Capítulo seis
La pequeña choza de Brogan tenía el techo bajo, y juncos resistentes cubrían el suelo de tierra. En medio estaba el fuego, con un agujero que atravesaba el techo de paja para dejar salir el humo de la olla. A un lado del fuego estaba el salón; tenían un cuenco para cada uno, y una plataforma elevada para dormir bajo rugosas y tejidas mantas. En la esquina, su cabra ya estaba dormida, donde un lado de su hogar estaba expuesto a los elementos, pero al lado más abrigado. No estaba muy abrigado tampoco, pero la comodidad del fuego y el calor de los animales era suficiente para abrigarlo. Freydis miró a su alrededor, intentando no arrugar la nariz. La mujer de la playa, la única que se había acercado a ayudar a Luag, sonrió con optimismo.
Volviendo a entrar otra vez, Brogan estaba nerviosa. Nunca se había encontrado con una forastera antes, especialmente no con una tan bella. Apesar de que la ropa de Freydis se había estropeado, Brogan nunca había visto ninguna parecida, no en barcos mercantiles. El gran peso del brocado; las puntillas de la corsetería. Anelaba tocarlos. El radiante oro del pelo de Freydis, y su imperioso carruaje... Brogan observó otra vez la cabaña. Estaba ordenado, ¿no? ¿Y al calor? Se enorgulleció al tener un bonito hogar para cuando Braan viniera a casa por la noche. Y también por Luag, ese pobre chiquillo sin madre. Se le apareció en una esquina de la balda para dormir y lo cubrió con una rugosa manta arpillera. Ni se movió.
Freydis deseaba con todas sus fuerzas un baño caliente. En pleno invierno, ella y sus damas de honor irían a por nieve al huerto, o se embadurnarían de la fría nieve para limpiarse, zumbando y riendo y poniéndose coloradas, se meterían en grandes baños de vapor puestos sobre las chisporroteantes llamas y entre el vapor, hasta que hiciera demasiado calor como para soportarlo y tuvieran que volver a empezar el proceso otra vez. Esto es lo que anelaba hacer ahora mismo, pero no era posible, supuso.
—¿Comer? —Brogan señaló el plato de sopa sobre las llamas, y Freydis asintió con agradecimiento. Se estaba muriendo de hambre, se dio cuenta; la combinación de una inmersión en el océano y de vivir de lo que fuera que los vikingos le hubieran tirado en las últimas semanas, poco de ello apetecible.
Dentro del cuenco había un perfumado estofado de tortuga muy sazonado, bien salado, con tubérculos.
—Peces... peces mueren —dijo Brogan.
Freydis asintió. Pensaba que Brogan le estaba diciendo que la comida era fresca; no que había llegado como una recompensa. Si hubiera mirado más de cerca el bol, se habría dado cuenta de unas marcas testigo; una marca negra en zigzag por la carne que demostraba que alguien, o algo había trazado una línea de fuego a través de ellos. Pero Brogan le mandó que comiera; le dio una cuchara común. Una vez acostumbrada a su propia cubertería, Freydis cedió a su apetito, envuelta en otra enorme manta sobre su ropa de abajo, mientras su vestido se secaba al fuego. Brogan lo acarició al pasar, con amor, y Freydis le sonrió.
—¿Quieres? —dijo, intentando señalar con las pocas palabras que compartían—. ¿Quieres probártelo?
Brogan se rió y se ruborizó y sacudió la cabeza, y Freydis sonrió – tenía muchos vestidos, aunque ahora, pensó, estaban al fondo del océano, o quemados – y ella odiaba llevarlos. Los botones, los lazos, los intrincados arreglos eran tediosos, imposibles para revolverse, para moverse en ellos y, como había descubierto en el mar, ridículamente incómodos para dormir.
Freydis terminó su plato de sopa, mojó un trozo de pan plano y lo rebañó por el borde del cuenco, luego se puso de pie, pidiéndole más a la mujer más joven. Eran del mismo tamaño; los hombros más amplios y los musculosos brazos de Brogan, debido a una vida de trabajos manuales, contrastaban con su pequeña cintura y sus estrechas caderas; un recordatorio de que, por muy duro que trabajara, el balance de calorías que entraban y salían era siempre precario.
