuerza los ojos, murmurando más bajo que su respiración. La única palabra comprensible era «madre». Otro, el viejo contramaestre, había agarrado uno de los barriles de aguamiel de la cocina y se había tragado tanto como pudo.
Henrik miró a su alrededor con asombro. Las llamas estaban ahora lamiendo la popa del barco. Agarró un cubo y comenzó a tirarle agua al fuego, como el capitán ya había comenzado a hacer pero, para su horror, el agua no tenía casi efecto sobre las llamas; al igual que Annar, las llamas continuaron ardiendo, incluso mojadas.
Henrik sacudió la cabeza. Otro hombre, sus ojos salvajes y brillantes por la locura del pánico, se apresuró a un lado del barco y realizó una elegante inmersión hacia el mar. La llama lo pilló antes de que pudiera tocar el agua; rodeando de naranja y rojo su agraciada forma, antes de que su piel se tornara negra y crujiera y con un último y ensordecedor grito, se extinguiera.
La mitad del barco era ahora la que estaba crujiendo, las llamas se acercaban más y más. Henrik parpadeó porque el negro humo le picaba los ojos. Apretó la espada. Si hubiera algo para luchar. Si pudiera morir como un guerrero, podría pasar las puertas de Valhalla, del cielo, de forma orgullosa e inmediata. ¿Pero cómo podías luchar contra esto – magia, una cosa imposible, una monstruosa serpiente hecha de fuego, enviada por los propios dioses? Sin embargo, desenvainó la espada. Sólo por si acaso. Entonces, entre la confusión y el ruido se dio cuenta de algo. Freydis. La mujer. Había parado de gritar. ¿Estaba muerta? ¿O estaba condenada a esta horrible, horrible muerte encerrada, sola, en una jaula?
—¡Hola hola!
El Doctor avanzó alegremente a zancadas hasta la playa. A pesar de que el tiempo no mostraba indicios de mejora, y él no había visto ningún juego de ajedrez aún, la perspectiva de irrumpir una relativa y razonable paz entre un pueblo isleño y pacífico muy atareado y una marabunda de vikingos merodeadores le estaba animando infinitamente. Además, esto era Escocia. Puede que los líos sean parte de la diversión. Bueno. Les había hablado de ello. Pero cuando nadie de la línea de isleños de la playa se giró ni siquiera para mirarlo, entrecerró los ojos y se fijó más.
—¡Esa nave está en llamas! —dijo—. ¿Y nadie va a ir a ayudarlos? Quiero decir, sé que hace frío, pero...
Instantáneamente se comenzó a quitar los zapatos.
Corc se volvió.
—Por la lengua de Odin, ¿quién eres tú?
—¿Por qué no hacemos lo de las presentaciones después de que salvemos a todos los humanos ardiendo? —dijo el Doctor alegremente, quitándose los zapatos, los calcetines y la chaqueta, y luego preparándose para entrar en el agua—. ¡Ah! —dijo, metiendo un tobillo y casi girándose para volver—. Siguiente regeneración, necesito un cuerpo gordo otra vez —murmuró para sus adentros.
—Eh —dijo Corc, señalando. El Doctor lo siguió y vio otro marinero, su cuerpo iluminado por el dedo de fuego. El Doctor parpadeó varias veces.
—Supongo que no preguntó si tenía un extintor de Halotron 1 por ahí.
Corc y Eoric lo miraron.
—No, no importa, olvidad lo que he dicho.
Y el Doctor se adentró en el salvaje y congelado mar.
El barco estaba ahora balanceándose, como poco más que la gruesa madera atrapada, humeando al principio y luego quemándose más y más rápido. Henrik sabía que apenas quedaban unos pocos minutos. Bajó balanceándose ebriamente hasta la cubierta de cambio y, lentamente, con el humo y la espuma dejándolo casi ciengo, retrocedió hasta el pesado barrote de madera de la jaula.
Henrik no sabía qué esperaba ver ahí – posiblemente nada, si Freydis también había acabado incinerada – pero no a la tranquila y compuesta princesa, arrodillada obedientemente sobre la cubierta. Su rostro – era la primera vez que la había visto sin gritar o escupir a alguien que se cruzaba en su camino – era extrañamente hermoso con la luz chisporroteante, y miró hacia él con una mirada soñadora, como si no tuviera ni idea de dónde estuviera.
—Estoy salvada —dijo, con su mano sobre la boca.
Henrik hizo una mueca, casi asfixiándose por el espeso humo negro.
—Bueno, yo no estaría tan seguro de eso —dijo—. Yo sólo...
Freydis sonrió.
—Oh. No por ti —dijo—. Por Odin por supuesto. Por los dioses.
—Oh. Bueno. Vale —dijo Henrik, sintiéndose repentinamente ridículo—. Yo sólo quería...
Pero no consiguió terminar la frase. De repente, el mástil se partió por culpa de las llamas y cayó sobre la cubierta, haciendo un nauseabundo sonido al aterrizar sobre varios marineros. Incluso Freydis se sobresaltó por un momento.
—Ven conmigo —dijo Henrik, sabiendo apenas qué quería decir. Sacó la mano. Y, percatándose apenas de qué estaba haciendo ella, Freydis la cogió, y se metió por la pequeña entrada.
Éste no era un fuego normal, se dio cuenta el Doctor, nadando rápidamente. La llama, si la mirabas de cerca, brillaba con un color verde aparte de con uno naranja y amarillo. No es de extrañar que funcionara tan bien en el agua. ¿Pero cómo...? Observó más de cerca, pataleando en el agua, dolorido como el otro hombre que se había ido por la borda, entonces ZASCA, encendido como un lanzallamas. Era un panorama impío.
No hizo – no podía – ningún movimiento para ayudar, así que en su lugar, murmuró brevemente:
—Lo siento —se concentró intensa y totalmente en el proceso. En algún momento, metió su cabeza completamente bajo el agua, para ver qué estaba pasando por debajo de las olas. No había mucho, excepto lo que parecía ser un diminuto destello verde, en lo más profundo, cosa que podía ser un truco lumínico. El fuego no parecía existir bajo la superficie, sólo sobre ella. ¿Pero de dónde venía? Parecía surgir de la propia superficie del océano, pero no podía sobrevivir sumergido. Bueno, esa era información que podía usar.
Antes de que las llamas se volvieran contra él, vio una sección de la cubierta por la que todavía podía subirse, entonces se sumergió otra vez, golpeando sus pies contra las olas.
Henrik y Freydis se juntaron más cuando las llamas se hicieron más altas, llenándose ahora el barco de agua mientras sus lados se consumían. Freydis estaba temblando como una hoja.
—Todo saldrá bien —susurró, mirando repetidamente hacia el cielo, como si esperara en cualquier momento que las nubes grises se abrieran y el gran puente a Valhalla se abriera delante de ella y la invitara al cielo.
Henrik tragó saliva, su mente un reboltijo de pensamientos conflictivos, sus últimos momentos.
—Me... me alegro... —dijo, vacilando, entonces se sintió como un idiota al decir esto, entonces se preguntó por qué se preocupaba por sonar como un idiota cuando estaba enfrentándose a la misma muerte. En vez de hablar más, se apretaron las manos más, y cerraron los ojos mientras las llamas ardían cada vez más y más alto a su alrdedor.
—¡Hola! —vino una fuerte voz momentos después.
Henrik abrió un ojo. Esto no era exactamente lo que se esperaba de la famosa valquiria que debería estar esperándolo, con un cuerno de cerveza en la mano, a las puertas de Valhalla. Además, aún podía sentir las llamas golpeando contra él.
No. Esta criatura alta, pálida y afeitada agachada delante de él, tiritando y gesticulando como un loco, no parecía que les estuviera dando la bienvenida a nada.
—En fin. No quiero meteros prisa —continuó el hombre.
Freydis abrió sus grandes ojos pálidos. Luego parpadeó otra vez, como si se hubiera esperado estar en algún otro lugar, pero no dijo nada.
—No, dejadme volver a empezar —dijo el hombre—. Quiero daros muchísima prisa. Así que, si queréis salir de aquí, y yo recomendaría bastante que hicieseis eso, tenemos que movernos rapidito. —Se fue hacia la parte de delante del barco ardiendo—. Vale. Por aquí. Esto es lo que vamos a hacer. —Le gritó a los hombres aterrorizados que quedaban, la mayoría de los cuales estaban encogidos de miedo—. Muy bien todo el mundo. ¡Tenemos que volcar la nave!