Freydis la ayudó a meterse dentro de la falda casi seca, seguido de la tiesa enagua. Luego llevó los encajes a la parte de atrás y los ató. Brogan se rió y se meneó, y Freydis también se rió. Entonces sentó a Brogan y le desató las tiesas trenzas del pelo – que se deshacían raramente, durante los días festivos y ocasiones especiales – y le trenzó el pelo rojizo de la misma forma floja que la de su tierra natal, para que le enmarcara la cara.
—Desearía tener mi peine —dijo Freydis, aunque sabía que Brogan no podía entenderla—. Estás muy guapa.
Brogan entendió lo bastante de su tono de voz como para ruborizarse.
—En la casa de mi padre... —dijo Freydis. Quería hablar del cristal – tenían un espejo, un asombroso tributo que uno de los grupos de asalto había traído una vez de Gaul. Pero cuando dijo las palabras, las sintió morir en su garganta. Pensaba que odiaba a su padre por mandarla lejos a casarse. Pero de repente, la idea de que nunca volvería a ver su ciudad natal, ni a sus amigas, ni a su familia la superó.
Fue, de repente, casi abrumador. Todas las semanas en el barco donde se había alimentado con ira y rabia; ahora, aquí, era como si toda esa furia justificada hubiera desaparecido; para ser reemplazada simplemente por melancolía y nostalgia. El dios, se dijo rápidamente otra vez. El dios la salvaría, ¿no?
Brogan no tenía que saber cosas de princesas para entenderlo.
—Añoras casa —dijo, cuidadosamente. Freydis asintió, justo cuando la estable puerta de la casa se abrió. Brogan se incorporó y se enderezó. Freydis sonrió para ver su mirada orgullosa y altiva cuando de repente, el pequeño pero apuesto y musculoso joven entró. Su rostro, que estaba alicaído, se encendió al ver a Brogan.
—¿Qué has hecho? —preguntó sacudiendo la cabeza con incredulidad.
Freydis se enrolló la áspera manta y sonrió, y luego él se dio cuenta de ella.
—Mi lady.
—Me ha prestado el vestido —le dijo Brogan a Braan emocionada. No podía evitar acariciar la tela bajo sus dedos, que de alguna manera le había hecho sonreír a Braan, pero también preocuparlo un poco; no eran viajeros, ni comerciantes. Rezaba por que no le diera por los mosaicos de lujo. Los extraños al llegar lo perturbaron mucho; casi tanto como el fuego en el mar. Era un cazador, un asesino. No se espera que un ciervo lo invite a su manada.
Pero aquí en casa, parecía por el momento seguro y acogedor.
—Eres mi princesa —dijo simplemente—. Con vestido bonito o sin él.
La sonrisa de Brogan era radiante y lo besó en los labios.
—Con —dijo, entonces le echó una rápida mirada a Freydis—. Oh, no, debería quitármelo.
Braan sonrió con picardía.
—Debería quitártelo yo —dijo.
—Ssh —dijo Brogan, que había capturado la media sonrisa de Freydis y se había percatado de que entendía más el idioma de lo que aparentaba. Braan le pasó la mano por el pelo, luego dejó que fuera a donde la olla. Frunció el ceño.
—Hoy no ha habido más regalos criaturas —dijo.
—Y por supuesto, tampoco peces.
Brogan parecía preocupada.
—¿Crees...?
Braan se encogió de hombros.
—Después de lo que he visto, ya no sé qué pensar.
—¿Crees que el dios del mar ha hecho su sacrificio?
—Eso espero —dijo Braan—. Espero que haya terminado con nosotros juntos. Para ello hará nuestra vida peligrosa si no podemos pescar.
Brogan y Braan se miraron profundamente el uno al otro, sintiéndose de repente extrañamente avergonzados por ser tan despreocupados cuando su situación era tan precaria, y comenzaron a quitar el encantador vestido de Freydis.
Ahora seca, Freydis se volvió a vestir. Sintió que debería estar cansada, pero no lo estaba; estaba nerviosa y excitada y enervada y, viendo a Brogan quitarle con afectividad las sandalias de cuero a Braan y calentándole los pies delante del fuego, una punzada de algo – no sabía qué – la atravesó, y se sintió como si estuviera entrometiéndose.
—¡Quedar! —dijo Brogan cuando se levantó, pero Freydis sacudió la cabeza.
—Vuelvo en un ratito —dijo, poniéndose la pesada capa, ahora casi seca, y saliendo de la consoladora escena.
Bajo el agua, brilló y se movió. Hoy, todo había cambiado. Extendió sus tentáculos. Ahora había hecho contacto. Y su conciencia colectiva estaba gritando, pidiendo más; el hambre, el ansia por conectar; por encontrar una fuente de energía que había allí, afilado como un cuchillo. Aunque era una legión, aunque eran muchos, sólo habían pensado una única voluntad: continua la línea.
Eoric sacó los perdernales de la pequeña bolsa de cuero que llevaba sobre su hombro. Reunió helechos secos y muertos y los apiló alto en el brasero. Había dos. Sólo el hombre más viejo de la isla como Corc podía recordar la segunda encendida, al llegar a la altura de un terrible y ensangrentado ataque. Pero ahora tenía que volver a encenderse.
Las islas comerciaban entre sí, a veces luchaban y a veces se casaban entre ellos. Esta noche habría muchos preocupados en Harris.
Eoric raspó el pedernal hasta que las hojas secas prendieron con una chispa, luego las ramitas, luego, al final, la sorda y ardiente turba.
La fiesta continuó: asaron algas en sartenes y las sirvieron crujientes y las cubrieron de sal marina fresca; nabos dulces hervidos y servidos con miel y bollitos con semillas. Los niveles de sonido dentro de la cabaña del encuentro crecieron a lo largo de la fiesta; las diferencias de sus lenguas desaparecieron; las historias de sus hazañas fueron narradas por el capitán y sometidas, gradualmente, a mayores magnitudes de valor. Dorcnor resultó ser un músico pasable y había llevado a la cruda isla un arpa y, con un chico local a una especie de gaita, comenzaron unos bailes a volverse más salvajes. El capitán y Corc echaron un pulso, para deleite de los observadores, y ambos incluso se salieron, aunque, como el capitán señaló, uno de ellos casi muere ese día.
Después de que finalmente quedara claro que no iba a haber una lucha descomunal, el Doctor atravesó lentamente la feliz multitud y salió bajo el negro cielo hacia el mar.
—Bueno. El peligro inmediato ya está silenciado —pensó para sus adentros—. Prioridades, prioridades. Primero evitar que se hagan pedazos. Ahora... ahora tú, lo que quiera que seas.
Se detuvo al borde del mar, remojando sus pies con las olas entrantes. No se dio cuenta. Miró a su alrededor. Las estrellas eran brillantes y frías y parecían, desde aquí, estar a una distancia imposible. La luna era una astilla. Y no había nada más que ver. Ni una luz, ni la estela de un avión o una nave espacial; un satélite o una autopista o un faro. Nada excepto el brillo de un fuego y esas velas de grasa de foca prestadas que tan mal olían.
Pasó un rato hasta que el Doctor se sintió pequeño. Normalmente se sentía como si bailara por el universo sobre la punta de sus tobillos como Fred Astaire. Pero esto, de alguna forma, parecía un mundo que no estaba listo todavía para enfrentarse a él.
—Un mundo iluminado sólo por un fuego —dijo el Doctor en voz baja para sí. Miró hacia el mar, la cresta de las olas brillaban intermitentemente a la luz de la luna.
—¿Qué eres tú entonces? ¿Gas submarino? Pero estabas pensando. Tenías un plan. Estoy seguro de ello. Mamiferos marinos... luego hombres. ¿Y quién te iluminó? ¿Hmm? ¿Estás ahí?
Esperó. Nada.
Levantó la voz.