—¿Estás loco? Nos ahogaremos tan rápido como nos quemaremos —gritó un hombre.
—No, no. Es la única forma. Las llamas no pueden quemarte bajo el agua. ¿No lo ves? Sólo arden sobre las olas. Necesitan aire para inflamarse. Una vez que están ardiendo, cualquier parte tuya que esté en el aire se quemará, y además seguirá ardiendo alegremente. Pero si nos sumergimos todos... con algo de aire...
Henrik parpadeó.
—¿Pero durante cuánto tiempo?
—Mi buen hombre, ¿podríamos tener un único problema mortal que afrontar al mismo tiempo? Gracias —dijo el Doctor—. Ahora. Todo el mundo. Saltad tanto como podáis del lado estribor. Y por el amor de Dios, agachaos. Querréis estar dentro cuando avancemos. No estoy seguro de que pueda enfatizar esto lo suficiente. Ahora. Una. Dos. Tres...
Aturdidos por el caos que los rodeaba, los marineros obedecieron y saltaron a la vez, sacudiendo la inestable superficie, cosa que casi les pasa factura, pero no del todo.
—Vale —dijo el Doctor, gesticulándole al capitán que volcara el barril de aguamiel de su lado del barco—. Una vez más.
Y, mientras las llamas azotaban cada vez más, el pequeño grupo de lo que quedaba del barco en medio del ancho y frío océano saltó y presionó tanto como pudo, hasta ver que el barco se convertía en tortuga, casi agonizante y lentamente, los restos del mástil cayendo primero, mientras se aferraban a taburetes y tablones. El cielo sobre ellos, ya oscuro por el humo, se volvió completamente oscuro cuando el barco sucumbió, sumergiéndolos a todos en el agua mientras se agarraban lo más fuerte que podían.
—¡ABAJO! ¡ABAJO! —gritó el Doctor. Un pobre muchacho llegó demasiado tarde y no lo hizo al mismo tiempo que ellos. Sus gritos, mientras el barco volcaba sobre ellos, dejándolo fuera y expuesto a las terribles llamas, era lastimoso al oído, pero Freydis y Henrik ya estaban bajo el agua, Freydis cayendo más y más y más abajo, enredándose con canastas, hamacas, remos, tablones, pan, jaulas de pollos, botas y hachas mientras atravesaban la helada oscuridad.
Henrik sintió sus ojos y orejas llenándose hasta arriba del agua congelada mientras se hundían, y luchó contra su impulso instintivo al pánico; en su lugar, observó el camino que recorrían las burbujas, como su padre le había enseñado, y sintió el barco sobre su cabeza. Pilló un banco para remar, atornillado a la quilla, y alcanzó la bolsa de aire, tomando una enorme bocanada. Instantaneamente, sin embargo, mirando hacia su alrededor, se percató de que las largas trenzas doradas de Freydis no estaban por ninguna parte. Ella no estaba allí.
El Doctor siempre había resistido la tentación de quedarse sumergido. Era tan hermoso, tan nuevo ahí abajo, tanto que ver: siempre era difícil no quedarse demasiado. Pero tenía una gran capacidad pulmonar a diferencia de los demás, y él tenía que usarla. Buceó lo más profundo que pudo – quería encontrar desesperadamente la fuente del fuego, pero primero tenía que contar las cabezas.
El pelo rubio, que nunca se había cortado, se arremolinó más y más en el despertar de las aguas rápidas. El Doctor lo agarró, enrollado alrededor de su brazo como una bestia mítica. Freydis parecía asombrosamente serena, hundiéndose en el agua, con sus brazos flotando libremente, pero con las piernas juntas, envuelta en su largo vestido como la cola de una sirena; sus ojos cerrados, incluso la sombra de una sonrisa alrededor de su boca.
—Oh no, no te atrevas —dijo el Doctor, acercándola a él, envolviendo su cuerpo sin gracia alrededor del suyo, y ascendiendo tan rápido como pudo los seis metros de profundidad, apuntando hacia la oscuridad del cuerpo interior del drakkar—. No mientras yo viva, por favor.