—¡Hola! ¿Gran serpiente manguera de fuego? ¿Recuerdas? ¿Todas esas personas asesinadas? Yo sólo... yo sólo... bueno, ya sabes. Asesinar a todas esas personas. No es guay. Y me gustaría que pudiésemos hablar sobre eso. Porque si puedes dirigir una manguera de fuego gigante bajo el mar, apuesto a que puedes oírme. Apuesto a que puedes.
Nada.
Suspirando, el Doctor sacó su destornillador sónico.
—Es un mundo intacto —continuó—. Tan puro. Quiero decir, un poco horrible, con la escrófula y los saqueos y todo eso, pero está en ello. Aire limpio. Agua limpia. —Respiró hondo—. Tantos peces que podrías atravesar el océano caminando sobre sus lomos. Poemas muy muy muy largos. Me gustan los poemas muy muy muy largos.
Encendió el destornillador sónico. El pequeño dispositivo brilló con un luminoso verde artificial en la oscuridad; un diminuto punto de luz artificial en un oscuro universo. Por otro lado, pensó, ellos lo comenzaron.
—Sal, sal, lo que quiera que seas —dijo en voz baja, sujetándolo en alto—. Ven a encontrarme ya.
Miró preocupadamente hacia las estrellas, esperando que ningún megacrucero circundante no tuviera las antenas fuera, y luego se dirigió hacia ellos.
—Sólo la cosa del océano por favor. Este planeta no está muy abierto a los negocios para el resto de vosotros, gracias.
—Eoric.
La voz fue tan suave y dulce que por un momento – un ridículo momento, y maldijo su debilidad en segundos – Eoric pensó que podría ser su madre. Tenía una voz suave, y la forma en la que siempre decía su nombre lo hacía sentirse como si fuera el chico más importante de la isla. Le encantaba oírle decir su nombre. Pero no era ella, no podía serlo. Se había ido, y todo lo que había quedado era un idiota por padre y una oveja quejica de un hermano que cogía flores, dibujaba cosas y brincaba por ahí aceptando el afecto de cualquier mujer de la aldea (las cuales eran muchas) como un corderito perdido hasta que fuera suave y mimado y tonto y que él ni siquiera hubiera conocido a su madre...
—...Eoric.
Miró a su alrededor.
—¿Quién es?
Esto era agotador. Desde que le había comenzado a crecer la poca barba que tenía, las chicas del pueblo se habían convertido en idiotas que siempre se estaban burlando de él y yendo todas sonrojadas y riéndose cada vez que pasaba y avergonzándolo.
Silencio. No oía ni pisadas ni susurros de pasos.
—¿Quién está ahí?
Hizo sonar su voz tan alto como pudo. No pensaba asustarse de la voz de una mujer.
—EO... RIC.
No podía ser. Pero parecía como si la voz viniera de... ¿las llamas?
La mayoría de la gente no habría oído el suave paso sobre la fina arena. El Doctor no era la mayoría de la gente. Se arremolinó.
Freydis estaba allí, boquiabierta por él y el destornillador sónico.
—Luz de los dioses —dijo—. Fuego sagrado.
El Doctor tragó saliva e inútilmente intentó esconder el destornillador sónico detrás suya.
—Bueno, sé lo que estás pensando, pero puedo asegurarte de que hay una perfecta e inocente expli...
—¿Le estás llamando a Odin? —dijo ferozmente—. ¿Va rescatarme y a llevarme a Valhalla?
—Em... —dijo el Doctor, aún escaneando desesperadamente el horizonte—. Em, bueno. Si hay una cosa que odie hacer, es deshonrar las creencias de la gente.
—Loki habla con acertijos —dijo Freydis.
—¿No tienes frío? —preguntó el Doctor.
—Soy una princesa del norte —dijo Freydis—. El frío es mi patrimonio. Ahora tienes que contarme tus planes por mí.
—¿Ah sí? —dijo el Doctor confuso.
—Loki habla con acertijos. Me has salvado del destino de casarme con el viejo rey. Bueno, ¿qué harán conmigo los dioses?
El Docor parpadeó rápidamente.
—Oh, ¿era todo por ti? Lo siento, no me di cuenta.
—Hay un plan para mí —dijo Freydis con aire de suficiencia.
Justo cuando el Doctor pensó en corregirla, una figura apareció al otro lado de la orilla.
—Oh, mira —dijo el Doctor—. Puede que eso sea el destino.
Freydis miró hacia la figura de Henrik que rápidamente se acercaba.
—Mi enemigo, mi carcelero, ¿un chico de granja? —dijo.
Henrik llegó, jadeando, hasta ellos.
—Oh, ahí estás. Estaba... estaba preocupado.
—Bueno, muchas gracias —dijo el Doctor—. Oh. Lo siento. Creía que te referías a mí.
Freydis miró a Henrik, sus brillantes ojos grises y su pelo amarillo reflejando la luz de la luna. No podía negar que le favorecía. Pero parecía desaliñado y un poco confuso. Todavía el chico de un granjero, pensó. Todavía el chico de un granjero que la había mantenido cautiva. Luego la rescató, pensó. Se puso la mano en la boca, como hacía cuando estaba nerviosa, y luego recuperó la compostura.
—¿Preocupado de que tu trofeo hubiera escapado?
Henrik la miró tímidamente. Respiró hondo.
—Esperaba... mi lady... no intentar llevarte a ninguna parte si no querías. Pero estaré a tu servicio...
Freydis sonrió.
—¿Y cuándo vienen a llevarme otra vez?
Henrik se encogió de hombros.
—¿Quién sabrá dónde estamos?
—Seremos historias de marineros —Freydis se sorbió la nariz—. ¿O tendremos que subsistir aquí en esta roca abandonada? Puede que aprenda a alimentar pollos y a atender el ganado.
—Conozco destinos peores —interrumpió el Doctor.
Henrik miró a Freydis durante un instante.
—No sabemos lo que decretan los dioses, mi lady.
Freydis miró al Doctor fríamente.
—Algunos de nosotros sí, otros no.
El Doctor alzó la vista otra vez a donde estaba apuntando con su destornillador. Los ajustes brillaron ahora en azul, y Henrik lo miró, atónito.
—Qué descarada brujería.
El Doctor levantó el destornillador, dirigiéndolo hacia el mar. Pero justo cuando lo hizo, todos oyeron un enorme rugido.
Los tres cargaron en dirección al sonido, el cual había venido de alguna parte al norte de asentamiento. El ruido no se había filtrado en el salón del encuentro, que todavía se hacía eco al son de la música y el ritmo de los pies bailando y los vasos de aguamiel saltando sobre las mesas. Henrik se precipitó para contárselo a sus compañeros mientras el Doctor y Freydis corrían entre las viviendas.
Al otro lado de la aldea ahora había un adolescente – el Doctor lo reconoció como el hijo de Corc, el que había salido enfadado a prender los braseros.
—Eoric —dijo.
Eoric giró la cabeza. Su rostro aún lleno de hosca rebeldía. Y algo más; una mirada demasiado vieja para él. El Doctor no podía descubrir qué.
—¿Has oído ese ruido?
—Sí —dijo Eoric—. Fui yo. Me quedé dormido sin querer delante del fuego, y mi pie acabó dentro. Mira. —Le mostró al Doctor su tobillo quemado.
—Deberías mojar eso —dijo Freydis—. En el mar, si puedes soportarlo. Limpio es mejor. ¡Rápido! O seguirá abrasándote, camino abajo.
—No duele —dijo Eoric.
—¿Estás seguro? —dijo el Doctor. La piel estaba llena de ampollas y en carne viva a la luz del fuego.
—Estoy seguro, extraño —dijo Eoric, echándole una fría mirada. Y sin más palabras, se giró y se fue para casa.
—No me gusta —dijo el Doctor—. No me gusta nada.
—¿Los planes de Loki van mal? —preguntó Freydis.
—Si tuviera un plan —dijo el Doctor—, podría ir mal. Eso sí... hay algo en marcha. Y no es sólo una quemadura que no quema.